Santiago MARTÍN, sacerdote
catolicos-on-line, 5-2-17
No hay semana tranquila, en lo que a las reacciones
sobre las interpretaciones a la “Amoris Laetitia” se refiere. En ésta, el
cardenal Müller, prefecto de Doctrina de la Fe, ha contestado indirectamente
los “dubia” presentados por cuatro cardenales sobre la “Amoris Laetitia”. Digo
indirectamente porque no ha sido de forma oficial sino a través de una
entrevista. No me pasa por la cabeza que el cardenal haya dicho lo que ha dicho
sin informar previamente al Papa, por lo que la mayor parte de los analistas
han estado de acuerdo en considerar que era una respuesta oficiosa a las
cuestiones planteadas. Entre otras cosas, el encargado de velar por la Doctrina
católica ha criticado a los obispos que interpretan la exhortación papal en un
sentido contrario a la Escritura y al Magisterio precedente. Se refería de
forma especial a los obispos de Malta, aunque sin citarlos.
Casi inmediatamente, los obispos alemanes han
publicado un documento en el que dan permiso a los divorciados vueltos a casar
para que comulguen “según su propio discernimiento”. Esto va, incluso en lo
explicitado en la letra, mucho más allá de lo que dice la “Amoris Laetitia”,
pues allí se deja claro que es necesario el recurso al discernimiento de la
mano del sacerdote.
Hace ya varias semanas, advertí que la izquierda eclesial
estaba descontenta con el Papa por dos motivos: porque constreñía el
discernimiento sólo a la situación de los divorciados -mientras atacaba
durísimamente la ideología de género- y porque no daba libertad a cada persona
para decidir por sí misma si podía o no comulgar. Los hechos me están dando la
razón en el segundo punto y pronto me la darán en el primero. El recurso al
sacerdote es molesto, porque si no encuentras un cura que te dé la razón debes
ir a buscar otro y, si lo encuentras, para qué lo necesitas si ya sabes que te
va a decir lo que quieres oír. De este modo, la conciencia se convierte
rápidamente en un instrumento dócil del propio capricho y esa maravillosa
“norma última” de moralidad se transforma en una esclava que sólo dice lo que
le interesa a su señor.
También casi de manera simultánea, miles de sacerdotes
de lengua inglesa, agrupados en las “International Confraternities of Chatolic
Clergy”, han firmado un manifiesto pidiendo que se defienda el matrimonio
católico, tal y como ha sido siempre interpretado, y apoyando los “dubia” de
los cuatro cardenales.
Pero, mientras discutimos de esto, cosas muy graves
ocurren y de esas apenas se habla. 2.300 religiosos cuelgan los hábitos cada
año. Eso sin contar los que fallecen, que son muchísimos más debido a la
elevada edad de muchos de sus miembros. La vida religiosa es el corazón
espiritual de la Iglesia. Allí el Espíritu Santo ha depositado los dones o
carismas con los que hacer frente a las enfermedades que hacen daño a la
Iglesia y a la sociedad. Una Iglesia sin vida religiosa es una Iglesia anémica,
sin defensas espirituales, sin anticuerpos que la defiendan de los virus y
bacterias que la atacan. Quizá la solución debía haberse adoptado hace muchos
años, cuando se celebró el Sínodo para la vida religiosa, dando la oportunidad
de que, sin separarse de los viejos troncos, las nuevas ramas pudieran tener
una cierta autonomía. Algo así a lo que la Iglesia permitió en el siglo XVI con
las renovaciones de las grandes órdenes, mediante los “descalzos” y los
“recoletos”. No sé si ahora esa solución llegaría demasiado tarde.
Todo esto me recuerda a la fábula de los conejos que
eran perseguidos por los perros. Se pararon a discutir si los que les
perseguían eran galgos o podencos y, mientras se peleaban entre ellos, llegaron
los perros y se los comieron.
De momento, una vez más, mi consejo es rezar. Rezar
por la Iglesia, para que salga de la confusión actual. Rezar por los
consagrados, que tanto han rezado por nosotros, para que sean -seamos- santos y
podamos dar a la Iglesia y al mundo la medicina que el Espíritu Santo ha puesto
en nuestras vasijas de barro y en nuestras manos de pecadores.
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