Conspiracionismo 1
Infocaotica, 13
de noviembre de 2017
En esta entrada, y en otras posteriores, trataremos
desde una perspectiva teológica sobre los errores más frecuentes en el
«conspiracionismo».
I. Maniqueísmo.
El primer error subyacente es el maniqueísmo. Es un
sistema complejo, integrado por elementos doctrinales heterogéneos, ensamblados
de modo sincrético. Hay dos puntos que deben mencionarse:
1) Dualismo radical.
«El principio fundamental del Maniqueísmo es el
dualismo entre el espíritu y la materia, entre la luz y las tinieblas, entre el
bien y el mal. El principio del bien es Dios identificado con la luz: el
principio del mal es la materia identificada por el pueblo con el diablo
(Satanás)» (Parente).
Es de fe que el mundo y todas las cosas que en él se
contienen, espirituales y materiales, han sido producidas por Dios de la nada
en la totalidad de su sustancia. El diablo y los otros demonios, son creaturas;
ángeles creados buenos por Dios, que se hicieron malos por su propia culpa.
2) Igualdad de los co-principios.
En el sistema maniqueo desde toda la eternidad hay dos
principios supremos de igual orden y dignidad: el principio de la luz (el Bien)
y el de las tinieblas (el Mal). Ambos principios se hallan en una situación de
antítesis irreconciliable. Cada uno tiene su propio imperio: el imperio de la
luz al Padre de la Grandeza y el reino del mal al Príncipe de las tinieblas.
Entre los dos principios y sus respectivos reinos se entabla una guerra, en la
que el reino de las tinieblas trata de destruir al de la luz.
El «conspiracionismo» no suele igualar formalmente a
Dios con el demonio, lo cual sería un error demasiado grosero, pero sí
atribuirle unos «super-poderes» que exceden los límites puestos por Dios a la
naturaleza y obrar diabólicos. Para dar peso esta tesis errónea, se apoya en la
expresión bíblica «príncipe de este mundo» (cfr. Jn 12, 31). Pero la palabra
mundo no significa aquí ni el cosmos, ni la humanidad, sino «el conjunto de los
hombres que rechazan someterse a Dios». Con palabras del Angélico: «Al Diablo
se le llama “Príncipe de este mundo” en razón no de una dominación natural
legítima, sino a causa de la usurpación de poder, en el sentido de que los
hombres carnales han despreciado a Dios para someterse al Diablo» (Comentario
al Evangelio de San Juan, ad 12, 31). La palabra príncipe se debe tomar, por
tanto, no en sentido propio, como si se tratase de una autoridad, sino en
sentido figurado.
Esta demonología maniquea es inconciliable con la omnipotencia
y la perfección divinas. El demonio es un creatura y su obrar sólo es posible
dentro de los límites que le fija Dios. No puede hacer nada que Dios no le
permita. Dios se sirve de su malicia, perfectamente controlada, para poner a
prueba a los hombres y para darles de este modo la ocasión de purificarse y de
elevarse espiritualmente. Así, los ángeles rebeldes se convierten a pesar suyo
en los servidores del Señor. Además, el gobierno de Dios tiene designios
misteriosos que no se nos han revelado y que resulta temerario atribuir a
causas preternaturales. Por último, la demonología maniquea implica una
negación de la exclusiva Realeza de Cristo sobre toda la humanidad y el cosmos.
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Conspiracionismo 2
Infocaotica, 17 de noviembre de 2017
II. Determinismo pesimista.
Hay libertad física (libre de vínculos físicos, como
las cadenas), moral (ante vínculos morales, como las leyes) y de la voluntad
(libre albedrío) de la que aquí hablamos y que es el poder que tiene la
voluntad para elegir ante una alternativa. Mientras la materia obedece
necesariamente las leyes físico-químicas, y los animales siguen
irresistiblemente sus instintos, el hombre es dueño de sus decisiones. Luego,
sólo el hombre es un ser moral responsable de sus actos.
Los determinismos suprimen el libre albedrío. El
hombre no es dueño de sus decisiones porque algo lo impulsa a obrar
necesariamente en algún sentido. Para los maniqueos, hay dos principios eternos e irreductibles, uno
bueno y el otro malo, y de ambos se derivan una serie de emanaciones que se
entremezclan en el mundo y en el hombre. La acción de estos principios suprime
el libre albedrío y, por tanto, la responsabilidad.
El «conspiracionismo» suele agregar al determinismo un
sesgo pesimista: no sólo la humanidad (o una parte de ella) carecería de libre
albedrío, sino que estaría determinada a obrar el mal, manipulada por los
oscuros poderes que conforman la «gran conspiración». Al igual que los protestantes, Bayo y Jansenio, desde
el «conspiracionismo» se supone que el libre albedrío habría sido totalmente
extinguido, de suerte que la voluntad humana estaría incapacitada para
cualquier acción buena que se desvíe del plan trazado por los conspiradores.
En el marco de este pesimismo antropológico, los
«conspiracionistas» suelen negar o poner en duda verdades católicas bien
establecidas por la Iglesia sobre las capacidades de la naturaleza humana
(herida, pero no destruida), tanto en el orden especulativo como en el
práctico, firmemente defendidas por el Vaticano I (una explicación: aquí, n.
200.3) y también sobre el importante papel de la gracia actual en el obrar moral que conduce a la
justificación.
La existencia de la libertad humana, la capacidad
ética de la naturaleza caída y la gracia actual, son factores de incertidumbre
que destruyen el fatalismo pesimista de una «conspiración infalible». El ser
humano, incluso el pecador más endurecido, no es una marioneta que actúa
indefectiblemente mal.
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Conspiracionismo 3
Infocaotica, 23
de noviembre de 2017
III. Errores sobre la Providencia.
Dios, que todo lo creó, con su Providencia lo conserva
y gobierna. Las criaturas no tienen su causa en sí mismas, sino que tienen
siempre su causa en Dios, del que reciben constantemente el ser y el obrar. Sin
esta acción conservadora y providente, las criaturas «volverían en seguida a
recaer en la nada» (Catecismo Romano I, 1, 21). Dios actúa en las obras de sus
criaturas. Él es la causa primera que opera en y por las causas segundas. Ahora
mismo, Él concurre a la acción de quien esto lee.
La Providencia divina es el gobierno de Dios sobre la
creación, es la ejecución en el tiempo del plan eterno de Dios sobre el mundo.
Ningún suceso, grande o pequeño, bueno o malo, sorprende el conocimiento de
Dios o contraría realmente su voluntad. En este sentido, todo cuanto sucede
es providencial. Pensar que la criatura pueda hacer algo que se le imponga a
Dios, aunque éste no lo quiera, es algo simplemente ridículo. Dios es
omnipotente. La creación nunca se le va de las manos, en ninguna de sus partes.
La armonía del orden cósmico es la manifestación
primera de la Providencia de Dios (S. Th I, 2, 3). Pero toda la historia humana
es providencial, la de los pueblos y la de cada hombre. «Sabemos que Dios hace
concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28). La
historia podrá parecer muchas veces «un cuento absurdo contado por un loco»,
pero todo tiene un sentido profundo; nada escapa al gobierno providente de
Dios, lleno de inteligencia y bondad. Esta es sin duda una de las principales
revelaciones de la Sagrada Escritura. La historia de José, vendido por sus
hermanos como esclavo a unos madianitas, y la de Jesús, son ejemplos de la
infalible Providencia divina.
La Providencia de Dios -que se cumple en José y en
Jesús- se cumple infaliblemente en todos y cada uno de los hombres. La
Providencia es infalible precisamente porque es universal: nada hay en la creación
que pueda desconcertar los planes de Dios. A Cristo Rey le ha sido dado todo
poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18) y él tiene sin duda un dominio
absoluto sobre todo cuanto sucede en el mundo, grande o pequeño. No hay para él
sucesos fortuitos.
La presencia del mal en el mundo, no es obstáculo a la
Providencia divina. Todo lo que sucede es voluntad de Dios, positiva o
permisiva. También el pecado de los hombres realiza indirectamente la
Providencia de Dios. La muerte de Cristo -producida por causas segundas
contingentes- se produjo «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch
2, 23). Y los judíos, que «no reconocieron a Jesús, al condenarlo, cumplieron
las profecías» (13, 27).
La voluntad antecedente de Dios que todos seamos
santos no siempre se realiza, pues no es una voluntad absoluta, sino
condicionada: Dios quiere la santidad de cada hombre, si no se opone a ello un
bien mayor, por él mismo querido. Pero la voluntad consecuente de Dios versa,
en cambio, sobre lo que él quiere en concreto, aquí y ahora; y esta voluntad es
absolutamente eficaz e infalible. Esta tradicional distinción teológica, lo
mismo que otras consideraciones especulativas, puede ayudar un poco a explicar
el misterio; pero la Providencia divina siempre será para el hombre un gran
misterio.
En todo caso, la fe nos enseña ciertamente que el
Señor gobierna a sus criaturas con una Providencia infinitamente amorosa y
eficaz. Toda nuestra historia personal o social, salud o enfermedad, victoria o
derrota, encuentro o alejamiento, todo está regido providentemente por un Dios
que nos ama, y que todo lo domina como «Señor del cielo y de la tierra». Ni
siquiera el mal, el pecado del hombre, altera la Providencia divina,
desconcertándola. Del mayor mal de la historia humana, que es la cruz, saca
Dios el mayor bien para todos los hombres. Por eso la rebeldía de los hombres
contra el Señor es inútil y ridícula.
El hombre ignora los designios concretos de la
Providencia: son para él un abismo insondable de sabiduría y amor (Rm 11,33-34).
Muchas veces los pensamientos y caminos de Dios no coinciden con los
pensamientos y caminos del hombre (Is 55,6). Por eso en este mundo el creyente
camina en fe oscura y esperanza cierta, confiándose plenamente a la Providencia
divina, como supieron hacerlo nuestros antecesores en la fe (Heb 11).
Sabemos por la fe que hasta los males aparentemente
más absurdos y lamentables no son sino pruebas providenciales que el Señor
dispone para nuestro bien. Así nos purifica del pecado con penas medicinales;
así hace que nuestras virtudes crezcan.
Pero el «conspiracionismo» suele malentender o errar
acerca de estas verdades de fe.
En primer lugar, atribuye a la «gran conspiración» una
potencia superior a la que es propia de causas segundas. Así la «gran
conspiración» sería una causa segunda cuasi-divina, que pretende disputarle a
Dios la causalidad primera del obrar creado o interferir en ella.
Otro error frecuente es concebir un Dios distante de
la creación, que no se entromete en el gobierno del mundo, ni en lo pequeño ni
en lo grande, sino que lo abandona en manos de la «gran conspiración». En
este aspecto, las teorías conspirativas se asemejan al ideario de la Masonería.
Un tercer error está en cierta incapacidad para
comprender el papel del mal en el mundo. Para la Providencia divina no hay
sucesos fortuitos. Enseña Santo Tomás que Dios permite el mal «para que no sean
impedidos mayores bienes o para evitar males peores» (S. Th. II-II, q. 10, a.
11) y sabe perfectamente cuál es el bien mayor que saca o el mal mayor que
evita. Pero no ha revelado por qué permite ciertos males concretos,
históricamente determinados. Sin embargo, el «conspiracionismo» pretende dar
una explicación cierta de lo que Dios ha querido dejar velado en el misterio.
Por último, mientras el creyente camina con esperanza
cierta, confiando plenamente en Dios providente, el «conspiracionismo»
siembra desesperanza, desconfía de la Providencia en el gobierno del mundo y de
la Iglesia. Y en este aspecto implica un «quietismo» paralizante: si la conspiración
es algo tan grande, tan poderoso; los creyentes deben sufrir pasivamente los
males, sin combatirlos por la oración y el apostolado.
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