Queridos hermanos y
hermanas:
Continuamos en
nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada he mostrado
cómo la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa y viene a nuestro
encuentro; y así la fe es una respuesta con la que lo recibimos, como un
fundamento estable de nuestra vida. Es un don que transforma nuestras vidas,
porque nos hace entrar en la misma visión de Jesús, quien obra en nosotros y
nos abre al amor hacia Dios y hacia los demás.
Hoy me gustaría dar
un paso más en nuestra reflexión, partiendo de nuevo de algunas preguntas: ¿la
fe tiene solo un carácter personal, individual? ¿Solo me interesa a mi como
persona? ¿Vivo mi fe yo solo? Por supuesto, el acto de fe es un acto
eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo y que marca un
cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida que da un giro, una
nueva orientación. En la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas,
el celebrante pide manifiestar la fe católica y formula tres preguntas: ¿Crees
en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo su único Hijo? ¿Crees en el
Espíritu Santo? En la antigüedad, estas preguntas eran dirigidas personalmente
al que iba a ser bautizado, antes que se sumergiese tres veces en el agua. Y
aún hoy, la respuesta es en singular: “Yo creo”.
Pero este creer no es
el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto de mi pensamiento,
sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un
escuchar, un recibir, y un responder; es el comunicarse con Jesús, el que me
hace salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de
Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a
Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo
camino; y este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo
largo del curso de la vida.
No puedo construir mi fe personal en un diálogo
privado con Jesús, porque la fe me ha sido dada por Dios a través de una
comunidad de creyentes que es la
Iglesia , y por lo tanto me inserta en la multitud de
creyentes, en una comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada
en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo, que es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente
personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser “mi fe”, solo si vive y se
mueve en el “nosotros” de la
Iglesia , solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única
Iglesia.
El domingo en la
misa, rezando el “Credo”, nos expresamos en primera persona, pero confesamos
comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese “creo” pronunciado individualmente,
se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos
contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe. El Catecismo
de la Iglesia
Católica lo resume de forma clara:“"Creer" es un
acto eclesial. La fe de la
Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los
creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por
Madre"[San Cipriano]” (n. 181). Por lo tanto, la fe nace en la Iglesia , conduce a ella y
vive en ella. Esto es importante para recordarlo.
A principios de la
aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los
discípulos, en el día de Pentecostés --como se relata en los Hechos de los
Apóstoles (cf. 2,1-13)--, la
Iglesia primitiva recibe la fuerza para llevar a cabo la
misión que le ha confiado el Señor Resucitado: difundir por todos los rincones
de la tierra el Evangelio, la buena noticia del Reino de Dios, y guiar así a
cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todos
los miedos en la proclamación de lo que habían oído, visto, experimentado en
persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo, comienzan a hablar en
nuevas lenguas, anunciando abiertamente el misterio del que fueron testigos. En
los Hechos de los Apóstoles, se nos relata el gran discurso que Pedro pronuncia
en el día de Pentecostés. Comienza él con un pasaje del profeta Joel (3,1-5),
refiriéndose a Jesús, y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel
que había sido acreditado ante ustedes por Dios con milagros y grandes señales,
fue clavado y muerto en la cruz, pero Dios lo resucitó de entre los muertos,
constituyéndolo Señor y Cristo.
Con él entramos en la
salvación final anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será
salvo (cf. Hch. 2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten
desafiados personalmente, interpelados, se arrepienten de sus pecados y se
hacen bautizar recibiendo el don del Espíritu Santo (cf. Hch. 2, 37-41). Así
comienza el camino de la Iglesia ,
comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es
el Pueblo de Dios basado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo,
y cuyos miembros no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que
son hombres y mujeres provenientes de cada nación y cultura. Es un pueblo
“católico”, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos,
más allá de toda frontera, haciendo caer todas las barreras. Dice san Pablo:
"Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro,
escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos" (Col. 3,11).
Al recordar la
liturgia del bautismo, nos damos cuenta de que, al concluir las promesas en las
que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” a las verdades de la fe,
el celebrante dice: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos
de profesar en Cristo Jesús Nuestro Señor”. La fe es una virtud teologal, dada
por Dios, pero transmitida por la
Iglesia a lo largo de la historia. El mismo san Pablo,
escribiendo a los Corintios, afirma haberles comunicado el Evangelio que a su
vez él había recibido (cf. 1 Cor. 15,3).
Hay una cadena
ininterrumpida de la vida de la
Iglesia , de la proclamación de la Palabra de Dios, de la celebración
de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Esta nos
da la seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo,
predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el
acontecimiento de la Muerte
y Resurrección del Señor, de donde brota toda la herencia de la fe. El Concilio
dice: “La predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los
libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una
sucesión continua” (Const. Dogm. Dei Verbum, 8).
Por lo tanto, si la Biblia contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la
transmite fielmente, para que las personas de todos los tiempos puedan acceder
a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia , “en su doctrina,
en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella
es, todo lo que ella cree” (ibid.).
Por último, quiero
destacar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura.
Es interesante notar cómo en el Nuevo Testamento, la palabra “santos” se
refiere a los cristianos como un todo, y por cierto no todos tenían las
cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Qué se quería
indicar, pues, con este término? El hecho es que los que tenían y habían vivido
la fe en Cristo resucitado, fueron llamados a convertirse en un punto de
referencia para todos los demás, poniéndolos así en contacto con la Persona y con el Mensaje
de Jesús, que revela el rostro del Dios vivo.
Y esto también vale
para nosotros: un cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la fe de
la Iglesia , a
pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como
una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite
al mundo. El beato Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Missio afirmó que
“la misión renueva la Iglesia ,
refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas
motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!” (n. 2).
La tendencia, hoy
generalizada, a relegar la fe al ámbito privado, contradice por tanto su propia
naturaleza. Tenemos necesidad de la
Iglesia para confirmar nuestra fe y para experimentar los
dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el sostenimiento de la gracia y el
testimonio del amor. Así, nuestro “yo” en el “nosotros” de la Iglesia , podrá percibirse,
al mismo tiempo, como destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo
sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión
entre las personas. En un mundo donde el individualismo parece regular las
relaciones entre las personas, haciéndolas más frágiles, la fe nos llama a ser
Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios
para toda la humanidad (Cf. Const. Dogm. Gaudium et Spes, 1). Gracias por su
atención.
CIUDAD DEL VATICANO,
miércoles 31 octubre 2012 (ZENIT.org).-
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