miércoles, 15 de febrero de 2017

Vivir la fe hoy


Reflexión de monseñor Sergio Oscar Buenanueva, obispo de San Francisco
 (13 de febrero de 2016) 

¿Cómo podemos vivir nuestra condición cristiana en una sociedad que parece no inspirarse en el Evangelio para organizar su vida, sus valores y sus leyes? 

Esta pregunta se vuelve cada día más incisiva, sobre todo en sociedades -como la argentina- que alguna vez se sintieron fuertemente identificadas con la fe cristiana y la tradición católica, y hoy viven procesos también fuertes de secularización o que, en algunos casos, se conciben incluso como poscristianas. 

Lo primero que tendríamos que hacer es matizar un poco los términos de la pregunta. No plantear esta cuestión en blanco y negro. Ya nos enseñó Jesús que el trigo crece con la cizaña, y que no hay que apresurarse en la cosecha, pues corremos el riesgo de cortar uno y otra. O, como dice el dicho: “no tirar el niño con el agua sucia”. 

Lo más seguro es que, junto con innegables síntomas de alejamiento del Evangelio, podamos reconocer, aquí y allá, rastros más o menos significativos del humanismo cristiano. En definitiva, la siembra evangélica nunca queda absolutamente infecunda, entre otras cosas, porque el Espíritu Santo sigue obrando en lo profundo de los corazones y el ser humano, incluso si herido por el pecado, no deja de ser imagen de su Creador. 

El pecado nunca ha tenido la última palabra en la historia humana. Junto a expresiones aberrantes del poder del mal, el bien (que proviene del “Sumo Bien”) está presente en el ser humano y se las arregla, potenciado por la gracia de Dios, para elevar, ennoblecer y salvar la condición humana. Dios quiere que el hombre se salve, enseña San Pablo (cf. 1 Tim 2,4). Y su voluntad de salvación es mucho más que un deseo piadoso. 

Los ojos de la fe son sagaces: saben percibir y secundar, en medio de la oscuridad más espesa, la acción discreta, silenciosa pero siempre eficaz del Espíritu Santo que trabaja, precisamente, para que el hombre sea libre, con la libertad de Cristo. 

Por eso, los cristianos, con mayor o menor eficacia, siempre han tenido que huir de dos fuertes tentaciones: la condena en bloque del orden vigente al que se juzga radicalmente malo y perdido, con el consiguiente movimiento de fuga y clausura sobre sí mismos, por una parte; pero, por otra, la sacralización de un determinado orden cultural, político o social, con la ilusoria sensación de haber llegado a la meta del Reino o, con no rara frecuencia, legitimando diversas formas de autoritarismo. 

En uno y otro caso, se yerra al considerar la visibilidad pública de la fe como un poder en colisión con los otros poderes mundanos. Y, si de poder se trata, las relaciones solo pueden concebirse como dominación o claudicación. El paradigma es el antagonismo: un poder junto a otro, en pugna por dominar políticamente la situación. La Iglesia -enseñaba sabiamente Benedicto XVI- no puede entenderse a sí misma como “poder” y, por tanto, imponer su visión de la vida con las armas y la lógica de la coerción política (cf. Deus caritas est 28). 

Es aquí que vale recordar que el Evangelio camina por otros senderos: no dominar ni ser servidos, sino servir y entregar la vida. A Dios lo que es de Dios, y al César, lo del César (cf. Mc 10,45 y Mt 22,21). Como dijera también en su momento Benedicto XVI, el principio de la laicidad que distingue la esfera política de la eclesiástica, tan defendido por la cultura secular, ha sido asumido por la doctrina social de la Iglesia como expresión legítima de la visibilidad de la fe en sus complejas relaciones con el mundo. 

De ahí que, la actitud cristiana, se juegue en dos campos complementarios: en primer lugar, una aceptación realista del carácter incompleto y perfectible de todo ordenamiento social, jurídico y cultural humano. Y, en segundo lugar, un lúcido discernimiento espiritual para posicionarse evangélicamente en un contexto cuyos valores evangélicos han de ser reconocidos y potenciados, y cuyos antivalores han de ser claramente denunciados y, llegado el caso, confrontados y resistidos, pero también, y en la medida de lo posible, purificados y sabiamente transformados. 

De lo que se trata, en el fondo, es de vivir la novedad de la fe cristiana y su modo de comprender lo que es bueno para la persona humana en sus múltiples vínculos y dimensiones, también los culturales y sociales.

En este sentido, las sociedades plurales que han elegido como forma de gobierno y de convivencia a la democracia ofrecen espacios y reglas de juego para que todos los actores de la sociedad civil hagan oír sus puntos de vista. También los católicos, ¿por qué no? ¿Qué lo impide? Eso sí, con la exigencia de intervenir con inteligencia, respeto y reciprocidad: hablar y escuchar en pie de igualdad, dejarse realmente interpelar y, en no pocas ocasiones, asumir que las propias posiciones no sean compartidas por buena parte de los conciudadanos. 

La fe así vivida es levadura en la masa: fermenta desde dentro y hace crecer. Es luz que ilumina y, por eso, orienta la conciencia y la conducta. En cuanto gracia, es fuerza vivificante que viene de Dios y fortalece el empeño nunca logrado del todo de servir al Reino de Dios en este mundo nuestro, siempre imperfecto, tensionado desde dentro por el pecado, pero también traccionado por la gracia de Cristo hacia su plenitud escatológica. 

También nosotros, cristianos en medio de la ciudad secular, podemos vivir nuestra condición de discípulos de Cristo. Entre otras cosas, porque Cristo resucitado allí habita y opera, allí nos espera y nos interpela. El desafío es reconocerlo, escucharlo y seguirlo por donde Él camina. Invocarlo como “Señor de la historia” es toda una confesión de fe. 

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco

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