De los Papas del último siglo tres son santos (Pío X,
Juan XXIII y Juan Pablo II), un beato (Pablo VI) y otro (Pío XII), al igual que
ya Juan Pablo I, venerable
Jesús de las Heras Muela
Ecclesia, 17-11-17
El jueves 9 de noviembre se dio a conocer que el Papa
Francisco ha autorizado la promulgación del decreto de virtudes de heroicas de
Albino Luciani, el Papa Juan Pablo I. Esto significa que el Pontífice está
mucho más cerca de la beatificación y que el proceso, que se iniciara en 2003,
va por buen camino. De momento, la Iglesia ya reconoce la ejemplaridad de su
vida y ya es venerable.
Al mismo tiempo se han conocido más datos sobre su la
repentina muerte de quien tan solo estuvo 33 días (del sábado 26 de agosto al
jueves 28 de septiembre de 1978) al frente de la Iglesia. Mucho se especuló
sobre tan breve pontificado y las causas de la muerte de Juan Pablo I que ahora
se han esclarecido gracias a la investigación de la periodista Stefania
Falasca, vicepostuladora de la causa de canonización. En su libro “Papa
Luciani, crónica de una muerte”, Falasca asegura que Juan Pablo I no murió
asesinado, sino que falleció por un ataque al corazón.
Así se desprende de la documentación clínica a la que
tuvo acceso la vicepostuladora y de la entrevista que realizó a sor Margherita,
una de las religiosas que atendía al Pontífice. La monja asegura que, poco
antes de cenar por última vez, Luciani sufrió una indisposición física a la que
no dio importancia, pero que resultó determinante para su muerte. Desmiente,
además, que el Pontífice estuviera agitado o preocupado por su responsabilidad.
Parece ser que Luciani sufrió un dolor en el pecho que remitió y no se
consideró de gravedad, mientras estaba sentado y preparado para rezar con el
padre Magee, uno de sus secretarios.
Según el informe al que tuvo acceso Falasca, ese
malestar fue el preludio del ataque al corazón que el Papa de la sonrisa
sufriría esa misma noche. Entre la documentación que también adjunta el libro
de la vicepostuladora se encuentra un registro clínico de 1975 en el que indica
que Albino Luciani padeció una patología cardiovascular resuelta.
Una calurosa tarde del estío de 1978
En torno a las siete de la tarde del sábado 26 de
agosto de 1978, el cónclave reunido tras la muerte, veinte días antes del Papa
Pablo VI, elegía nuevo Obispo de Roma y Pastor Supremo de la Iglesia católica a
un desconocido y humilde obispo del norte de Italia: el cardenal Albino
Luciani, patriarca de Venecia desde 1969. Tenía 65 años de edad.
Su elección pontificia fue necesariamente fácil y sencilla, pues resultó elegido en
apenas veinticuatro horas, en la tercera sesión de escrutinios. Su nombre, no
obstante, apenas aparecía en la “rosa de los papables” de los grandes medios de
comunicación social. Su perfil era el de un discreto y humilde pastor, el de un
gran párroco y mejor catequista, sin que –excepto en Italia y entre los
cardenales, naturalmente- su nombre hubiera contado en las jornadas previas al
cónclave.
El Papa de las sorpresas
No fue, con todo, esta la primera sorpresa de aquel
verano de 1978. La segunda sorpresa vino con la elección del nombre con que iba
a sentarse en la Cátedra de San Pedro y calzar las sandalias del Pescador: Juan
Pablo I, el primer nombre compuesto en la historia del pontificado romano. Un
nombre lleno, eso sí, de sabiduría: aunar los legados del Papa Juan XXIII y su
sabiduría del corazón y el del Papa Pablo VI y su sabiduría de la inteligencia,
como el mismo Luciani desveló nada más ser elegido Sumo Pontífice.
La tercera sorpresa empezó a llegar, a la par que con
la sonrisa que ha pasado a la historia, en cuanto comenzó a hablar, en cuanto
empezó a mostrarse. Era, en efecto, un Papa sencillo, humilde, del pueblo; un
Papa catequeta, que hablaba también de los gondoleros, de Pinocho, de Dickens,
de Mark Twain, de Fígaro, de Marconi… Era el Papa que ofrecía “migajas” de la
mejor catequesis y que destilaba el inconfundible aroma de la frescura
evangélica, de la verdad desde la sencillez, del amor desde la humildad.
Su mismo curriculumn vitae lo presentaba como un
eclesiástico de provincias, bien preparado, curtido en la pastoral y en el
gobierno, con alguna escasa experiencia internacional, bien valorado y querido
por sus hermanos obispos de Italia y, sobre todo, por sus fieles. Pero ¿iba a
ser, como Juan XXIII, el párroco del mundo o la cruz se iba a instalar en su
ministerio hasta nublar su sonrisa, como aconteciera con Pablo VI? Tiempo a
tiempo –pensábamos-. mientras él que mismo decía de sí era como un pobre
gorrión que, en la última rama del árbol, no hace más que piar, diciendo algún
que otro pensamiento sobre temas complejísimo… Y así, en medio de la acogida
entusiasta, comenzaban a su discurrir sus primeros… y últimos días.
Y es que la mayor de las sorpresas nos la deparó Juan
Pablo I tan solo treinta y tres días después de su llegada: en la noche del
jueves 28 de septiembre fallecía de fulminante ataque de corazón. Después se
supo que su salud era muy precaria, aun cuando tanto y tan innecesariamente se
ha fabulado sobre su muerte.
Cuando a primera hora del viernes 29 de septiembre de
1978 se supo su muerte, la catolicidad y el mundo entero quedaron consternados.
En un mes Juan Pablo I había llegado al corazón de la humanidad, su sonrisa
había llenado de esperanza a tantos. Y su muerte era un mazazo doloroso, un
acontecimiento imprevisto e imprevisible, un indescifrable y alertador signo.
En los Dolomitas
Albino Luciani nació en Forno di Canale (en la
actualidad, Canale D´Agordo) el 17 de octubre de 1912. Ese mismo día, por
peligro inminente de muerte, fue bautizado por la asistente sanitaria de su
alumbramiento. Dos días después, recibió en la parroquia el resto de los ritos
bautismales. La tierra de Luciani se halla en la región italiana del Véneto, en
Belluno, muy cerca de la cadena montañosa de los Dolomitas.
Inició sus estudios a los seis años. El 26 de
septiembre de 1919 recibió el sacramento de la confirmación. En 1923 ingresa en
el seminario menor de Feltre y cinco años después en el seminario mayor de
Belluno. El 2 de febrero de 1935 fue ordenado diácono y el 7 de julio de aquel
mismo año fue ordenado sacerdote.
Los dos primeros años de su ministerio sacerdotal los
pasó en Belluno y en Canale D´Agordo, dedicado a la pastoral parroquial y a la
enseñanza, mientras que en los diez años siguientes fue formador y profesor del
seminario de Belluno a la par que estudia Teología en la Pontificia Universidad
Gregoriana de Roma. “El origen del alma humana en la teología de Antonio
Rosmini” fue el título de su tesis doctoral, defendida el 27 de febrero de 1947
y publicada tres años más tarde. Entre 1947 y 1958, sirvió en la curia
diocesana de Belluno, en los más destacados cargos, es canónigo de la catedral
y director del secretariado de Catequesis, y publicó su primer libro:
“Catequesis en migajas”.
Obispo también en el Véneto
El 15 de diciembre de 1958 fue nombrado obispo por el
Papa Juan XXIII, quien personalmente le confiere el orden episcopal en la
basílica romana de San Juan de Letrán doce días después. Durante once años
fue obispo de la diócesis de Vittorio
Veneto. Son años de visitas pastorales, de participación en el Concilio
Vaticano II y del primero de sus viajes internacionales con destino a la misión
diocesana de Vittorio Veneto en Burundi.
El Papa Pablo VI lo trasladó a Venecia, capital,
capital del Véneto. El nombramiento para Luciani de la sede patriarcal de San
Marcos se hizo público el 15 de diciembre de 1969. Durante nueve años fue el
pastor de la histórica diócesis y de la
romántica ciudad de los canales y de las góndolas sobre el Adriático,
que antes habían ocupado, ya en el siglo XX, Giuseppe Sarto y Angelo Giuseppe
Roncali, posteriormente los respectivos Papas Pío X y Juan XXIII. También la
visita pastoral fue una de sus principales ocupaciones.
De 1972 a 1975 fue vicepresidente de la Conferencia
Episcopal Italiana, por votación de sus miembros. Realizó asimismo viajes a
Suiza, Alemania, Yugoslavia y Brasil y participó en las Asambleas Generales
Ordinarias del Sínodo de los Obispos de 1971, 1974 y 1977, dedicadas
respectivamente al ministerio sacerdotal y la justicia en el mundo, la
evangelización y la catequesis.
El 16 de septiembre de 1972 el Papa Pablo VI realizó
una visita apostólica a Venecia. En plena de plaza de San Marcos, abarrotada de
fieles, el Papa Montini se quitó su estola pontificia y se la colocó al
patriarca Luciani, en un premonitorio gesto de amistad y confianza. Meses
después –el 5 de marzo de 1973- fue creado cardenal, con el título presbiteral
de la céntrica iglesia romana de San Marcos, frente al Capitolio. En enero de
1976, publicó su libro “Ilustrísimos señores”, una deliciosa colección de
cartas dirigidas a personajes históricos y de ficción, que alcanzaría gran
difusión internacional tras su elección papal.
El 10 de agosto de 1978, tras la muerte cuatro días
antes de Pablo VI, viajó a Roma para los funerales del Papa y posterior
cónclave. Ya no regresaría jamás a Venecia ni a su Belluno natal. Ya no saldría
de Roma: el 26 de agosto es elegido Papa, el 3 de septiembre es la celebración
oficial del comienzo de su ministerio apostólico petrino y en la noche del 28
al 29 de septiembre, fallece de repente.
Su memoria y su legado
Con un pontificado tan efímero e inédito, su figura
es, sobre todo, la de un símbolo, la de un estilo, la de una profecía. Juan
Pablo I fue el Papa de la sonrisa para una Iglesia y un mundo que necesitaban
de ella. Juan Pablo I fue el Papa de la sencillez evangélica: el primer Papa
contemporáneo en abandonar, por ejemplo, el “nos” mayestático, la silla
gestatoria y la tiara (Pablo VI fue coronado, pero donó la corona a los pobres
del mundo).
Fue el Papa catequista, concreto, sencillo, directo al
corazón. Fue, por todo ello, Papa de esperanza y el Papa que cedió el paso
–quizás misterio y prodigioso signo de la Providencia- a su sucesor, Juan Pablo
II el Magno, el Papa quien, de alguna manera y de tantos modos, “revolucionó” y
modernizó definitivamente el pontificado romano.
Pedro apenas, Juan Pablo I, Papa de la verdad desde la
sencillez, del amor desde la humildad y de la frescura auténticamente cristiana
en migajas, nos legó el buen e
inconfundible olor y sabor del Evangelio.
Y no obstante a su fugacidad, se suma así y por todo lo anterior a la
magnífica pléyade de extraordinarios y santos Papas que han regido nuestra
Iglesia en los últimos ciento ochenta años. Y con su sonrisa, tímida, humilde
–“Humilitas”- era la única y elocuente frase de su lema episcopal y pontificio-
y luminosa, sigue acogiendo y bendiciendo a la Iglesia y a la humanidad
enteras.
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