Padre Ricardo B.
Mazza.
La liturgia dominical del tiempo litúrgico “durante
el año”, hoy cede su lugar a la
Fiesta de la
Exaltación de la Santa Cruz , que la Iglesia celebra cada año
el 14 de septiembre. El origen de esta celebración se remonta al 13 de
septiembre del año 335 cuando es consagrada en Jerusalén la Basílica de la Resurrección que
había sido construida a instancias del emperador Constantino y de su madre
Elena, hoy venerada como santa. Al día siguiente se muestra al pueblo para su
veneración la reliquia de la
Santa Cruz , explicando el sentido de la nueva iglesia, es
decir, la relación estrecha existente entre la Cruz y la Resurrección. A
mediados del siglo VII –el 14 de septiembre- se comienza a mostrar el lignum crucis a la devoción del pueblo,
como signo e instrumento de salvación.
La celebración
litúrgica apunta, pues, a profundizar en el misterio salvífico de la Cruz de Cristo y de su
necesaria presencia en nuestra vida cotidiana.
En el libro de los
Números (21, 4b-9) que hemos proclamado como primera lectura, se nos narra cómo
el pueblo pierde la paciencia en su caminar hacia la cercana tierra prometida
comenzando a protestar contra Dios y Moisés diciendo “¿Por qué nos hicieron
salir de Egipto para hacernos morir en el desierto?”. Como respuesta, el Señor
les envía serpientes venenosas que muerden a la gente muriendo muchos de ellos.
Reconociendo su pecado, el pueblo pide a Moisés interceda por ellos, a quien
Dios le encomienda fabricar una serpiente de bronce y elevarla, siendo curado
quien la mirara.
En el texto del
evangelio (Juan 3,14-21) Jesús explica el sentido de este pasaje del Antiguo
Testamento señalando el carácter profético que
posee, ya que de la misma manera será necesario que “el Hijo del hombre
sea levantado en alto, para que todos los que creen en Él tengan Vida eterna”.
Ahora bien, contemplando
nuestra vida cotidiana, encontramos similitud con lo que aconteciera al pueblo
elegido que caminaba a la tierra de promisión.
Nosotros estamos
también en camino, no ya a una tierra exuberante como lugar geográfico, sino a la Tierra Prometida
en la que estamos llamados a contemplar a Aquél que nos creó para participar de
su misma vida.
En este caminar no es
infrecuente que rezonguemos también contra Dios y la vida misma por las
dificultades que se nos presentan, o ante la aparente falta de respuestas que
nos satisfagan plenamente frente a tantos males padecidos.
A veces las
expectativas que tenemos en la vida no se compensan con resultados, y el
sufrimiento, la falta de salud, el dolor y la muerte parecieran marcar nuestro
derrotero temporal. La desconexión que vivimos con un Dios Providente, en el
que no siempre nos afirmamos, producen a menudo desesperanza, al no percibir lo
que Dios hace siempre por nosotros desde que nacemos hasta que morimos, aún en
medio de las pruebas de este mundo, como lo indica el salmo responsorial que
hemos cantado: “no olviden las proezas del Señor” (salmo 77).
El creyente, en medio
de las dificultades de la vida, no debe dejarse llevar por la nostalgia de
bienes perecederos, sino que ha de mirar a la cruz salvadora para encontrar en
ella consuelo y respuesta que nos permitan vivir de la fe.
La tentación del
desánimo nos puede muchas veces conducir a colocar nuestra seguridad en bienes
que no nos traen más que consuelos pasajeros, porque en ellos no se encuentra
en plenitud la Vida
y la verdadera Felicidad a la que aspiramos aún sin saberlo.
Es en ese momento
cuando hemos de elevar nuestra mirada hacia Cristo crucificado recordando las
palabras del evangelio que nos afirma “Dios amó tanto al mundo que entregó a su
Hijo único para que todo el cree en Él no muera sino que tenga Vida eterna”.
Relacionado con esto,
el apóstol san Pablo (Fil. 2, 6-11) nos deja un itinerario profundo para
entender el misterio de la Cruz
ya que “Jesucristo, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con
Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario se anonadó a sí
mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres” y
al aceptar humillándose y por obediencia la muerte y muerte de cruz, es
exaltado por Dios y puesto por encima de todo, “para que al nombre de Jesús, se
doble toda rodilla en el cielo, en la
tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre:
“Jesucristo es el Señor”.
Hecho hombre, el Hijo
de Dios, no sólo ingresa en la historia humana, sino que carga también nuestras
miserias y las consecuencias del pecado, sin
ser pecador, para liberarnos de todo mal y conducirnos a la gloria del
Padre, haciéndose realidad lo que rezaré dentro de un rato en el prefacio, que
aquél que venció en un árbol –el demonio vencedor en el árbol del paraíso-
fue vencido en otro árbol -el de la cruz en el que colgó nuestra salvación-.
El Nuevo Adán
–Cristo- se contrapone al viejo Adán, como la Nueva Eva –María-
contrasta a la vieja Eva-, por lo que la humillación y muerte de Cristo ha sido
causa de salvación para toda la humanidad, siendo exaltado por la resurrección,
por encima de todo lo creado, recuperando todos nosotros nuevamente la Vida Nueva de hijos
recibida en el bautismo, ya que desde el misterio de la Cruz podemos asumir todo lo que acontece en
nuestra vida.
En efecto, mientras
que para el no creyente –ante quien está también presente la cruz de cada día
que es imposible evadir-, todo es agobio y desesperanza, para el creyente el signo
de la cruz es salvador como lo fue para Cristo -que nos salvó del pecado y del
padre de la mentira, el demonio-, contribuyendo al asumirla a darle un sentido
nuevo a la existencia asegurándole una salvación que cambia de raíz el corazón
humano y lo predispone a trabajar para la transformación del mundo en una
realidad nueva.
El Señor Jesús en la
cruz proclama lo que afirma en el texto evangélico “Dios amó tanto al mundo que
entregó a su Hijo único para que todo el cree en Él no muera sino que tenga Vida
eterna”.
Mirando la cruz de
Cristo, ¿nos sentimos agradecidos por lo que hizo por nosotros? ¿Estamos
convencidos que la cruz de Cristo es fuente de vida verdadera para nosotros?
¿Ofrecemos las cruces de cada día como instrumento de purificación personal que
nos afirma más y más en el amor? ¿Nuestra fe en Cristo es tan firme que en
verdad luchamos para ser coherentes con la misma en cada momento de nuestra
existencia? ¿Nuestro compromiso diario como cristianos nos lleva a olvidarnos
de nosotros mismos para pensar en el bien de los hermanos?
Precisamente en este
domingo tenemos la posibilidad de responder con amor al llamado de la Iglesia peregrina en
Argentina que nos invita a la generosidad en la colecta “Más por Menos” y, así
contribuir al esfuerzo de tantos hermanos nuestros que en las diócesis más
pobres se esfuerzan por contar con medios aptos para la evangelización.
La renuncia de algunos bienes que generosamente nos da el
Señor para ofrecerlos a otros, nos identifica con el crucificado que se ofrece
a sí mismo para enriquecernos a todos con su gracia.
Hermanos: pidamos que
la Exaltación
de la Santa Cruz
nos identifique más y más con Cristo, disponiéndonos a entregar nuestras vidas
no sólo al amor del Padre, sino también al bien de nuestros hermanos.
Padre Ricardo B.
Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina.
Homilía en la Fiesta
de La Exaltación
de la Santa Cruz.-
14 de septiembre de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario