explicados por Müller
Luisella Scrosati
Brújula cotidiana,
19-11-2022
La renuncia a la
verdad resultante de la “muerte de Dios” ha conducido al relativismo moral y a
una “religión civil” en la que no hay lugar para la fe en Cristo. En la revista
Cardinalis, el cardenal Müller ayuda a que los cristianos reconozcan los
tiempos apocalípticos que estamos viviendo. Incluso en el Vaticano todo está al
revés. Pero queda un pequeño rebaño que se apoya y sostiene en la promesa de
Jesús.
El Anticristo. La
última generación de iluministas atrapados dentro de la alta tecnología, la
transición ecológica y los sueños transhumanistas sonríen en cuanto se
menciona. Poco importa si son sonrisas de adhesión complaciente a este “salvador
de la humanidad” o sonrisas de quienes se consideran superiores a estos rumores
ancestrales. Muchos pastores y teólogos de la Iglesia también sonríen, exudando
un cierto aire altanero con respecto a estos temas medievales que la crítica
bíblica y teológica ya ha descalificado sustancialmente como legados de una fe
que aún no estaba suficientemente madura e ilustrada.
Sin embargo, hay
pocos motivos para reír y sonreír. La época eclesial que ha hecho del
(supuesto) discernimiento de los signos de los tiempos su punto de honor,
muestra su incurable ceguera en su incapacidad para reconocer el tiempo en que
vivimos, mereciendo el reproche del Señor Jesús por hipocresía: “Hipócritas, la
apariencia de la tierra y de los cielos sabéis reconocerla; ¿cómo es que no
sabéis reconocer este tiempo?” (Lc 12,56). Hace dos mil años, Cristo pisó el
suelo de Palestina y los suyos no lo reconocieron; hoy, el Anticristo pisa a
los hombres, engañándolos y oprimiéndolos en todos los sentidos, y casi ninguno
de los centinelas de Israel se da cuenta. Casi.
En la última
entrevista con Peter Seewald realizada como apéndice de la extensa biografía
sobre el Papa emérito, Benedicto XVI había hablado, de hecho, explícitamente
del Anticristo que actúa en el “credo anticristiano” que se impone por todas
partes y que castiga “con la excomunión social” a quien lo desafía (ver aquí).
Hoy, en tono
decididamente más fuerte, es el cardenal Gerhard L. Müller, en una contribución
para la revista Cardinalis (nº 3, octubre 2022, pp. 20-23), quien sacude las
conciencias de sus hermanos cardenales y de todos los cristianos para que
reconozcan los tiempos apocalípticos que estamos viviendo (ver aquí).
Todo está al
revés: la muerte de Eugenio Scalfari levanta voces de admiración en el
Vaticano, mientras que para el cardenal Zen sólo hay silencios vergonzosos; los
ateos, los partidarios del género, los abortistas y los belicistas desfilan
junto al Papa, mientras que los fieles son despedidos con la acusación de
dogmatismo, rigorismo y rigidez. Se tolera a los organizadores fracasados del
Sínodo alemán, mientras se apalea a los sacerdotes y fieles amantes de la
antigua liturgia. Hay razones suficientes para preguntarse seriamente: “¿Se
verá la Iglesia católica abrumada por el abismo devastador de la secularización
y acabará por ser arrollada por el sentimiento nihilista de la ‘muerte de
Dios’? [...] ¿Se ha instalado ya el ‘Anticristo’?”. Y de nuevo: “En toda esta
confusión doctrinal y moral, ¿sigue siendo ‘la Iglesia del Dios vivo, columna y
fundamento de la verdad’ (1Tm 3,15)? ¿Sigue siendo válida en estos tiempos
apocalípticos la promesa de Jesús a Pedro de que las puertas del infierno no
prevalecerán sobre su Iglesia (Mt 16,18)?”.
En el análisis del
cardenal Müller encontramos, por un lado, a Friedrich Nietzsche, el “profeta
del Anticristo”, que señala como característica esencial del imperio del
Anticristo “la renuncia total a la verdad filosófica y teológica”, lo que
conlleva la “muerte de Dios”. Habiendo barrido la verdad, “todo lo que queda [...]
es un relativismo metafísico y moral cuyo vacío caótico es llenado por la
‘voluntad de poder’ del superhombre. [...] El poder está por encima de la ley.
El destierro de la verdad del discurso hace que toda mentira sea aceptable”.
Por otra parte, Vladimir Solov’ëv esboza con asombrosa lucidez la fisonomía del
gran adversario de Cristo: “Un filántropo universal que supera todos los
contrastes con buena voluntad”, que logra unificar “toda la sabiduría religiosa
y el conocimiento científico de la humanidad en una única visión universal”. El
emperador universal quiere tener a su lado al capellán de la corte, jefe de la
nueva religión civil del nuevo imperio, y lo consigue a través de un cónclave
que ha reunido, en el que es elegido “un ‘dudoso católico e indudable
impostor’, que antes se había ‘colado’ como cardenal en Roma”. El nuevo papa
recibe el consentimiento de “la mayoría de los cardenales [...] embriagados por
la religión imperial de la unidad mundial y el digno papel que se le había
concedido desempeñar en ella”. Es un papa al servicio del poder mundial, un
papa que ya no se plantea el problema de la verdad y de la adhesión a
Jesucristo.
Pero es en el
colmo de la impostura cuando un pequeño remanente permanece fiel y se agrupa en
torno a la confesión de Jesucristo. Es esta confesión de Cristo la que
“inevitablemente saca a la luz el carácter anticristiano fundamental del impío
Nuevo Orden Mundial, pues quien niega que Jesús es el Hijo de Dios es el
mentiroso, y su instrumento espiritual es el del falso papa que gobierna este
mundo”. En la “visión” de Solov’ëv, no es al margen del Papa, sino en torno a
un “papado liberado de todos los intereses y consideraciones mundanas, pero
también de las seducciones del poder terrenal”, que los verdaderos discípulos,
“aquellos que, a pesar de las persecuciones e insultos, no se dejan seducir y
engañar por los autodenominados nuevos gobernantes del mundo y los redentores
mortales de la humanidad”, se reúnen en la confesión del Hijo del Dios vivo.
El comienzo de
estos tiempos finales, o el fin de los tiempos, ya había sido previsto por el
gran filósofo católico Josef Pieper, cuyo 25º aniversario de su muerte se
cumple este mes. La apostasía general, el control total y el uso de la fuerza
son, según Pieper, las características del reinado del Anticristo, “la
manifestación extrema y más radical de aquella ‘desarmonía’ que penetró en el
mundo histórico con el pecado original” (Sobre el fin de los tiempos, pp.
117-8); frente a este “pseudoorden mantenido mediante el uso de la fuerza” (p.
121), la Iglesia, en su pequeño remanente, no tiene otra posibilidad de
victoria que el martirio
Lo que la
Revelación nos entrega sobre el Anticristo no es opcional; tampoco es una
maniobra para asustar a los fieles. Allí encontramos los elementos para
comprender los signos del fin de los tiempos y no ceder a la tentación
anticristiana arrastrados por el desánimo o la desesperación al ver que en
todas partes triunfan la injusticia y la impiedad, que todo parece perdido. Lo
que debe sostener al cristiano es la virtud sobrenatural de la esperanza. La
esperanza del buen fin del que espera en el Señor. Pero, se pregunta Pieper,
“puesto que la meta de la esperanza del cristiano lleva el nombre de ‘cielo
nuevo y tierra nueva’, ¿no viene a afirmar al mismo tiempo que también debe
haber un desenlace feliz de esta realidad terrenal?” (p. 142).
“En tiempos de
agitación y confusión”, continúa el cardenal Müller, “de persecución desde
fuera y desde dentro, no tememos la caída de la Iglesia. Los tiempos finales
son días de prueba para nuestra fe de que el Anticristo nunca podrá dominar al
verdadero Cristo”. Todo el desconcierto, el dolor y la angustia de estos
tiempos fueron predichos por Jesús; pero estos signos del fin deben ser
acogidos como señales de un nuevo comienzo que ya está cerca: “Cuando empiecen
a suceder estas cosas, levantaos, alzad la cabeza; vuestra liberación está
cerca” (Lc 21,28).
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