Ecclesia, 29-5-18
La misión de la Iglesia es evangelizar. Y el baremo,
la medida y la fecundidad de la evangelización –que es siempre obra y don de
Dios- pasa por la autenticidad, credibilidad y coherencia de los servidores de
la Iglesia, de los evangelizadores, quienes, solo evangelizan de veras siendo
ellos mismos, y en primera persona, evangelizados. La evangelización es para
insertarnos en el plan salvífico de Dios y para contribuir a la llegada de su
Reino. De este modo, evangelización y santidad son realidades no solo
estrechamente unidas, sino inseparables. Y así nos lo acaba de glosar el Papa
Francisco, en su hermosa exhortación apostólica Gaudete et exsultate (ecclesia,
número 3.932, páginas 21 a 40).
Refrescamos ahora estas ideas a propósito de las canonizaciones, anunciadas
para el domingo 14 de octubre, del Papa Pablo VI y del arzobispo Óscar Romero.
¿Y qué interpelaciones nos ofrecen estas nuevas canonizaciones, a las que se
sumarán otras cuatro, entre ellas la de una española? En primer lugar, recordar que la vocación cristiana a la
santidad es algo neurálgico, esencial, vital para todos los bautizados. Y en
este camino, en esta tarea, los santos, como reza la liturgia, nos ofrecen un
“testimonio admirable”, “nos estimulan con su ejemplo y nos ayudan con su
intercesión”. Además, mediante ellos, Dios “fecunda sin cesar a su Iglesia, con
vitalidad siempre nueva”.
En segundo lugar, la santidad oficialmente reconocida
por la Iglesia –al igual que la de la multitud inmensa de todos los santos, de
todos los bienaventurados- redunda en la
gloria de Dios y sirve al bien de los demás. Una canonización es alabanza al Dios
tres veces santo y fuente de la santidad. Es testimonio de que Dios, el Dios de
los cristianos, existe y es amor, bondad, belleza y santidad. Es un
reconocimiento al ejemplo de las vidas de los canonizados. Y, a su vez, un testimonio de que hombres y
mujeres, por gracia de Dios y por fidelidad a Él, han sabido transmitir en y
con sus vidas rayos, reflejos y atisbos de la grandeza, belleza y la bondad de
Dios, quien así, además, sigue dándonos “pruebas evidentes de su amor”.
En tercer lugar, aun cuando toda canonización es
personal e intransferible y solo a la persona declarada santa es a quien se
debe venerar e imitar, también, por el
citado valor ejemplarizante de la santidad, el periodo histórico en que
esta persona fraguó y granó su vocación cristiana queda iluminado. En este
sentido, resultan más que significativas dos evidencias. La primera es el hecho
de que dos coetáneos –y contemporáneos nuestros-, Pablo VI y Romero, cuyas
muertes apenas distan veinte meses, sean canonizados y lo vayan a ser en una
misma celebración. Sus vidas y sus ministerios eclesiales encuentran en el
Concilio Vaticano II y en el primer postconcilio un obvio punto de unión y una
inexcusable y gozosa referencia. Su canonización de ahora no “canoniza”, como
es también evidente y queda explicado, a aquella época, pero sí nos muestra
cómo fue vivida de manera ejemplar y heroica por dos de sus mejores testigos y
principales protagonistas.
Y si a ello añadimos el hecho de que también son
santos el Papa que convocó el Vaticano II (san Juan XXIII) y el que guió su
segunda aplicación (san Juan Pablo II), nos encontraremos con la certidumbre de
que Dios quiso servirse de estas personas –también de otras- para hacernos
entender su asistencia y su voluntad sobre el decurso y las modalidades y las
apuestas concretas del servicio de la Iglesia a la humanidad. De cómo, sí, el Vaticano II fue un extraordinario don. Y
de cómo, en la pluralidad sinfónica de estas vidas cristianas y de sus
distintas y admirables respuestas
personales a la santidad, con toda su hermosa y enriquecedora variedad de
matices y de acentos, hallaremos luz y sendero para los retos de la misión
evangelizadora de la hora presente.
Así, pues, ¿cómo afrontar hoy la misión evangelizadora
en medio de una sociedad descreída, desigual e injusta, “magnífica y
atormentada”, que dijera el Concilio? No con ideologías o banderías, sino
mediante la santidad. Santidad que sigue siendo, desde el amor y la centralidad
de Jesucristo y desde la escucha a los signos de los tiempos, amar y servir
apasionadamente a la Iglesia y a la entera humanidad, sobre todo a la más
necesitada y preterida.
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