viernes, 19 de diciembre de 2014

El diálogo y sus enemigos


Por Gianfranco Ravasi

*Cardenal, presidente del Consejo Pontificio para la Cultura

La Voz del Interior, 19-12-14

“No cantes victoria por atacar y vituperar un culto y una doctrina que no te parecen bien. Si te fías de mí, harás esto: deja de acusar a otros y enseña la ver­dad de manera que sea irrefutable cuanto diga... Por lo que yo recuerdo, nunca entablé polémica ni contra los griegos ni contra algún otro, pues pienso que es suficiente para los hombres honestos poder conocer y exponer la verdad en sí misma... Cada quien se jacta de poseer la moneda real, pero en realidad tiene apenas la imagen engañosa de una partecita de verdad”.

Mil doscientos años antes
de que Voltaire entonase su himno a la tolerancia (por lo demás, dirigido en forma orante al “Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos”), entre el siglo V y VI, un oscuro monje escondido
bajo el seudónimo de Dionisio Areopagita entretejía este programa de diálogo desde el horizonte en que estaba inmerso; un programa concretado en sus escritos, que se revelaban como una original reformulación de la doctrina cristiana usando la instrumentación del pensamiento neoplatónico.

Comenzamos con una cita tan antigua para proponer un te­ma –el del diálogo– ins­cripto en el ADN del cristianismo, aun cuando a menudo se hayan asumido vigorosos anticuerpos para extenuar su energía.

En efecto, ya el apóstol Pedro amonestaba así a sus interlocutores del Asia Menor en la primera de las dos Cartas que nos han llegado bajo su patronato: “Estén siempre dispuestos a responder a cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen, pero háganlo con suavidad y respeto, y con tranquilidad de conciencia” (1 Pedro 3, 15-16).

Los enemigos del diálogo
son múltiples y a menudo antagónicos entre ellos mismos. Por un lado, el fundamentalismo integrista que de inmediato echa mano a la espada para el duelo; por el otro, el sincretismo que gorjea en un dueto confuso y sin color.

Por una parte, la rigidez intelectual confundida con el rigor; por otra, la aproximación vaga que impide la progresión de las argumentaciones, puesto que sobre los platos de la balanza se deposita sólo niebla o mucílago ideológico.

Un camino fatigoso

Por cierto, el diálogo es fatigoso, algunas veces arduo, sobre todo porque –como sugiere el étimo mismo del vocablo– es el cruce ( dià ) de un logos , es decir, de un discurso, descomponiendo todos sus segmentos argumentativos. Y, si se quiere, es también el entrecruzarse ( dià ) de dos logos de diversa matriz, cuando no incluso opuesta.

En nuestros días, se toma con frecuencia el camino cuesta abajo del desencuentro inmediato, sin escuchar o verificar el pensamiento del otro, en la típica agresividad incoherente y pirotécnica del talk-show televisivo. La fuerza demostrativa más alta está en el insulto o también en la tranquila afir­mación del estatista victoriano Disraeli: “Mi concepto de persona agradable es el de una ­persona que está de acuerdo conmigo”.

La dificultad del diálogo alcanza su cumbre cuando en medio están las religiones, con sus concepciones dogmáticas y sus concreciones seculares: existen volúmenes y volúmenes de documentos que atestiguan el constante e infructuoso esfuerzo de un insomne diálogo interreligioso y ecuménico.

Se puede hablar, además, de confrontación dentro de cada confesión religiosa, en parti­cular allí donde los conserva­dores lanzan anatemas contra quien, en su opinión, cabalga más allá de las fronteras de la ortodoxia, y estos últimos se mofan y escandalizan a los ­trasnochados que no arriban
a nada.

Sería necesario, por lo tanto, regresar al encuentro dialógico, pues la fuente misma de la fe cristiana se halla, precisamente, en un diálogo divino que, destrozando el silencio de la ­nada, tiene como interlocutor privilegiado a la criatura ­humana.

La certeza y la esperanza son, al final, las que el poeta surrealista francés Paul Eluard expresaba muy bien en algunos de sus versos: “No iremos hasta el final de uno en uno, sino de dos en dos./ Conociéndonos de dos en dos, nos conoceremos todos./ Nos amaremos todos y nuestros hijos se reirán/ de la leyenda negra donde llora un solitario”.

Iglesia y mundo externo

La Iglesia es, en efecto, asamblea convocada por Dios mismo, como lo sugiere el vocablo griego ekklesía (del verbo kaléo , convocar) y no una muchedumbre de soledades. De su unidad en la pluralidad, como un cuerpo único pero con diversos miembros –por usar la célebre imagen paulina (1 Corintios 12)– derivan algunas de sus caracte­rísticas que ahora queremos
sólo evocar y que constituyen el perfil con el que ella debería presentarse a la cita del diálogo y del encuentro con el mundo externo.

La Iglesia Católica es convocada, nutrida y liberada por la Palabra de Dios. Ella tiene como centro vital a la Eucaristía, “un solo pan” que hace que “nosotros, incluso siendo muchos, seamos un único cuerpo” (1 Corintios 10, 17).

La Iglesia está atenta a los signos de los tiempos y, por ­tanto, dialoga con la cultura y la sociedad contemporánea, ­“capaz siempre de responder
a cualquiera que pregunte las razones de la esperanza” que ella tiene, “haciéndolo con dulzura, respeto y recta conciencia”, en un diálogo sereno y firme, no arrogante e integrista, como antes nos amonestaba San Pedro.

La Iglesia no teme, pues, adoptar estructuras y medios humanos, cuidando de no dejarse aprisionar por ellos, sino usándolos como instrumentos para ir al encuentro de la sociedad y la cultura contemporáneas, que tienen categorías y lenguajes lejanos, pero que pueden ser interceptados por el mensaje evangélico.

Y esto lo debe hacer con finura y discreción, sin opciones de poder, sino con el testimonio de la vida, a ejemplo del Mesías que “no grita, no alza el tono, no hace oír en las plazas su voz” (Isaías 42,2).

La Iglesia dialoga antes que nada con los sufrimientos, con las preguntas y las esperas de muchas personas, en especial de los últimos y los pequeños. Como escribía el cardenal Carlo María Martini, es “una Iglesia consciente del camino arduo y difícil para mucha gente, de
los sufrimientos casi insoportables de gran parte de la humanidad, sinceramente partícipe de las penas de todos y deseosa de consolar”.

Sin exclusiones

La Iglesia, sin embargo, no privilegia ni excluye ninguna categoría social y, por lo tanto,
no vacila en confrontarse con los ricos y con los poderosos,
no por acuerdos ventajosos y maniobras de reparto de poder, sino para hacer brillar en sus mentes y sus corazones, con ­frecuencia opacados por el ­bienestar, el sentido de la
moral, de la justicia, de la solidaridad.

Trata, por eso, con respeto las instituciones, también en las obligaciones cívicas y fiscales (léase Romanos 13, 1-7), “dando a César lo que es del César”, pero tiene fijo ante sí el principio formulado por Pedro de frente al Sanedrín: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hom­bres” (Hechos 5, 29).

Una Iglesia humilde, pero fuerte; con múltiples carismas, pero unida en la fe; misericordiosa con los pecadores, pero firme en los principios; una comunidad de personas libres, de apóstoles y de fieles, de sacerdotes y de laicos que reconocen el primado de su único Dios y Señor.

Sólo con esta clara identidad teológica y moral, la Iglesia podrá dialogar de manera eficaz con el mundo secularizado, a menudo indiferente e inerte, relativista y escéptico, pero hecho siempre de hombres y mujeres que aman, sufren, gozan, esperan.


*Cardenal, presidente del Consejo Pontificio para la Cultura

No hay comentarios:

Publicar un comentario