catolicos-on-line, 24-1-16
De entre las historias de mártires mexicanos
de la persecución de los años 20, probablemente la más estremecedora y que cada
vez será más popular es la del adolescente José Sánchez del Río, ejecutado con
torturas por las tropas gubernamentales cuando tenía 14 años. Su martirio es
recogido de forma terrible -pero aún así suavizado- en la película de 2012
Cristiada (For Greater Glory).
El niño había insistido en sumarse a las
fuerzas cristeras siempre por motivos religiosos. Convenció a su madre para que
lo dejase marchar sólo cuando dijo: "Nunca ha sido tan fácil ganarse el
cielo como ahora".
El 6 de febrero de 1928 las tropas del bando
federal lo hicieron prisionero y lo encerraron en la sacristía de la iglesia
local, la misma iglesia donde fue bautizado, donde creció en la fe.
Lo ejecutaron con torturas el 10 de febrero.
La descripción muestra un ensañamiento fanático que parecería fantasía
hagiográfica de no estar bien confirmado por muchos testigos. Por desgracia,
abundó la crueldad, a veces meticulosa, en la persecución anticristiana
mexicana de los años 20
Los detalles de un martirio
En un país "democrático" en la
época de la luz eléctrica y el motor de explosión se repetían torturas propias
del bíblico Libro de los Macabeos, y por similares motivos: el poder del Estado
buscando esclavizar la conciencia del individuo, que cuando no se doblega debe
ser ejecutado con suplicios.
Al adolescente le cortaron las plantas de los
pies para que sangrase.
Con los pies desollados y ensangrentados lo
hicieron caminar por las calles de su ciudad, Sahuayo (Michoacán).
Durante el doloroso trayecto, el muchacho no
dejó de gritar vivas a Cristo Rey y a la Virgen de Guadalupe, llorando y
rezando a la vez.
Le señalaron la tumba que había preparada
para él, lo ahorcaron y acuchillaron mientras colgaba. Pero aún no estaba
muerto.
Uno de sus verdugos, Rafael Gil Martínez
"El Zamorano" lo bajó y le preguntó: "¿Qué quieres que le
digamos a tus padres?" El muchacho respondió: "Que Viva Cristo Rey y
que en el cielo nos veremos".
A continuación "El Zamorano" le
disparó en la sien y acabó con su tortura. Desde esa misma noche acordonaron el
cementerio con tropas para asegurarse que la gente no se llevase reliquias del
muchacho, que ya para todos era santo. Sería beatificado oficialmente con otros
11 mártires en 2005.
La historia en su contexto social y de fe
El núcleo de la ejecución es tan intenso, que
puede hacer olvidar lo principal: quién era José, cómo era el mundo en el que
vivía, y cuál era el amor a Dios que lo movió en su corta vida y en su muerte
radical.
Eso se ha de narrar con fotos, con
testimonios, recorriendo las calles, los lugares, hablando con los testigos,
incluso hablando con el ejecutor, el que apretó el gatillo.
Y así lo ha hecho el sacerdote mexicano Luis
Manuel Laureán, paisano del joven mártir, que da carne y vida al muchacho y su
época en un libro apasionante y detallado de 174 páginas en Ediciones De Buena
Tinta titulado El Niño Testigo de Cristo Rey
Lo cotidiano y costumbrista, lo sobrenatural
e incluso cierta mediocridad demoniaca se mezclan en esta historia.
Investigando el Holocausto, Hanna Arendt se asombrababa de la "banalidad
del mal", de descubrir que los verdugos de Auschwitz no eran monstruos
hinchados de odio, sino aburridos funcionarios, gente vulgar, gris y cobarde
sin mayor pasión, cumpliendo sus horarios y ordenanzas. El horror se hizo con
"gente normal".
Poner rostro y alma al verdugo
En los iconos rusos de mártires los verdugos
y torturadores no suelen tener rostro, sino una mancha negra. Son anónimos. El
mal los usa como instrumento opaco: al final, toda la luz resplandece en el
santo, en su rostro auténtico, el que se ve desde el Cielo.
Pero el caso es que el padre Laureán, autor
del libro, no ve a "El Zamorano" como un verdugo anónimo. "Lo
conocí en mi niñez y conversé con él en 1994; era mi vecino, barda de por
medio. Le escuché alabar a los padres jesuitas por su formación y por los
ejercicios espirituales que predicaban; se hizo muy amigo del padre
Cuevas", explica en una nota.
"El Zamorano" tuvo buenas tierras y
buen ganado, y siempre se negó a hablar de las ejecuciones, sólo a veces
hablaba de alguna batalla que ganó con los federales. Intentaba ser aceptado
por sus vecinos, celebraba la primera comunión de su hijo (una foto en el libro
lo recoge)... pero todo el pueblo sabía que él mató al niño mártir.
Otro de los ejecutores, al que llamaban
"La Aguada", también era conocido por el autor. "A mis once años
lo vi liarse a tiros con un señor que apodaban el Barzón, en la calle Victoria,
a tres calles de la plaza. Resultó herido en la ingle y su contrincante escapó
ileso. En 1994 lo encontré ya muy desmejorado y pidiendo unos pesos de
limosna", escribe Laureán.
Este "Aguada" y su esposa Sara
hablaron de aquellos años en una larga entrevista en 1996, recogida por Alfredo
Hernández Quesada, fundador del Museo Cristero, entrevista que el libro de
Laureán recoge. "La Aguada" rebajaba su papel en la época: colgaba
cristeros, sí, pero no violaba mujeres, eso lo hacían los otros compañeros.
"Convirtieron los templos en burdeles. Ahí metían viejas, metíamos viejas
y metíamos todo, y hacían... y de mí se burlaban porque yo no hacía, yo no
quería hacer cosas..."
Pero la señora Sara sabía que su marido y sus
tropas hicieron cosas horribles, y pensaba que quizá por ello todo les fue mal
en la vida, y también a sus hijos, y la gente les ha señalado. "Yo digo:
Dios mío, no eres vengativo pero sí eres justo", dice ella. Aguada
reconoce que él tenía 20 años, robaba y acusaba de sus robos a los cristeros.
El arrepentimiento de los torturadores
Laureán explica, finalmente: "Casi todos
los verdugos se arrepintieron. Al Zamorano se le veía en la iglesia. La Aguada
se mostró dolido del mal que había hecho. A la pregunta de si participó en la
muerte de José Sánchez del Río respondía con un silencio tenso y doloroso, que
indicaba su astucia y tal vez su sincero arrepentimiento. En sus últimos años
daba pena verlo, sus facultades mentales quedaron muy disminuidas. Algo
semejante sucedió con la Pispirria, hermano de la Aguada, con los Gutiérrez o
Borregos, con Eufemio la Chiscuaza, y el Malpola, al que algunos atribuyen las
cortaduras en las plantas de los pies".
¿Y qué pasó con Picazo, que era el cacique de
la región, el que mandaba y dirigía las atrocidades contra los cristeros?
Laureán considera que era un hombre valiente,
pero a la vez soberbio y vengativo y nunca dio muestras de arrepentimiento,
aunque costeaba el sostenimiento del convento de adoratrices donde tenía dos
hermanas. Muchos le odiaban y fue asesinado de un disparo en 1931 en un litigio
sobre tierras. Sus hijos dicen que un sacerdote acudió rápido y le ayudó a
morir bien. Muchos consideran que fue obra de la intercesión celestial del beato
José, que había sido ahijado suyo. Melecio Picazo, hijo del cacique, es
sacerdote misionero del Espíritu Santo. Su esposa crió a los hijos en la fe y
con buen corazón.
Sangre de mártires, semilla de cristiano
La cruel persecución anticristiana de los años
20, con miles de muertos, iglesias profanadas y una guerra civil por medio, no
debilitó la fe de los católicos mexicanos. Por ejemplo, pese a un régimen
oficial y militantemente laicista, en el periodo entre 1914 y 1945 el número de
religiosas pasó de 1.480 a 8.123. En 1968, las religiosas en México ya eran
22.400.
Laureán muestra que los mártires, como el
muchacho José Sánchez, fueron un incentivo para muchas vocaciones. "Yo
tenía nueve años y me crucé con José Sánchez. Le pedí seguirlo en su camino, y
viéndome tan pequeño me dijo: ´Tú harás cosas que yo no podré llegar a hacer´,
y esto determinó mi entrada al sacerdocio", explica por ejemplo el padre
Enrique Amezcua, fundador de los Operarios del Reino de Cristo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario