El Papa Francisco preside la celebración de la Pasión del Señor en la
basílica Vaticana, la tarde del Viernes Santo. Las meditaciones de este año
están a cargo del Padre Rainiero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia.
«ESTABA TAMBIÉN CON
ELLOS JUDAS, EL TRAIDOR»
Dentro de la historia
divino-humana de la pasión de Jesús hay muchas pequeñas historias de hombres y
de mujeres que han entrado en el radio de su luz o de su sombra. La más trágica
de ellas es la de Judas Iscariote. Es uno de los pocos hechos atestiguados, con
igual relieve, por los cuatro evangelios y por el resto del Nuevo Testamento.
La primitiva comunidad cristiana reflexionó mucho sobre el asunto y nosotros
haríamos mal a no hacer lo mismo. Tiene mucho que decirnos.
Judas fue elegido
desde la primera hora para ser uno de los doce. Al insertar su nombre en la
lista de los apóstoles, el 'evangelista Lucas escribe: «Judas Iscariote que se
convirtió (egeneto) en el traidor» (Lc 6, 16). Por lo tanto, Judas no había
nacido traidor y no lo era en el momento de ser elegido por Jesús; ¡llegó a
serlo! Estamos ante uno de los dramas más sombríos de la libertad humana.
¿Por qué llegó a
serlo? En años no lejanos, cuando estaba de moda la tesis del Jesús
«revolucionario», se trató de dar a su gesto motivaciones ideales. Alguien vio
en su sobrenombre de «Iscariote» una deformación de «sicariote», es decir,
perteneciente al grupo de los zelotas extremistas que actuaban como «sicarios»
contra los romanos; otros pensaron que Judas estaba decepcionado por la manera
en que Jesús llevaba adelante su idea de «reino de Dios» y que quería forzarle
para que actuara también en el plano político contra los paganos. Es el Judas
del célebre musical «Jesucristo Superstar» y de otros espectáculos y novelas
recientes. Un Judas que se aproxima a otro célebre traidor del propio
bienhechor: ¡Bruto que mató a Julio César para salvar la República !
Son todas
construcciones que se deben respetar cuando revisten alguna dignidad literaria
o artística, pero no tienen ningún fundamento histórico. Los evangelios —las
únicas fuentes fiables que tenemos sobre el personaje— hablan de un motivo
mucho más a ras de tierra: el dinero. A Judas se le confió la bolsa común del
grupo; con ocasión de la unción de Betania había protestado contra el
despilfarro del perfume precioso derramado por María sobre los pies de Jesús,
no porque le importaran los pobres —hace notar Juan—, sino porque "era un
ladrón y, puesto que tenía la caja, cogía lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su
propuesta a los jefes de los sacerdotes es explícita: «¿Cuanto estáis
dispuestos a darme, si os lo entrego? Y ellos fijaron treinta siclos de plata»
(Mt 26, 15).
Pero ¿por qué
extrañarse de esta explicación y encontrarla demasiado banal? ¿Acaso no ha sido
casi siempre así en la historia y no es todavía hoy así? Mammona, el dinero, no
es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia; literalmente, «el ídolo
de metal fundido» (cf. Éx 34,17). Y se entiende el porqué. ¿Quién es,
objetivamente, si no subjetivamente (es decir en los hechos, no en las
intenciones), el verdadero enemigo, el competidor de Dios, en este mundo?
¿Satanás? Pero ningún hombre decide servir, sin motivo, a Satanás. Quién lo
hace, lo hace porque cree obtener de él algún poder o algún beneficio temporal.
Jesús nos dice claramente quién es, en los hechos, el otro amo, al anti-Dios:
«Nadie puede servir a dos amos: no podéis servir a Dios y a Mammona» (Mt 6,24).
El dinero es el «Dios visible», a diferencia del Dios verdadero que es
invisible.
Mammona es el
anti-dios porque crea un universo espiritual alternativo, cambia el objeto a
las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se ponen en Dios, sino en
el dinero. Se opera una siniestra inversión de todos los valores. «Todo es
posible para el que cree», dice la
Escritura (Mc 9,23); pero el mundo dice: «Todo es posible
para quien tiene dinero». Y, en un cierto nivel, todos los hechos parecen darle
la razón.
«El apego al dinero
—dice la Escritura —
es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Detrás de cada mal de nuestra
sociedad está el dinero o, al menos, está también el dinero. Es el Moloch de
bíblica memoria, al que se le inmolaban jóvenes y niñas (cf. Jer 32,35), o el
dios Azteca, al que había que ofrecer diariamente un cierto número de corazones
humanos. ¿Qué hay detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas
humanas, detrás del fenómeno de la mafia y de la camorra, la corrupción
política, la fabricación y el comercio de armas, e incluso —cosa que resulta
horrible decir— a la venta de órganos humanos extirpados a niños?
Y la crisis
financiera que el mundo ha atravesado y este país aún está atravesando, ¿no es
debida en buena parte a la «detestable codicia de dinero», la auri sagrada
fames, por parte de algunos pocos? Judas empezó sustrayendo algún dinero de la
caja común. ¿No dice esto nada a algunos administradores del dinero público?
Pero, sin pensar en
estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es ya escandaloso que algunos
perciban sueldos y pensiones cien veces superiores a los de quienes trabajan en
sus dependencias y que levanten la voz en cuanto se apunta la posibilidad de
tener que renunciar a algo, de cara a una mayor justicia social?
En los años 70 y 80,
para explicar, en Italia, los repentinos cambios políticos, los juegos ocultos
de poder, el terrorismo y los misterios de todo tipo que afligían a la
convivencia civil, se fue afirmando la idea, casi mítica, la existencia de un «gran
Anciano»: un personaje espabiladísmo y poderoso, que por detrás de los
bastidores habría movido fila los hilos de todo, para fines que sólo él
conocía. Este «gran Anciano» existe realmente, no es un mito; ¡se llama Dinero!
Como todos los
ídolos, el dinero es «falso y mentiroso»: promete la seguridad y, sin embargo,
la quita; promete libertad y, en cambio, la destruye. San Francisco de Asís
describe, con una severidad inusual en él, el final de una persona que vivió
sólo para aumentar su «capital». Se aproxima la muerte; se hace venir al
sacerdote. Éste pide al moribundo: «¿Quieres el perdón de todos tus pecados?» ,
y él responde que sí. Y el sacerdote: «Estás dispuesto a satisfacer los errores
cometidos, devolviendo las cosas que has estafado a otros?» Y él: «No puedo».
«¿Por qué no puedes?» «Porque ya he dejado todo en manos de mis parientes y
amigos». Y así él muere impenitente y apenas muerto los parientes y amigos
dicen entre sí: «¡Maldita alma la suya! Podía ganar más y dejárnoslo, y no lo
ha hecho!"
Cuántas veces, en
estos tiempos, hemos tenido que repensar ese grito dirigido por Jesús al rico
de la parábola que había almacenado bienes sin fin y se sentía al seguro para
el resto de la vida: «Insensato, esta misma noche se te pedirá el alma; y lo
que has preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20)! Hombres colocados en puestos de
responsabilidad que ya no sabían en qué banco o paraíso fiscal almacenar los
ingresos de su corrupción se encontraron en el banquillo de los imputados, o en
la celda de una prisión, precisamente cuando estaban para decirse a sí mismos:
«Ahora gózate, alma mía».
¿Para quién lo han hecho? ¿Valía la pena? ¿Han hecho
realmente el bien de los hijos y la familia, o del partido, si es eso lo que
buscaban? ¿O más bien se han arruinado a sí mismos y a los demás?
La traición de Judas
continua en la historia y el traicionado es siempre él, Jesús. Judas vendió al
jefe, sus imitadores venden su cuerpo, porque los pobres son miembros de
Cristo, lo sepan o no. «Todo lo que hagáis con uno solo de estos mis hermanos
más pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Pero la traición de Judas no
continúa sólo en los casos clamorosos que he mencionado. Pensarlo sería cómodo
para nosotros, pero no es así. Ha permanecido famosa la homilía que tuvo en un Jueves
Santo don Primo Mazzolari sobre «Nuestro hermano Judas». "Dejad —decía a
los pocos feligreses que tenía delante—, que yo piense por un momento al Judas
que tengo dentro de mí, al Judas que quizás también vosotros tenéis dentro».
Se puede traicionar a
Jesús también por otros géneros de recompensa que no sean los treinta denarios
de plata. Traiciona a Cristo quien traiciona a su esposa o a su marido.
Traiciona a Jesús el ministro de Dios infiel a su estado, o quien, en lugar de
apacentar el rebaño que se la confiado se apacienta a sí mismo. Traiciona a
Jesús todo el que traiciona su conciencia. Puedo traicionarlo yo también, en
este momento —y la cosa me hace temblar— si mientras predico sobre Judas me
preocupo de la aprobación del auditorio más que de participar en la inmensa
pena del Salvador. Judas tenía un atenunante que yo no tengo. Él no sabía quién
era Jesús, lo consideraba sólo «un hombre justo»; no sabía que era el hijo de
Dios, como lo sabemos nosotros.
Como cada año, en la
inminencia de la Pascua ,
he querido escuchar de nuevo la «Pasión según san Mateo», de Bach. Hay un
detalle que cada vez me hace estremecerme. En el anuncio de la traición de
Judas, allí todos los apóstoles preguntan a Jesús: «¿Acaso soy yo, Señor?»
«Herr, bin ich’s?» Sin embargo, antes de escuchar la respuesta de Cristo,
anulando toda distancia entre acontecimiento y su conmemoración, el compositor
inserta una coral que comienza así: «¡Soy yo, soy yo el traidor! ¡Yo debo hacer
penitencia!», «Ich bin's, ich sollte büßen». Como todas las corales de esa
ópera, expresa los sentimientos del pueblo que escucha; es una invitación para
que también nosotros hagamos nuestra confesión del pecado.
El Evangelio describe
el fin horrible de Judas: «Judas, que lo había traicionado, viendo que Jesús
había sido condenado, se arrepintió, y devolvió los treinta siclos de plata a
los jefes de los sacerdotes y a los ancianos, diciendo: He pecado, entregándoos
sangre inocente. Pero ellos dijeron: ¿Qué nos importa? Ocúpate tú. Y él,
arrojados los siclos en el templo, se alejó y fue a ahocarse» (Mt 27, 3-5).
Pero no demos un juicio apresurado. Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe
dónde cayó en el momento en que se lanzó desde el árbol con la soga al cuello:
si en las manos de Satanás o en las de Dios. ¿Quién puede decir lo que pasó en
su alma en esos últimos instantes? «Amigo», fue la última palabra que le
dirigió Jesús y él no podía haberla olvidado, como no podía haber olvidado su
mirada.
Es cierto que,
hablando de sus discípulos, al Padre Jesús había dicho de Judas: «Ninguno de
ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición» (Jn 17,12), pero aquí,
como en tantos otros casos, él habla en la perspectiva del tiempo no de la
eternidad; la envergadura del hecho basta por sí sola, sin pensar en un fracaso
eterno, para explicar la otra tremenda palabra dicha de Judas: «Mejor hubiera
sido para ese hombre no haber nacido» (Mc 14,21). El destino eterno de la
criatura es un secreto inviolable de Dios. La Iglesia nos asegura que un
hombre o una mujer proclamados santos están en la bienaventuranza eterna; pero
de nadie sabe ella misma que esté en el infierno.
Dante Alighieri, que,
en la Divina Comedia ,
sitúa a Judas en lo profundo del infierno, narra la conversión en el último
instante de Manfredi, hijo de Federico II y rey de Sicilia, al que todos en su
tiempo consideraban condenado porque murió excomulgado. Herido de muerte en
batalla, él confía al poeta que, en el último instante de vida, se rindió
llorando a quien «perdona de buen grado» y desde el Purgatorio envía a la
tierra este mensaje que vale también para nosotros:
Abominables mis
pecados fueron mas tan gran brazo tiene la bondad infinita, que acoge a quien
la implora ..
He aquí a lo que debe
empujarnos la historia de nuestro hermano Judas: a rendirnos a aquel que
perdona gustosamente, a arrojarnos también nosotros en los brazos abiertos del
crucificado. Lo más grande en el asunto de Judas no es su traición, sino la
respuesta que Jesús da. Él sabía bien lo que estaba madurando en el corazón de
su discípulo; pero no lo expone, quiere darle la posibilidad hasta el final de
dar marcha atrás, casi lo protege. Sabe a lo que ha venido, pero no rechaza, en
el huerto de los olivos, su beso helado e incluso lo llama amigo (Mt 26,50).
Igual que buscó el rostro de Pedro tras la negación para darle su perdón,
¡quién sabe como habrá buscado también el de Judas en algún momento de su vía
crucis! Cuando en la cruz reza: «Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen» (Lc 23,34), no excluye ciertamente de ellos a Judas.
¿Qué haremos, pues,
nosotros? ¿A quién seguiremos, a Judas o a Pedro? Pedro tuvo remordimiento de
lo que había hecho, pero también Judas tuvo remordimiento, hasta el punto que
gritó: «¡He traicionado sangre inocente!» y restituyó los treinta denarios. ¿Dónde
está, entonces, la diferencia? En una sola cosa: Pedro tuvo confianza en la
misericordia de Cristo, ¡Judas no! El mayor pecado de Judas no fue haber
traicionado a Jesús, sino haber dudado de su misericordia.
Si lo hemos imitado,
quien más quien menos, en la traición, no lo imitemos en esta falta de
confianza suya en el perdón. Existe un sacramento en el que es posible hacer
una experiencia segura de la misericordia de Cristo: el sacramento de la
reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce experimentar a Jesús
como maestro, como Señor, pero aún más dulce experimentarlo como Redentor: como
aquel que te saca fuera del abismo, como a Pedro del mar, que te toca, como
hizo con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero, queda curado!» (Mt 8,3).
La confesión nos
permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia canta la noche de
Pascua en el Exultet: «Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!» Jesús sabe
hacer, de todas las culpas humanas, una vez que nos hemos arrepentido, «felices
culpas», culpas que ya no se recuerdan si no por haber sido ocasión de
experiencia de misericordia y de ternura divinas!
Tengo un deseo que
hacerme y haceros a todos, Venerables Padres, hermanos y hermanas: que la
mañana de Pascua podamos levantarnos y oír resonar en nuestro corazón las
palabras de un gran converso (Paul Claudel) de nuestro tiempo:
«Dios mío, he
resucitado y estoy aún contigo!
Dormía y estaba
tumbado como un muerto en la noche.
Dijiste: «¡Hágase la
luz! ¡Y yo me desperté como se lanza un grito! [...]
Padre mío que me has
generado antes de la aurora, estoy en tu presencia.
Mi corazón está libre
y la boca pelada, cuerpo y espíritu estoy en ayunas.
Estoy absuelto de
todos los pecados, que confesé uno a uno.
El anillo nupcial
está en mi dedo y mi rostro está limpio.
Soy como un ser
inocente en la gracia que me has concedido».
Esto puede hacer de
nosotros una bella confesión pascual.
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