Por Gianfranco Ravasi
*Cardenal, presidente
del Consejo Pontificio para la
Cultura
“No cantes victoria
por atacar y vituperar un culto y una doctrina que no te parecen bien. Si te
fías de mí, harás esto: deja de acusar a otros y enseña la verdad de manera
que sea irrefutable cuanto diga... Por lo que yo recuerdo, nunca entablé
polémica ni contra los griegos ni contra algún otro, pues pienso que es
suficiente para los hombres honestos poder conocer y exponer la verdad en sí
misma... Cada quien se jacta de poseer la moneda real, pero en realidad tiene
apenas la imagen engañosa de una partecita de verdad”.
Mil doscientos años
antes
de que Voltaire entonase su himno a la tolerancia (por lo demás, dirigido en forma orante al “Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos”), entre el siglo V y VI, un oscuro monje escondido
bajo el seudónimo de Dionisio Areopagita entretejía este programa de diálogo desde el horizonte en que estaba inmerso; un programa concretado en sus escritos, que se revelaban como una original reformulación de la doctrina cristiana usando la instrumentación del pensamiento neoplatónico.
de que Voltaire entonase su himno a la tolerancia (por lo demás, dirigido en forma orante al “Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos”), entre el siglo V y VI, un oscuro monje escondido
bajo el seudónimo de Dionisio Areopagita entretejía este programa de diálogo desde el horizonte en que estaba inmerso; un programa concretado en sus escritos, que se revelaban como una original reformulación de la doctrina cristiana usando la instrumentación del pensamiento neoplatónico.
Comenzamos con una
cita tan antigua para proponer un tema –el del diálogo– inscripto en el ADN
del cristianismo, aun cuando a menudo se hayan asumido vigorosos anticuerpos
para extenuar su energía.
En efecto, ya el
apóstol Pedro amonestaba así a sus interlocutores del Asia Menor en la primera
de las dos Cartas que nos han llegado bajo su patronato: “Estén siempre
dispuestos a responder a cualquiera que les pida razón de la esperanza que
ustedes tienen, pero háganlo con suavidad y respeto, y con tranquilidad de
conciencia” (1 Pedro 3, 15-16).
Los enemigos del
diálogo
son múltiples y a menudo antagónicos entre ellos mismos. Por un lado, el fundamentalismo integrista que de inmediato echa mano a la espada para el duelo; por el otro, el sincretismo que gorjea en un dueto confuso y sin color.
son múltiples y a menudo antagónicos entre ellos mismos. Por un lado, el fundamentalismo integrista que de inmediato echa mano a la espada para el duelo; por el otro, el sincretismo que gorjea en un dueto confuso y sin color.
Por una parte, la
rigidez intelectual confundida con el rigor; por otra, la aproximación vaga que
impide la progresión de las argumentaciones, puesto que sobre los platos de la
balanza se deposita sólo niebla o mucílago ideológico.
Un camino fatigoso
Por cierto, el
diálogo es fatigoso, algunas veces arduo, sobre todo porque –como sugiere el
étimo mismo del vocablo– es el cruce ( dià ) de un logos , es decir, de un
discurso, descomponiendo todos sus segmentos argumentativos. Y, si se quiere,
es también el entrecruzarse ( dià ) de dos logos de diversa matriz, cuando no
incluso opuesta.
En nuestros días, se
toma con frecuencia el camino cuesta abajo del desencuentro inmediato, sin
escuchar o verificar el pensamiento del otro, en la típica agresividad
incoherente y pirotécnica del talk-show televisivo. La fuerza demostrativa más
alta está en el insulto o también en la tranquila afirmación del estatista
victoriano Disraeli: “Mi concepto de persona agradable es el de una persona
que está de acuerdo conmigo”.
La dificultad del
diálogo alcanza su cumbre cuando en medio están las religiones, con sus
concepciones dogmáticas y sus concreciones seculares: existen volúmenes y
volúmenes de documentos que atestiguan el constante e infructuoso esfuerzo de
un insomne diálogo interreligioso y ecuménico.
Se puede hablar,
además, de confrontación dentro de cada confesión religiosa, en particular
allí donde los conservadores lanzan anatemas contra quien, en su opinión,
cabalga más allá de las fronteras de la ortodoxia, y estos últimos se mofan y
escandalizan a los trasnochados que no arriban
a nada.
a nada.
Sería necesario, por
lo tanto, regresar al encuentro dialógico, pues la fuente misma de la fe
cristiana se halla, precisamente, en un diálogo divino que, destrozando el
silencio de la nada, tiene como interlocutor privilegiado a la criatura humana.
La certeza y la
esperanza son, al final, las que el poeta surrealista francés Paul Eluard
expresaba muy bien en algunos de sus versos: “No iremos hasta el final de uno
en uno, sino de dos en dos./ Conociéndonos de dos en dos, nos conoceremos
todos./ Nos amaremos todos y nuestros hijos se reirán/ de la leyenda negra
donde llora un solitario”.
Iglesia y mundo
externo
sólo evocar y que constituyen el perfil con el que ella debería presentarse a la cita del diálogo y del encuentro con el mundo externo.
a cualquiera que pregunte las razones de la esperanza” que ella tiene, “haciéndolo con dulzura, respeto y recta conciencia”, en un diálogo sereno y firme, no arrogante e integrista, como antes nos amonestaba San Pedro.
Y esto lo debe hacer
con finura y discreción, sin opciones de poder, sino con el testimonio de la
vida, a ejemplo del Mesías que “no grita, no alza el tono, no hace oír en las
plazas su voz” (Isaías 42,2).
los sufrimientos casi insoportables de gran parte de la humanidad, sinceramente partícipe de las penas de todos y deseosa de consolar”.
Sin exclusiones
no vacila en confrontarse con los ricos y con los poderosos,
no por acuerdos ventajosos y maniobras de reparto de poder, sino para hacer brillar en sus mentes y sus corazones, con frecuencia opacados por el bienestar, el sentido de la
moral, de la justicia, de la solidaridad.
Trata, por eso, con
respeto las instituciones, también en las obligaciones cívicas y fiscales
(léase Romanos 13, 1-7), “dando a César lo que es del César”, pero tiene fijo
ante sí el principio formulado por Pedro de frente al Sanedrín: “Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5, 29).
Una Iglesia humilde,
pero fuerte; con múltiples carismas, pero unida en la fe; misericordiosa con
los pecadores, pero firme en los principios; una comunidad de personas libres,
de apóstoles y de fieles, de sacerdotes y de laicos que reconocen el primado de
su único Dios y Señor.
Sólo con esta clara
identidad teológica y moral, la
Iglesia podrá dialogar de manera eficaz con el mundo
secularizado, a menudo indiferente e inerte, relativista y escéptico, pero
hecho siempre de hombres y mujeres que aman, sufren, gozan, esperan.
*Cardenal, presidente
del Consejo Pontificio para la
Cultura
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