no es un derecho absoluto
Luisella Scrosati
Brújula cotidiana,
15-11-2022
Volvemos a la
carga con las declaraciones que el Papa Francisco ha realizado de forma
improvisada, declaraciones que son una fuente constante de incomprensión o
descrédito, sobre todo para los sacerdotes y obispos. Pero esta vez,
dirigiéndose a los participantes en el curso para Rectores y Formadores de
Seminarios Latinoamericanos, se ha superado definitivamente a sí mismo haciendo
gala de una preocupante incontinencia verbal, no exenta de palabras de doble
sentido sinceramente inapropiadas y aún menos necesarias. Por ejemplo,
recomendando la cercanía del sacerdote a las almas, el Papa ha dicho: «Esto [el
estilo de Dios] debe ser contagioso, es decir, el sacerdote, el seminarista, el
cura debe ser "cercano". ¿Cercano a quién? ¿A las chicas de la
parroquia? Algunos de ellos lo son, son cercanos, y luego se acaban casando,
está bien. ¿Pero cercano a quién? ¿Cómo ser cercano?». Es desconcertante que un
Papa se dirija a los formadores del seminario, o a cualquiera, de esta manera.
Definitivamente hay que evitarlo.
Lo peor, sin
embargo, viene poco después, cuando Francisco llama “delincuente” al sacerdote
que niega la absolución, no sólo omitiendo las necesarias aclaraciones al
respecto, sino dejando claro que la absolución nunca puede ser negada o
aplazada. Vatican News informa:
«Para el Papa es un sufrimiento, de hecho, encontrarse con "personas que
vienen a llorar porque se han confesado y se les ha dicho todo. Si te confiesas
porque has hecho una, dos, diez mil cosas mal... ¡le das las gracias a Dios y
las perdonas!". Y "si la otra persona está avergonzada" no debes
azotarla. "No puedo absolverte, no puedo porque estás en pecado mortal,
tengo que pedirle permiso al obispo…". "¡Esto sucede, por favor!
¡Nuestro pueblo no puede estar en manos de delincuentes! Y un sacerdote que se
comporta así es un delincuente en toda regla, guste o menos"».
El pasaje clave
está en ese «no puedo absolverte» que, en cambio, el confesor puede y debe
decir en circunstancias muy concretas. Vamos a explicarlo bien.
El canon 978 § 1
recuerda al sacerdote «que, al escuchar las confesiones desempeña la función de
juez y de médico» y ha sido «constituido por Dios como ministro de la justicia y
de la misericordia divinas al mismo tiempo, para proveer al honor divino y a la
salvación de las almas».
Como se desprende
claramente del texto, el ministro del sacramento de la penitencia es ministro
de justicia, que ejerce en honor de Dios, y ministro de misericordia, para la
salvación de las almas. Ninguna autoridad en el cielo, en la tierra o bajo la
tierra tiene el poder de alterar lo que Dios ha establecido al asociar a su
ministro con Él, por la sencilla razón de que Dios es siempre justo y misericordioso.
Así, el ministro de Dios habilitado para recibir las confesiones de los
penitentes es siempre un ministro del Dios justo y misericordioso. Por eso,
tradicionalmente se dice que el confesor es a la vez juez y médico: juez porque
sopesa la gravedad de los pecados y los condena, porque juzga la integridad de
la confesión y las disposiciones del penitente; médico, porque debe hacer un
diagnóstico certero de la enfermedad del alma, indicar la medicina adecuada,
imponer una satisfacción que ayude a la curación, así como reparar la justicia
vulnerada.
Teniendo en cuenta
este fundamento que reconoce que el sacerdote debe proveer al honor de Dios y a
la salvación de las almas, el canon 980 establece que «si el confesor no
tiene dudas sobre las disposiciones del penitente y éste pide la absolución, no
se le debe negar ni posponer». Así, el confesor debe juzgar las
disposiciones del penitente, y en base a ellas decidir si da la absolución, o
si la difiere o la niega. El tenor del canon 980 indica claramente que dar la
absolución es la norma, y sólo si hay serias dudas sobre el arrepentimiento del
penitente -el signo más claro es la intención de no reiterar el pecado
confesado- no se puede dar la absolución. Por tanto, el mismo canon establece
que esto puede suceder y que corresponde al sacerdote emitir un juicio al
respecto, obviamente, no según su propia arbitrariedad, sino sobre la base de
la enseñanza del Magisterio, porque el confesor actúa igualmente como ministro
de Dios y ministro de la Iglesia, en la persona de Cristo y en nombre de la
Iglesia: «El confesor, como ministro de la Iglesia, al administrar el
sacramento debe atenerse fielmente a la doctrina del Magisterio y a las normas
dadas por la autoridad competente» (canon 978 § 2). Esto significa que el
sacerdote no puede actuar según criterios arbitrarios.
Más concretamente,
se distingue entre el aplazamiento de la absolución y la denegación. El
teólogo belga Arthur Vermeersch dio una formulación muy clara: neganda est
indisposito; dubie disposito differenda. Es decir, al que no está en absoluto
dispuesto hay que negarlo, mientras que al penitente cuya disposición interior
es dudosa hay que aplazarlo.
Pongamos un
ejemplo claro. Si una persona se confiesa exigiendo la absolución, y al mismo
tiempo reclama la legitimidad de seguir usando anticonceptivos, es
evidentemente una persona indispuesta y se le debe negar explícitamente la
absolución. Si, por el contrario, el penitente da muestras de arrepentimiento,
de comprensión de su propia conducta errónea al cometer el adulterio, pero aún
no encuentra el valor para poner fin a estas relaciones, el confesor pospone la
absolución a la espera de que el penitente, mediante una oración y una ascesis
más intensas, madure con determinación la intención de no volver a cometer el
adulterio. Atención: lo importante es la intención, no es que esta intención se
cumpla siempre de hecho. Está claro que tanto la denegación como el
aplazamiento de la absolución deben comunicarse con caridad, procurando siempre
mantener un canal abierto con el penitente, al menos en lo que respecta al
confesor.
También el canon
987, desplazando la atención del ministro al penitente, recuerda que «el fiel,
para recibir el saludable remedio del sacramento de la penitencia, debe estar
dispuesto de tal manera que, repudiando los pecados que ha cometido y teniendo
la intención de enmendarse, se convierta a Dios». En esencia, se recuerda el derecho de los fieles,
debidamente dispuestos, a recibir de sus pastores la ayuda de los sacramentos
(cf. canon 213); un derecho que la exhortación apostólica Reconciliatio et
Paenitentia define como «inviolable e inalienable, así como una necesidad del
alma» (§ 33). Pero este derecho está precisamente ligado a la disposición de
los fieles.
Ahora bien, en el
sacramento de la Penitencia corresponde al sacerdote juzgar estas debidas
disposiciones, especialmente la contrición, que, según explica el Concilio de
Trento, «es el dolor del alma y la reprobación del pecado cometido, acompañados
del propósito de no volver a pecar en el futuro. Este acto de contrición
siempre ha sido necesario para pedir la remisión de los pecados» (Denz. 1676).
Además, «esta contrición incluye no sólo el abandono del pecado, la intención y
el comienzo de una vida nueva, sino también el odio a la vida antigua». Si no
hay contrición, si no hay intención de enmendar la vida, si no se repudia la
conducta pecaminosa, la absolución debe ser denegada; e incluso si se
concediera, sería inválida.
¿Quién es,
entonces, el delincuente? ¿Quién es el que se equivoca, el que falla en su
deber, el que falla en su propósito, según el sentido etimológico del término
"delinquir"? ¿O quién, según el sentido más jurídico del término, va
contra la ley? ¿Es el que absuelve independientemente de la disposición del penitente
o el que absuelve, niega o aplaza en función de estas disposiciones?
La inversión es ya
total: ¿Es posible que un Papa llame delincuentes a los sacerdotes que cumplen
con su deber?
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