Ecclesia, 27-9-14
Carta dirigida al
actual obispo prelado del Opus Dei, Javier Echevarria
Querido hermano:
La beatificación del
siervo de Dios Álvaro del Portillo, colaborador fiel y primer sucesor de san
Josemaría Escrivá al frente del Opus Dei, representa un momento de especial
alegría para todos los fieles de esa Prelatura, así como también para ti, que
durante tanto tiempo fuiste testigo de su amor a Dios y a los demás, de su
fidelidad a la Iglesia
y a su vocación. También yo deseo unirme a vuestra alegría y dar gracias a Dios
que embellece el rostro de la
Iglesia con la santidad de sus hijos.
Su beatificación
tendrá lugar en Madrid, la ciudad en la que nació y en la que transcurrió su
infancia y juventud, con una existencia forjada en la sencillez de la vida
familiar, en la amistad y el servicio a los demás, como cuando iba a los
barrios para ayudar en la formación humana y cristiana de tantas personas
necesitadas. Y allí tuvo lugar sobre todo el acontecimiento que selló
definitivamente el rumbo de su vida: el encuentro con san Josemaría Escrivá, de
quien aprendió a enamorarse cada día más de Cristo. Sí, enamorarse de Cristo.
Éste es el camino de santidad que ha de recorrer todo cristiano: dejarse amar
por el Señor, abrir el corazón a su amor y permitir que sea él el que guíe
nuestra vida.
Me gusta recordar la
jaculatoria que el siervo de Dios solía repetir con frecuencia, especialmente
en las celebraciones y aniversarios personales: «¡gracias, perdón, ayúdame
más!». Son palabras que nos acercan a la realidad de su vida interior y su
trato con el Señor, y que pueden ayudarnos también a nosotros a dar un nuevo
impulso a nuestra propia vida cristiana.
En primer lugar,
gracias. Es la reacción inmediata y espontánea que siente el alma frente a la
bondad de Dios. No puede ser de otra manera. Él siempre nos precede. Por mucho
que nos esforcemos, su amor siempre llega antes, nos toca y acaricia primero,
nos primerea. Álvaro del Portillo era consciente de los muchos dones que Dios
le había concedido, y daba gracias a Dios por esa manifestación de amor
paterno. Pero no se quedó ahí; el reconocimiento del amor del Señor despertó en
su corazón deseos de seguirlo con mayor entrega y generosidad, y a vivir una
vida de humilde servicio a los demás.
Especialmente destacado era su amor a la Iglesia , esposa de Cristo,
a la que sirvió con un corazón despojado de interés mundano, lejos de la
discordia, acogedor con todos y buscando siempre lo positivo en los demás, lo
que une, lo que construye. Nunca una queja o crítica, ni siquiera en momentos
especialmente difíciles, sino que, como había aprendido de san Josemaría,
respondía siempre con la oración, el perdón, la comprensión, la caridad
sincera.
Perdón. A menudo
confesaba que se veía delante de Dios con las manos vacías, incapaz de
responder a tanta generosidad. Pero la confesión de la pobreza humana no es
fruto de la desesperanza, sino de un confiado abandono en Dios que es Padre. Es
abrirse a su misericordia, a su amor capaz de regenerar nuestra vida. Un amor
que no humilla, ni hunde en el abismo de la culpa, sino que nos abraza, nos
levanta de nuestra postración y nos hace caminar con más determinación y
alegría. El siervo de Dios Álvaro sabía de la necesidad que tenemos de la
misericordia divina y dedicó muchas energías personales para animar a las
personas que trataba a acercarse al sacramento de la confesión, sacramento de la
alegría. Qué importante es sentir la ternura del amor de Dios y descubrir que
aún hay tiempo para amar.
Ayúdame más. Sí, el
Señor no nos abandona nunca, siempre está a nuestro lado, camina con nosotros y
cada día espera de nosotros un nuevo amor. Su gracia no nos faltará, y con su
ayuda podemos llevar su nombre a todo el mundo. En el corazón del nuevo beato
latía el afán de llevar la
Buena Nueva a todos los corazones. Así recorrió muchos países
fomentando proyectos de evangelización, sin reparar en dificultades, movido por
su amor a Dios y a los hermanos. Quien está muy metido en Dios sabe estar muy
cerca de los hombres.
La primera condición para anunciarles a Cristo es
amarlos, porque Cristo ya los ama antes. Hay que salir de nuestros egoísmos y
comodidades e ir al encuentro de nuestros hermanos. Allí nos espera el Señor.
No podemos quedarnos con la fe para nosotros mismos, es un don que hemos
recibido para donarlo y compartirlo con los demás.
¡Gracias, perdón,
ayúdame! En estas palabras se expresa la tensión de una existencia centrada en
Dios. De alguien que ha sido tocado por el Amor más grande y vive totalmente de
ese amor. De alguien que, aun experimentando sus flaquezas y límites humanos,
confía en la misericordia del Señor y quiere que todos los hombres, sus
hermanos, la experimenten también.
Querido hermano, el
beato Álvaro del Portillo nos envía un mensaje muy claro, nos dice que nos
fiemos del Señor, que él es nuestro hermano, nuestro amigo que nunca nos
defrauda y que siempre está a nuestro lado. Nos anima a no tener miedo de ir a
contracorriente y de sufrir por anunciar el Evangelio. Nos enseña además que en
la sencillez y cotidianidad de nuestra vida podemos encontrar un camino seguro
de santidad.
Pido, por favor, a
todos los fieles de la Prelatura ,
sacerdotes y laicos, así como a todos los que participan en sus actividades,
que recen por mí, a la vez que les imparto la Bendición Apostólica.
Que Jesús los bendiga
y que la Virgen Santa
los cuide.
Fraternalmente,
Franciscus
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