Homilía de Mons.
Héctor Aguer, en la Santa Misa de acción de gracias por el trigésimo
aniversario de su Ordenación episcopal. Basílica Nuestra Señora del Pilar,
Buenos Aires, miércoles 6 de abril de 2022
Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica, 08/04/22
Actualmente se
habla más bien de ordenación episcopal, en referencia al Sacramento del Orden
Sagrado, el sexto en la lista catequística de los sacramentos, que confiere
tres dignidades: diácono, presbítero, y obispo; las cuales se comunican
mediante la silenciosa imposición de manos, y la plegaria que es una invocación
al Espíritu Santo. El rito indicado en el Pontifical incluye tres elementos que
acompañan al gesto silencioso: en primer lugar, antes de la imposición de las
manos, el candidato debe acostarse de bruces y cuan largo es, en señal de
humildad y de súplica; entonces se cantan las Letanías de los Santos, para
invocar el auxilio de aquellos cristianos que ya obtuvieron la victoria. Es
como si el Cielo se precipitara a la tierra para recoger el humilde propósito
de quien va a ser consagrado. Luego, después de la imposición de manos que
realiza el celebrante principal, el que consagra, todos los obispos presentes
también reproducen en silencio el gesto que señala la incorporación del nuevo
obispo a la comunión de la fraternidad episcopal.
Sin embargo, no se debe olvidar el término
consagración, con su significado: a semejanza de Jesús, que fue consagrado y
enviado al mundo, el obispo es segregado y dedicado a Dios, quien lo toma para
sí. De ese modo, por esa acción sagrada, misteriosa, ese hombre se suma a la
cadena de la sucesión apostólica; podemos decir que mediante esa realidad
sobrenatural, el elegido es asimilado a uno de los Once. No a Pedro, el primero
de todos ellos que, según la fe católica, continúa viviendo en el Pontífice
Romano, a quien se llama por eso Sucesor de Pedro. Cualquier obispo, yo mismo,
podría actualizar la figura de Juan, de Santiago, de Andrés, o tal vez la de
Matías, que ganó aquella condición en un sorteo para completar el número de los
Doce, en lugar del innombrable Traidor (Entre paréntesis, muchas veces he
pensado en el otro candidato propuesto por la comunidad a pedido de Pedro: era
Jesús, llamado Barsabás, y apodado «el Justo». ¿Qué se habrá hecho de él?). El
sorteo se hizo según las costumbres de la época; el libro de los Hechos de los
Apóstoles señala que «se dieron suertes» (klērous) a los dos, y el klēros, el
«clero» cayó sobre Matías, quien fue sumado a los Once. De paso, notemos que
clero significa suerte. Precedió la oración, porque era Dios el que había de
señalar al elegido (Hch 1, 21-26).
La elección de Matías mediante un sorteo
puede evocar la importancia de las causas segundas en una promoción al
episcopado, las cuales son incluidas en los designios de la Providencia divina;
no habría que soslayar, por cierto, la fe, la recta intención y la plegaria.
El título de Sucesor de los Apóstoles, bien
considerado, hace temblar; por un lado –se me ocurre- nos asemejamos a aquellos
en su imperfección primera, que los Evangelios no disimulan; y, por otro, a
aquella gozosa comunión posterior con el Resucitado. El llamamiento al comienzo
era: «Vengan, que yo les haré pescadores de hombres» (Mt 4, 19); vengan detrás
de mí (opisō mou), es decir, «síganme»; ellos no podían sospechar, entonces,
que tal seguimiento llevaba a la Cruz. Luego, después de la Resurrección, bajo
la luz y el impulso del Espíritu Santo, la palabra del envío fue «vayan y
enseñen (mathēteusate; en latín, docete, Mt 28, 18), hagan discípulos en todo
el mundo». Jesús, a quien el Padre ha dado todo poder (exousía), estará siempre
con nosotros, todos los días (Mt 28, 20: pasas tas hēmeras). Es esta una
consoladora convicción que acompaña la diligente entrega del obispo al trabajo
pastoral. Un recaudo a tener en cuenta: una posible absorción de su persona por
las realidades de la sucesión apostólica, y la actividad correspondiente,
pueden hacerle relegar a un segundo plano la íntima y personalísima relación
con Cristo, que ha de vivirse en la fe, la adoración y una caridad (agápē)
ardiente; virtudes que realzan la personalidad, sostienen y otorgan pleno
sentido apostólico -es decir, de identificación con los Doce- a la acción
exterior, por más «pastoral» que a esta se la pretenda. La hondura de la misión
episcopal no suele, no puede, ser comprendida por la mayoría de los
periodistas, que exhiben el título de «especialistas en cuestiones religiosas».
Por desgracia, he experimentado esto muchas veces.
Indudablemente, del ejercicio pastoral
proceden legítimas satisfacciones, y aun la sensación del «éxito»; esta palabra
no es la más adecuada, por su carga mundana, pero acentúa lo que quiero
explicar. Por cierto, es un don de Dios la serena alegría que brota de la
percepción de los frutos en la vida de la Iglesia particular, que al obispo se
le ha encomendado presidir. En las Cartas de San Pablo se expresan con
frecuencia esos momentos dichosos que equilibran algo tantos otros oscuros y
dolientes. La referencia insoslayable es a la Pascua; y ésta implica siempre la
Cruz, y la Resurrección.
El fundamento de la vida del obispo, y de su
acción pastoral, consiste en la identificación con la esencia de la sucesión
apostólica; la atención debe ser puesta en la consagración del Espíritu Santo.
Él ha sido sacramentalmente –esto es: en el misterio- identificado con
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y con su sacrificio expiatorio, como lo
fueron los Doce. El término latino sacramentum traduce el griego mystērion. La
riqueza mayor de la condición episcopal consiste en vivir intensamente esa
realidad interior; aunque no muera mártir; todos los días ese hombre está
destinado a la Cruz. Debería adiestrarse en la adoración, la gratitud, el
propósito siempre renovado; San Pablo lo manifestó no pocas veces en sus
Cartas: sufrir con Cristo, a la vez rigurosa y gozosamente. Para él la vida, el
vivir, era Cristo, y no se gloriaba sino en la Cruz de Cristo, cuyas heridas
(stígmata, Gál 6, 17) llevaba grabadas en su carne.
La consagración del obispo lo habilita para
presidir la Eucaristía en situación de excelencia respecto del presbítero.
Además indica que es responsable del cuidado, de la custodia de la Sagrada
Liturgia, para que reluzcan en ella la exactitud, la solemnidad y la belleza.
En el gesto del obispo que pronuncia las palabras de la transustanciación, el
cambio del pan en el Cuerpo del Señor, y del vino en su Sangre, la
representación de la Cena y de la Cruz adquieren la máxima originalidad; y
constituyen una profecía de la transustanciación del mundo, a cuyo servicio se
empeña la sucesión apostólica.
Cualquiera de ustedes podría preguntarme: ¿El
4 de abril de treinta años atrás, abrazó usted conscientemente esa realidad que
acaba de exponer? Puedo decir que viví con intensidad lo que se realizaba en
mí, y con el asombro de encontrarme en esa circunstancia, y aun que lo he
percibido implícitamente. Pero al cabo de tres décadas de ejercicio de la
misión episcopal, con recta intención, y deseo de agradar al Señor, puedo
reconocer ahora la verdad teológica que se encierra en el concepto de sucesión
apostólica. No se me oculta que me encuentro todavía lejos de vivir en plenitud
esa dimensión espiritual –mística, digamos-; realización vital de aquella
verdad teológica.
El calendario litúrgico señala el 4 de abril
como Memoria de San Isidoro de Sevilla, quien en su libro de las Sentencias
escribió que «todo progreso procede de la lectura y la meditación». Según este
Padre de la Iglesia, la lectura de la Biblia confiere un don que es doble:
instruye la inteligencia del alma y conduce al amor de Dios, a la vez que
aparta al hombre de las vanidades del mundo; la gracia hace que «la doctrina
que llena los oídos descienda al corazón». Estos propósitos se encuentran en el
pasaje de las Sentencias isidorianas asumido en el Oficio de Lectura, que
integra la Liturgia de las Horas de este día. Aquí también se registra la
dialéctica entre interior y exterior. El texto me ha hecho cavilar nuevamente
acerca de las numerosas ocasiones en que he permanecido en lo exterior del
ministerio –en el oído, digamos-, en lo que es más fácil y grato, cuando la
fuerza y la auténtica eficacia proceden misteriosamente de la realidad
interior, del corazón al que ha descendido la Palabra de Dios. ¿Acaso importa
más el juicio de los hombres que el Juicio de Dios?
Junto al gozo y la gratitud corresponde
también hoy pedir perdón, por todo y a todos; singularmente a aquellos a
quienes pude haber ofendido o perjudicado. Me permito exponer estos
sentimientos citando un pasaje de Los hermanos Karamázov, la obra maestra de
Fiódor Dostoyevski. El stárets Zósima, padre espiritual de Aliosha, el menor de
los Karamázov, contó el caso de un hermano suyo, Markel, muerto de tisis a los
17 años, después de una conversión en virtud de la cual descubrió el misterio
del pecado y del perdón. Así confesaba el joven: «Madrecita… has de saber que
en verdad una persona es culpable ante todos, por todo y de todo… Yo deseo ser
culpable ante ellos», incluso «ante los pájaros del buen Dios»… «Que sea yo pecador
ante todos; en cambio todos me perdonarán, y eso es el paraíso. ¿Acaso no estoy
ahora en el paraíso?» No es preciso aplicar a estos dichos de una novela, de la
segunda mitad del siglo XIX, una lupa teológica. Creo, sin duda, que enuncian
una verdad ortodoxa, por verdadera y por rusa; es una verdad católica: el
pecado mancilla la creación, la degrada, pero el arrepentimiento y el perdón la
recrean, la restauran, ponen las cosas en su lugar. Análogamente vale lo dicho
para la Iglesia y los hombres de Iglesia. Reconozco que debo pedir perdón por
muchas faltas, de acción y omisión. ¡Qué distinto sería, habría sido todo, si
yo fuera santo!
Me he extendido excesivamente; concluyo. Last
but not least, no puedo omitir el papel de la Santísima Virgen María en mi vida
episcopal. Estoy aferrado a su Rosario. Puedo resumir lo que he recibido de
Ella haciendo referencia a los dos modelos de la iconografía oriental que
suscitan mi devoción, y que me gustan especialmente. Ella es la Hodigitria, la
que señala el Camino. Con su brazo izquierdo sostiene al Niño, y con su mano
derecha lo muestra; en efecto, Ella ahora nos indica a Cristo como Aquel a
quien debemos seguir, así como nos los mostrará dichosamente «después de este
destierro», según lo pedimos al rezar la Salve. El otro modelo es la Eléusa, la
Madre de la misericordia y la ternura, que estrecha a Jesús contra su mejilla.
De ese modo, María, con su cercanía y su cariño alivia nuestros pesares, y nos
consuela en los momentos difíciles.
Tengo otro punto mariano de referencia,
imposible de olvidar: la pequeña Virgen de Luján, que está allá junto al río
desde el siglo XVII, desde el episodio que aquella gente, gente de fe,
interpretó como un milagro. Ella no ha dejado mensajes, nunca ha dicho nada, no
dice nada. Está allí para que la miremos; no dice nada con palabras, pero
ciertamente habla al corazón.
+ Héctor Aguer
Arzobispo emérito
de La Plata
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