CARTA ENCÍCLICA
SOLLICITUDO REI SOCIALIS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN
PABLO II
A
LOS OBISPOS,
A
LOS SACERDOTES,
A
LAS FAMILIAS RELIGIOSAS,
A
LOS HIJOS E HIJAS DE LA
IGLESIA ,
ASÍ
COMO A TODOS LOS HOMBRES
DE
BUENA VOLUNTAD
AL
CUMPLIRSE
EL
VIGÉSIMO ANIVERSARIO
DE
LA
POPULORUM
PROGRESSIO
Venerables Hermanos,
amadísimos Hijos e
Hijas:
salud y Bendición
Apostólica
I
INTRODUCCIÓN
1. La preocupación
social de la Iglesia ,
orientada al desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad, que respete y
promueva en toda su dimensión la persona humana, se ha expresado siempre de
modo muy diverso. Uno de los medios destacados de intervención ha sido, en los
últimos tiempos, el Magisterio de los Romanos Pontífices, que, a partir de la Encíclica Rerum
Novarum de León XIII como punto de referencia,1 ha tratado frecuentemente la
cuestión, haciendo coincidir a veces las fechas de publicación de los diversos
documentos sociales con los aniversarios de aquel primer documento.2 Los Sumos
Pontífices no han dejado de iluminar con tales intervenciones aspectos también
nuevos de la doctrina social de la Iglesia. Por consiguiente, a partir de la
aportación valiosísima de León XIII, enriquecida por las sucesivas aportaciones
del Magisterio, se ha formado ya un « corpus » doctrinal renovado, que se va
articulando a medida que la
Iglesia , en la plenitud de la Palabra revelada por
Jesucristo 3 y mediante la asistencia del Espíritu Santo (cf. Jn 14, 16.26; 16,
13-15), lee los hechos según se desenvuelven en el curso de la historia.
Intenta guiar de este modo a los hombres para que ellos mismos den una
respuesta, con la ayuda también de la razón y de las ciencias humanas, a su
vocación de constructores responsables de la sociedad terrena.
2. En este notable
cuerpo de enseñanza social se encuadra y distingue la Encíclica Populorum
Progressio,4 que mi venerado Predecesor Pablo VI publicó el 26 de marzo de
1967.
La constante
actualidad de esta Encíclica se reconoce fácilmente, si se tiene en cuenta las
conmemoraciones que han tenido lugar a lo largo de este año, de distinto modo y
en muchos ambientes del mundo eclesiástico y civil. Con esta misma finalidad la Pontificia Comisión
Iustitia et Pax envió el año pasado una carta circular a los Sínodos de las
Iglesias católicas Orientales así como a las Conferencias Episcopales, pidiendo
opiniones y propuestas sobre el mejor modo de celebrar el aniversario de esta
Encíclica, enriquecer asimismo sus enseñanzas y eventualmente actualizarlas. La
misma Comisión promovió, a la conclusión del vigésimo aniversario, una solemne
conmemoración a la cual yo mismo creí oportuno tomar parte con una alocución
final.5 Y ahora, tomado en consideración también el contenido de las respuestas
dadas a la mencionada carta circular, creo conveniente, al término de 1987,
dedicar una Encíclica al tema de la Populorum Progressio.
3. Con esto me
propongo alcanzar principalmente dos objetivos de no poca importancia: por un
lado, rendir homenaje a este histórico documento de Pablo VI y a la importancia
de su enseñanza; por el otro, manteniéndome en la línea trazada por mis
venerados Predecesores en la
Cátedra de Pedro, afirmar una vez más la continuidad de la
doctrina social junto con su constante renovación. En efecto, continuidad y
renovación son una prueba de la perenne validez de la enseñanza de la Iglesia.
Esta doble
connotación es característica de su enseñanza en el ámbito social. Por un lado,
es constante porque se mantiene idéntica en su inspiración de fondo, en sus «
principios de reflexión », en sus fundamentales « directrices de acción » 6 y,
sobre todo, en su unión vital con el Evangelio del Señor. Por el otro, es a la
vez siempre nueva, dado que está sometida a las necesarias y oportunas adaptaciones
sugeridas por la variación de las condiciones históricas así como por el
constante flujo de los acontecimientos en que se mueve la vida de los hombres y
de las sociedades.
4. Convencido de que
las enseñanzas de la
Encíclica Populorum Progressio, dirigidas a los hombres y a
la sociedad de la década de los sesenta, conservan toda su fuerza de llamado a
la conciencia, ahora, en la recta final de los ochenta, en un esfuerzo por
trazar las líneas maestras del mundo actual, —siempre bajo la óptica del motivo
inspirador, « el desarrollo de los pueblos », bien lejos todavía de haberse
alcanzado— me propongo prolongar su eco, uniéndolo con las posibles
aplicaciones al actual momento histórico, tan dramático como el de hace veinte
años.
El tiempo —lo sabemos
bien— tiene siempre la misma cadencia; hoy, sin embargo, se tiene la impresión
de que está sometido a un movimiento de continua aceleración, en razón sobre
todo de la multiplicación y complejidad de los fenómenos que nos tocan vivir.
En consecuencia, la configuración del mundo, en el curso de los últimos veinte
años, aún manteniendo algunas constantes fundamentales, ha sufrido notables
cambios y presenta aspectos totalmente nuevos.
Este período de
tiempo, caracterizado a la vigilia del tercer milenio cristiano por una
extendida espera, como si se tratara de un nuevo « adviento »,7 que en cierto
modo concierne a todos los hombres, ofrece la ocasión de profundizar la
enseñanza de la Encíclica ,
para ver juntos también sus perspectivas.
La presente reflexión
tiene la finalidad de subrayar, mediante la ayuda de la investigación teológica
sobre las realidades contemporáneas, la necesidad de una concepción más rica y
diferenciada del desarrollo, según las propuestas de la Encíclica , y de indicar
asimismo algunas formas de actuación.
II
NOVEDAD DE LA ENCÍCLICA POPULORUM
PROGRESSIO
5. Ya en su
aparición, el documento del Papa Pablo VI llamó la atención de la opinión
pública por su novedad. Se tuvo la posibilidad de verificar concretamente, con
gran claridad, dichas características de continuidad y de renovación, dentro de
la doctrina social de la
Iglesia. Por tanto, el tentativo de volver a descubrir
numerosos aspectos de esta enseñanza, a través de una lectura atenta de la Encíclica , constituirá
el hilo conductor de la presente reflexión.
Pero antes deseo
detenerme sobre la fecha de publicación: el año 1967. El hecho mismo de que el
Papa Pablo VI tomó la decisión de publicar su Encíclica social aquel año, nos
lleva a considerar el documento en relación al Concilio Ecuménico Vaticano II,
que se había clausurado el 8 de diciembre de 1965.
6. En este hecho
debemos ver más de una simple cercanía cronológica. La encíclica Populorum
Progressio se presenta, en cierto modo, como un documento de aplicación de las
enseñanzas del Concilio. Y esto no sólo porque la Encíclica haga continuas
referencias a los texto conciliares,8 sino porque nace de la preocupación de la Iglesia , que inspiró todo
el trabajo conciliar —de modo particular la Constitución pastoral
Gaudium et spes— en la labor de coordinar y desarrollar algunos temas de su
enseñanza social.
Por consiguiente, se
puede afirmar que la
Encíclica Populorum Progressio es como la respuesta a la
llamada del Concilio, con la que comienza la Constitución Gaudium
et spes: « Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los
hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a
la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo.
Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón ».9 Estas
palabras expresan el motivo fundamental que inspiró el gran documento del
Concilio, el cual parte de la constatación de la situación de miseria y de
subdesarrollo, en las que viven tantos millones de seres humanos.
Esta miseria y el
subdesarrollo son, bajo otro nombre, « las tristezas y las angustias » de hoy,
sobre todo de los pobres; ante este vasto panorama de dolor y sufrimiento, el
Concilio quiere indicar horizontes de « gozo y esperanza ». Al mismo objetivo apunta
la Encíclica
de Pablo VI, plenamente fiel a la inspiración conciliar.
7. Pero también en el
orden temático, la Encíclica ,
siguiendo la gran tradición de la enseñanza social de la Iglesia , propone
directamente, la nueva exposición y la rica síntesis, que el Concilio ha
elaborado de modo particular en la Constitución Gaudium
et spes. Respecto al contenido y a los temas, nuevamente propuestos por la Encíclica , cabe
subrayar: la conciencia del deber que tiene la Iglesia , « experta en
humanidad », de « escrutar los signos de los tiempos y de interpretarlos a la
luz del Evangelio »; 10 la conciencia, igualmente profunda de su misión de «
servicio », distinta de la función del Estado, aun cuando se preocupa de la
suerte de las personas en concreto; 11 la referencia a las diferencias
clamorosas en la situación de estas mismas personas; 12 la confirmación de la
enseñanza conciliar, eco fiel de la secular tradición de la Iglesia , respecto al «
destino universal de los bienes »; 13 el aprecio por la cultura y la
civilización técnica que contribuyen a la liberación del hombre,14 sin dejar de
reconocer sus límites; 15 y finalmente, sobre el tema del desarrollo, propio de
la Encíclica ,
la insistencia sobre el « deber gravísimo », que atañe a las naciones más desarrolladas.16
El mismo concepto de desarrollo, propuesto por la Encíclica , surge
directamente de la impostación que la Constitución pastoral da a este problema.17
Estas y otras
referencias explícitas a la
Constitución pastoral llevan a la conclusión de que la Encíclica se presenta
como una aplicación de la enseñanza conciliar en materia social respecto al
problema específico del desarrollo así como del subdesarrollo de los pueblos.
8. El breve análisis
efectuado nos ayuda a valorar mejor la novedad de la Encíclica , que se puede
articular en tres puntos. El primero está constituido por el hecho mismo de un
documento emanado por la máxima autoridad de la Iglesia católica y
destinado a la vez a la misma Iglesia y « a todos los hombres de buena voluntad
»,18 sobre una materia que a primera vista es sólo económica y social: el
desarrollo de los pueblos. Aquí el vocablo « desarrollo » proviene del
vocabulario de las ciencias sociales y económicas. Bajo este aspecto, la Encíclica Populorum
Progressio se coloca inmediatamente en la línea de la Rerum Novarum , que
trata de la « situación de los obreros ».19 Vistas superficialmente, ambas
cuestiones podrían parecer extrañas a la legítima preocupación de la Iglesia considerada como
institución religiosa. Más aún el « desarrollo » que la « condición obrera ».
En sintonía con la Encíclica de León XIII,
al documento de Pablo VI hay que reconocer el mérito de haber señalado el
carácter ético y cultural de la problemática relativa al desarrollo y, asimismo
a la legitimidad y necesidad de la intervención de la Iglesia en este campo.
Con esto, la doctrina
social cristiana ha reivindicado una vez más su carácter de aplicación de la Palabra de Dios a la vida
de los hombres y de la sociedad así como a las realidades terrenas, que con
ellas se enlazan, ofreciendo « principios de reflexión », « criterios de juicio
» y «directrices de acción ».20 Pues bien, en el documento de Pablo VI se
encuentran estos tres elementos con una orientación eminentemente práctica, o
sea, orientada a la conducta moral. Por eso, cuando la Iglesia se ocupa del «
desarrollo de los pueblos » no puede ser acusada de sobrepasar su campo
específico de competencia y, mucho menos, el mandato recibido del Señor.
9. El segundo punto
es la novedad de la
Populorum Progressio , como se manifiesta por la amplitud de
horizonte, abierto a lo que comúnmente se conoce bajo el nombre de « cuestión
social ». En realidad, la
Encíclica Mater et Magistra del Papa Juan XXIII había entrado
ya en este horizonte más amplio 21 y el Concilio, en la Constitución Pastoral
Gaudium et spes, se había hecho eco de ello.22 Sin embargo el magisterio social
de la Iglesia
no había llegado a afirmar todavía con toda claridad que la cuestión social ha
adquirido una dimensión mundial,23 ni había llegado a hacer de esta afirmación
y de su análisis una « directriz de acción », como hace el Papa Pablo VI en su
Encíclica.
Semejante toma de
posición tan explícita ofrece una gran riqueza de contenidos, que es oportuno
indicar.
Ante todo, es
menester eliminar un posible equívoco. El reconocimiento de que la « cuestión
social » haya tomado una dimensión mundial, no significa de hecho que haya
disminuido su fuerza de incidencia o que haya perdido su importancia en el
ámbito nacional o local. Significa, por el contrario, que la problemática en
los lugares de trabajo o en el movimiento obrero y sindical de un determinado
país no debe considerarse como algo aislado, sin conexión, sino que depende de
modo creciente del influjo de factores existentes por encima de los confines
regionales o de las fronteras nacionales.
Por desgracia, bajo
el aspecto económico, los países en vías de desarrollo son muchos más que los
desarrollados; las multitudes humanas que carecen de los bienes y de los
servicios ofrecidos por el desarrollo, son bastante más numerosas de las que
disfrutan de ellos.
Nos encontramos, por
tanto, frente a un grave problema de distribución desigual de los medios de
subsistencia, destinados originariamente a todos los hombres, y también de los
beneficios de ellos derivantes. Y esto sucede no por responsabilidad de las
poblaciones indigentes, ni mucho menos por una especie de fatalidad dependiente
de las condiciones naturales o del conjunto de las circunstancias.
En este marco, la
novedad de la Encíclica ,
no consiste tanto en la afirmación, de carácter histórico, sobre la
universalidad de la cuestión social cuanto en la valoración moral de esta
realidad. Por consiguiente, los responsables de la gestión pública, los
ciudadanos de los países ricos, individualmente considerados, especialmente si
son cristianos, tienen la obligación moral —según el correspondiente grado de
responsabilidad— de tomar en consideración, en las decisiones personales y de
gobierno, esta relación de universalidad, esta interdependencia que subsiste
entre su forma de comportarse y la miseria y el subdesarrollo de tantos miles
de hombres. Con mayor precisión la
Encíclica de Pablo VI traduce la obligación moral como «
deber de solidaridad »,25 y semejante afirmación, aunque muchas cosas han
cambiado en el mundo, tiene ahora la misma fuerza y validez de cuando se
escribió.
Por otro lado, sin abandonar
la línea de esta visión moral, la novedad de la Encíclica consiste
también en el planteamiento de fondo, según el cual la concepción misma del
desarrollo, si se le considera en la perspectiva de la interdependencia
universal, cambia notablemente. El verdadero desarrollo no puede consistir en
una mera acumulación de riquezas o en la mayor disponibilidad de los bienes y
de los servicios, si esto se obtiene a costa del subdesarrollo de muchos, y sin
la debida consideración por la dimensión social, cultural y espiritual del ser
humano.26
10. Como tercer punto
la Encíclica
da un considerable aporte de novedad a la doctrina social de la Iglesia en su conjunto y a
la misma concepción de desarrollo. Esta novedad se halla en una frase que se
lee en el párrafo final del documento, y que puede ser considerada como su
fórmula recapituladora, además de su importancia histórica: « el desarrollo es
el nombre nuevo de la paz ».27
De hecho, si la
cuestión social ha adquirido dimensión mundial, es porque la exigencia de
justicia puede ser satisfecha únicamente en este mismo plano. No atender a
dicha exigencia podría favorecer el surgir de una tentación de respuesta
violenta por parte de las víctimas de la injusticia, como acontece al origen de
muchas guerras. Las poblaciones excluidas de la distribución equitativa de los
bienes, destinados en origen a todos, podrían preguntarse: ¿por qué no
responder con la violencia a los que, en primer lugar, nos tratan con
violencia? Si la situación se considera a la luz de la división del mundo en
bloques ideológicos —ya existentes en 1967— y de las consecuentes repercusiones
y dependencias económicas y políticas, el peligro resulta harto significativo.
A esta primera
consideración sobre el dramático contenido de la fórmula de la Encíclica se añade otra,
al que el mismo documento alude: 28 ¿cómo justificar el hecho de que grandes
cantidades de dinero, que podrían y deberían destinarse a incrementar el
desarrollo de los pueblos, son, por el contrario utilizados para el
enriquecimiento de individuos o grupos, o bien asignadas al aumento de
arsenales, tanto en los Países desarrollados como en aquellos en vías de
desarrollo, trastocando de este modo las verdaderas prioridades? Esto es aún
más grave vistas las dificultades que a menudo obstaculizan el paso directo de
los capitales destinados a ayudar a los Países necesitados. Si « el desarrollo
es el nuevo nombre de la paz », la guerra y los preparativos militares son el
mayor enemigo del desarrollo integral de los pueblos.
De este modo, a la
luz de la expresión del Papa Pablo VI, somos invitados a revisar el concepto de
desarrollo, que no coincide ciertamente con el que se limita a satisfacer los
deseos materiales mediante el crecimiento de los bienes, sin prestar atención
al sufrimiento de tantos y haciendo del egoísmo de las personas y de las
naciones la principal razón. Como acertadamente nos recuerda la carta de
Santiago: el egoísmo es la fuente de donde tantas guerras y contiendas ... de
vuestras voluptuosidades que luchan en vuestros miembros. Codiciáis y no tenéis
» (Sant 4, 1 s).
Por el contrario, en
un mundo distinto, dominado por la solicitud por el bien común de toda la
humanidad, o sea por la preocupación por el « desarrollo espiritual y humano de
todos », en lugar de la búsqueda del provecho particular, la paz sería posible
como fruto de una « justicia más perfecta entre los hombres ».29
Esta novedad de la Encíclica tiene además
un valor permanente y actual, considerada la mentalidad actual que es tan
sensible al íntimo vínculo que existe entre el respeto de la justicia y la
instauración de la paz verdadera.
III
PANORAMA DEL MUNDO
CONTEMPORÁNEO
11. La enseñanza
fundamental de la
Encíclica Populorum Progressio tuvo en su día gran eco por su
novedad. El contexto social en que vivimos en la actualidad no se puede decir
que sea exactamente igual al de hace veinte años. Es, esto, por lo que quiero
detenerme, a través de una breve exposición, sobre algunas características del
mundo actual, con el fin de profundizar la enseñanza de la Encíclica de Pablo VI,
siempre bajo el punto de vista del « desarrollo de los pueblos ».
12. El primer aspecto
a destacar es que la esperanza de desarrollo, entonces tan viva, aparece en la
actualidad muy lejana de la realidad.
A este propósito, la Encíclica no se hacía
ilusión alguna. Su lenguaje grave, a veces dramático, se limitaba a subrayar el
peso de la situación y a proponer a la conciencia de todos la obligación
urgente de contribuir a resolverla. En aquellos años prevalecía un cierto
optimismo sobre la posibilidad de colmar, sin esfuerzos excesivos, el retraso
económico de los pueblos pobres, de proveerlos de infraestructuras y de asistir
los en el proceso de industrialización. En aquel contexto histórico, por encima
de los esfuerzos de cada país, la Organización de las Naciones Unidas promovió
consecutivamente dos decenios de desarrollo.30 Se tomaron, en efecto, algunas
medidas, bilaterales y multilaterales, con el fin de ayudar a muchas Naciones,
algunas de ellas independientes desde hacía tiempo, otras —la mayoría— nacidas
como Estados a raíz del proceso de descolonización. Por su parte, la Iglesia sintió el deber de
profundizar los problemas planteados por la nueva situación, pensando sostener
con su inspiración religiosa y humana estos esfuerzos para darles un alma y un
empuje eficaz.
13. No se puede
afirmar que estas diversas iniciativas religiosas, humanas, económicas y
técnicas, hayan sido superfluas, dado que han podido alcanzar algunos
resultados. Pero en línea general, teniendo en cuenta los diversos factores, no
se puede negar que la actual situación del mundo, bajo el aspecto de
desarrollo, ofrezca una impresión más bien negativa.
Por ello, deseo
llamar la atención sobre algunos indicadores genéricos, sin excluir otros más
específicos. Dejando a un lado el análisis de cifras y estadísticas, es
suficiente mirar la realidad de una multitud ingente de hombres y mujeres,
niños, adultos y ancianos, en una palabra, de personas humanas concretas e
irrepetibles, que sufren el peso intolerable de la miseria. Son muchos millones
los que carecen de esperanza debido al hecho de que, en muchos lugares de la
tierra, su situación se ha agravado sensiblemente. Ante estos dramas de total
indigencia y necesidad, en que viven muchos de nuestros hermanos y hermanas, es
el mismo Señor Jesús quien viene a interpelarnos (cf. Mt 25, 31-46).
14. La primera
constatación negativa que se debe hacer es la persistencia y a veces el
alargamiento del abismo entre las áreas del llamado Norte desarrollado y la del
Sur en vías de desarrollo. Esta terminología geográfica es sólo indicativa,
pues no se puede ignorar que las fronteras de la riqueza y de la pobreza
atraviesan en su interior las mismas sociedades tanto desarrolladas como en vías
de desarrollo. Pues, al igual que existen desigualdades sociales hasta llegar a
los niveles de miseria en los países ricos, también, de forma paralela, en los
países menos desarrollados se ven a menudo manifestaciones de egoísmo y
ostentación desconcertantes y escandalosas.
A la abundancia de
bienes y servicios disponibles en algunas partes del mundo, sobre todo en el
Norte desarrollado, corresponde en el Sur un inadmisible retraso y es
precisamente en esta zona geopolítica donde vive la mayor parte de la
humanidad.
Al mirar la gama de
los diversos sectores producción y distribución de alimentos, higiene, salud y
vivienda, disponibilidad de agua potable, condiciones de trabajo, en especial
el femenino, duración de la vida y otros indicadores económicos y sociales, el
cuadro general resulta desolador, bien considerándolo en sí mismo, bien en
relación a los datos correspondientes de los países más desarrollados del
mundo. La palabra « abismo » vuelve a los labios espontáneamente.
Tal vez no es éste el
vocablo adecuado para indicar la verdadera realidad, ya que puede dar la
impresión de un fenómeno estacionario. Sin embargo, no es así. En el camino de
los países desarrollados y en vías de desarrollo se ha verificado a lo largo de
estos años una velocidad diversa de aceleración, que impulsa a aumentar las
distancias. Así los países en vías de desarrollo, especialmente los más pobres,
se encuentran en una situación de gravísimo retraso. A lo dicho hay que añadir
todavía las diferencias de cultura y de los sistemas de valores entre los
distintos grupos de población, que no coinciden siempre con el grado de
desarrollo económico, sino que contribuyen a crear distancias. Son estos los
elementos y los aspectos que hacen mucho más compleja la cuestión social,
debido a que ha asumido una dimensión mundial.
Al observar las
diversas partes del mundo separadas por la distancia creciente de este abismo,
al advertir que cada una de ellas parece seguir una determinada ruta, con sus
realizaciones, se comprende por qué en el lenguaje corriente se hable de mundos
distintos dentro de nuestro único mundo: Primer Mundo, Segundo Mundo, Tercer
Mundo y, alguna vez, Cuarto Mundo.31 Estas expresiones, que no pretenden
obviamente clasificar de manera satisfactoria a todos los Países, son muy
significativas. Son el signo de una percepción difundida de que la unidad del
mundo, en otras palabras, la unidad del género humano, está seriamente
comprometida. Esta terminología, por encima de su valor más o menos objetivo,
esconde sin lugar a duda un contenido moral, frente al cual la Iglesia , que es «
sacramento o signo e instrumento... de la unidad de todo el género humano »,32
no puede permanecer indiferente.
15. El cuadro trazado
precedentemente sería sin embargo incompleto, si a los « indicadores económicos
y sociales » del subdesarrollo no se añadieran otros igualmente negativos, más
preocupantes todavía, comenzando por el plano cultural. Estos son: el
analfabetismo, la dificultad o imposibilidad de acceder a los niveles superiores
de instrucción, la incapacidad de participar en la construcción de la propia
Nación, las diversas formas de explotación y de opresión económica, social,
política y también religiosa de la persona humana y de sus derechos, las
discriminaciones de todo tipo, de modo especial la más odiosa basada en la
diferencia racial. Si alguna de estas plagas se halla en algunas zonas del
Norte más desarrollado, sin lugar a duda éstas son más frecuentes, más
duraderas y más difíciles de extirpar en los países en vías de desarrollo y
menos avanzados.
Es menester indicar
que en el mundo actual, entre otros derechos, es reprimido a menudo el derecho
de iniciativa económica. No obstante eso, se trata de un derecho importante no
sólo para el individuo en particular, sino además para el bien común. La
experiencia nos demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en
nombre de una pretendida « igualdad » de todos en la sociedad, reduce o, sin
más, destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa
del ciudadano. En consecuencia, surge, de este modo, no sólo una verdadera
igualdad, sino una « nivelación descendente ». En lugar de la iniciativa
creadora nace la pasividad, la dependencia y la sumisión al aparato burocrático
que, como único órgano que « dispone » y « decide » —aunque no sea « Poseedor
»— de la totalidad de los bienes y medios de producción, pone a todos en una
posición de dependencia casi absoluta, similar a la tradicional dependencia del
obrero-proletario en el sistema capitalista. Esto provoca un sentido de
frustración o desesperación y predispone a la despreocupación de la vida
nacional, empujando a muchos a la emigración y favoreciendo, a la vez, una
forma de emigración « psicológica ».
Una situación
semejante tiene sus consecuencias también desde el punto de vista de los «
derechos de cada Nación ». En efecto, acontece a menudo que una Nación es
privada de su subjetividad, o sea, de la « soberanía » que le compete, en el
significado económico así como en el político-social y en cierto modo en el
cultural, ya que en una comunidad nacional todas estas dimensiones de la vida
están unidas entre sí.
Es necesario
recalcar, además, que ningún grupo social, por ejemplo un partido, tiene
derecho a usurpar el papel de único guía porque ello supone la destrucción de
la verdadera subjetividad de la sociedad y de las personas-ciudadanos, como
ocurre en todo totalitarismo. En esta situación el hombre y el pueblo se
convierten en « objeto », no obstante todas las declaraciones contrarias y las
promesas verbales. Llegados a este punto conviene añadir que el mundo actual se
dan otras muchas formas pobreza. En efecto, ciertas carencias o privaciones
merecen tal vez este nombre. La negación o limitación de los derechos humanos
—como, por ejemplo, el derecho a la libertad religiosa, el derecho a participar
en la construcción de la sociedad, la libertad de asociación o de formar
sindicatos o de tomar iniciativas en materia económica— ¿no empobrecen tal vez
a la persona humana igual o más que la privación de los bienes materiales? Y un
desarrollo que no tenga en cuenta la plena afirmación de estos derechos ¿es
verdaderamente desarrollo humano?
En pocas palabras, el
subdesarrollo de nuestros días no es sólo económico, sino también cultural,
político y simplemente humano, como ya indicaba hace veinte años la Encíclica Populorum
Progressio. Por consiguiente, es menester preguntarse si la triste realidad de
hoy no sea, al menos en parte, el resultado de una concepción demasiado
limitada, es decir, prevalentemente económica, del desarrollo.
16. Hay que notar
que, a pesar de los notables esfuerzos realizados en los dos últimos decenios
por parte de las naciones más desarrolladas o en vías de desarrollo, y de las
Organizaciones internacionales, con el fin de hallar una salida a la situación,
o al menos poner remedio a alguno de sus síntomas, las condiciones se han
agravado notablemente.
La responsabilidad de
este empeoramiento tiene causas diversas. Hay que indicar las indudables graves
omisiones por parte de las mismas naciones en vías de desarrollo, y
especialmente por parte de los que detentan su poder económico y político. Pero
tampoco podemos soslayar la responsabilidad de las naciones desarrolladas, que
no siempre, al menos en la debida medida, han sentido el deber de ayudar a
aquellos países que se separan cada vez más del mundo del bienestar al que
pertenecen.
No obstante, es
necesario denunciar la existencia de unos mecanismos económicos, financieros y
sociales, los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres,
funcionan de modo casi automático, haciendo más rígida las situaciones de
riqueza de los unos y de pobreza de los otros. Estos mecanismos, maniobrados
por los países más desarrollados de modo directo o indirecto, favorecen a causa
de su mismo funcionamento los intereses de los que los maniobran, aunque
terminan por sofocar o condicionar las economías de los países menos
desarrollados. Es necesario someter en el futuro estos mecanismos a un análisis
atento bajo el aspecto ético-moral.
17. A pesar de que la
sociedad mundial ofrezca aspectos fragmentarios, expresados con los nombres
convencionales de Primero, Segundo, Tercero y también Cuarto mundo, permanece
más profunda su interdependencia la cual, cuando se separa de las exigencias
éticas, tiene unas consecuencias funestas para los más débiles. Más aún, esta
interdependencia, por una especie de dinámica interior y bajo el empuje de
mecanismos que no puedan dejar de ser calificados como perversos, provoca
efectos negativos hasta en los Países ricos. Precisamente dentro de estos
Países se encuentran, aunque en menor medida, las manifestaciones más
específicas del subdesarrollo. De suerte que debería ser una cosa sabida que el
desarrollo o se convierte en un hecho común a todas las partes del mundo, o
sufre un proceso de retroceso aún en las zonas marcadas por un constante
progreso. Fenómeno este particularmente indicador de la naturaleza del
auténtico desarrollo: o participan de él todas las naciones del mundo o no será
tal ciertamente.
Entre los indicadores
específicos del subdesarrollo, que afectan de modo creciente también a los
países desarrollados, hay dos particularmente reveladores de una situación
dramática. En primer lugar, la crisis de la vivienda. En el Año Internacional
de las personas sin techo, querido por la Organización de las
Naciones Unidas, la atención se dirigía a los millones de seres humanos
carentes de una vivienda adecuada o hasta sin vivienda alguna, con el fin de
despertar la conciencia de todos y de encontrar una solución a este grave
problema, que comporta consecuencias negativas a nivel individual, familiar y
social.34
La falta de viviendas
se verifica a nivel universal y se debe, en parte, al fenómeno siempre
creciente de la urbanización.35 Hasta los mismos pueblos más desarrollados
presentan el triste espectáculo de individuos y familias que se esfuerzan
literalmente por sobrevivir, sin techo o con uno tan precario que es como si no
se tuviera.
La falta de vivienda,
que es un problema en sí mismo bastante grave, es digno de ser considerado como
signo o síntesis de toda una serie de insuficiencias económicas, sociales,
culturales o simplemente humanas; y, teniendo en cuenta la extensión del
fenómeno, no debería ser difícil convencerse de cuan lejos estamos del
auténtico desarrollo de los pueblos.
18. Otro indicador,
común a gran parte de las naciones, es el fenómeno del desempleo y del
subempleo.
No hay persona que no
se dé cuenta de la actualidad y de la creciente gravedad de semejante fenómeno
en los países industrializados.36 Sí este aparece de modo alarmante en los
países en vía de desarrollo, con su alto índice de crecimiento demográfico y el
número tan elevado de población juvenil, en los países de gran desarrollo
económico parece que se contraen las fuentes de trabajo, y así, las
posibilidades de empleo, en vez de aumentar, disminuyen.
También este triste
fenómeno, con su secuela de efectos negativos a nivel individual y social,
desde la degradación hasta la pérdida del respeto que todo hombre y mujer se
debe a sí mismo, nos lleva a preguntarnos seriamente sobre el tipo de
desarrollo, que se ha perseguido en el curso de los últimos veinte años.
A este propósito
viene muy oportunamente la consideración de la Encíclica Laborem
exercens: « Es necesario subrayar que el elemento constitutivo y a su vez la
verificación más adecuada de este progreso en el espíritu de justicia y paz,
que la Iglesia
proclama y por el que no cesa de orar (...), es precisamente la continua
revalorización del trabajo humano, tanto bajo el aspecto de su finalidad
objetiva, como bajo el aspecto de la dignidad del sujeto de todo trabajo, que
es el hombre ». Antes bien, « no se puede menos de quedar impresionados ante un
hecho desconcertante de grandes proporciones », es decir, que « existen ...
grupos enteros de desocupados o subocupados (...): un hecho que atestigua sin
duda el que, dentro de las comunidades políticas como en las relaciones
existentes entre ellas a nivel continental y mundial —en lo concerniente a la organización
del trabajo y del empleo— hay algo que no funciona y concretamente en los
puntos más críticos y de mayor relieve social ».37
Como el precedente,
también este fenómeno, por su carácter universal y en cierto sentido
multiplicador, representa un signo sumamente indicativo, por su incidencia
negativa, del estado y de la calidad del desarrollo de los pueblos, ante el
cual nos encontramos hoy.
19. Otro fenómeno,
también típico del último período —si bien no se encuentra en todos los
lugares—, es sin duda igualmente indicador de la interdependencia existente
entre los países desarrollados y menos desarrollados. Es la cuestión de la
deuda internacional, a la que la Pontificia Comisión Iustitia et Pax ha dedicado
un documento.38
No se puede aquí
silenciar el profundo vínculo que existe entre este problema, cuya creciente
gravedad había sido ya prevista por la Populorum Progressio ,39
y la cuestión del desarrollo de los pueblos.
La razón que movió a
los países en vías de desarrollo a acoger el ofrecimiento de abundantes
capitales disponibles fue la esperanza de poderlos invertir en actividades de
desarrollo. En consecuencia, la disponibilidad de los capitales y el hecho de
aceptarlos a título de préstamo puede considerarse una contribución al
desarrollo mismo, cosa deseable y legítima en sí misma, aunque quizás
imprudente y en alguna ocasión apresurada.
Habiendo cambiado las
circunstancias tanto en los países endeudados como en el mercado internacional
financiador, el instrumento elegido para dar una ayuda al desarrollo se ha
transformado en un mecanismo contraproducente. Y esto ya sea porque los Países
endeudados, para satisfacer los compromisos de la deuda, se ven obligados a
exportar los capitales que serían necesarios para aumentar o, incluso, para mantener
su nivel de vida, ya sea porque, por la misma razón, no pueden obtener nuevas
fuentes de financiación indispensables igualmente.
Por este mecanismo,
el medio destinado al desarrollo de los pueblos se ha convertido en un freno,
por no hablar, en ciertos casos, hasta de una acentuación del subdesarrollo.
Estas circunstancias
nos mueven a reflexionar —como afirma un reciente Documento de la Pontificia Comisión
Iustitia et Pax 40 — sobre el carácter ético de la interdependencia de los
pueblos; y, para mantenernos en la línea de la presente consideración, sobre
las exigencias y las condiciones, inspiradas igualmente en los principios
éticos, de la cooperación al desarrollo.
20. Si examinamos
ahora las causas de este grave retraso en el proceso del desarrollo, verificado
en sentido opuesto a las indicaciones de la Encíclica Populorum
Progressio que había suscitado tantas esperanzas, nuestra atención se centra de
modo particular en las causas políticas de la situación actual.
Encontrándonos ante
un conjunto de factores indudablemente complejos, no es posible hacer aquí un
análisis completo. Pero no se puede silenciar un hecho sobresaliente del cuadro
político que caracteriza el período histórico posterior al segundo conflicto
mundial y es un factor que no se puede omitir en el tema del desarrollo de los
pueblos.
Nos referimos a la
existencia de dos bloques contrapuestos, designados comúnmente con los nombres
convencionales de Este y Oeste, o bien de Oriente y Occidente. La razón de esta
connotación no es meramente política, sino también, como se dice, geopolítica.
Cada uno de ambos bloques tiende a asimilar y a agregar alrededor de sí, con
diversos grados de adhesión y participación, a otros Países o grupos de Países.
La contraposición es
ante todo política, en cuanto cada bloque encuentra su identidad en un sistema
de organización de la sociedad y de la gestión del poder, que intenta ser
alternativo al otro; a su vez, la contraposición política tiene su origen en
una contraposición más profunda que es de orden ideológico.
En Occidente existe,
en efecto, un sistema inspirado históricamente en el capitalismo liberal, tal
como se desarrolló en el siglo pasado; en Oriente se da un sistema inspirado en
el colectivismo marxista, que nació de la interpretación de la condición de la
clase proletaria, realizada a la luz de una peculiar lectura de la historia.
Cada una de estas dos
ideologías, al hacer referencia a dos visiones tan diversas del hombre, de su
libertad y de su cometido social, ha propuesto y promueve, bajo el aspecto
económico, unas formas antitéticas de organización del trabajo y de estructuras
de la propiedad, especialmente en lo referente a los llamados medios de
producción.
Es inevitable que la
contraposición ideológica, al desarrollar sistemas y centros antagónicos de
poder, con sus formas de propaganda y de doctrina, se convirtiera en una
creciente contraposición militar, dando origen a dos bloques de potencias
armadas, cada uno desconfiado y temeroso del prevalecer ajeno.
A su vez, las
relaciones internacionales no podían dejar de resentir los efectos de esta «
lógica de los bloques » y de sus respectivas « esferas de influencia ». Nacida
al final de la segunda guerra mundial, la tensión entre ambos bloques ha
dominado los cuarenta años sucesivos, asumiendo unas veces el carácter de «
guerra fría », otras de « guerra por poder » mediante la instrumentalización de
conflictos locales, o bien teniendo el ánimo angustiado y en suspenso ante la
amenaza de una guerra abierta y total.
Si en el momento
actual tal peligro parece que es más remoto, aun sin haber desaparecido
completamente, y si se ha llegado a un primer acuerdo sobre las destrucción de
cierto tipo de armamento nuclear, la existencia y la contraposición de bloques
no deja de ser todavía un hecho real y preocupante, que sigue condicionando el
panorama mundial.
21. Esto se verifica
con un efecto particularmente negativo en las relaciones internacionales, que
miran a los Países en vías de desarrollo. En efecto, como es sabido, la tensión
entre Oriente y Occidente no refleja de por sí una oposición entre dos diversos
grados de desarrollo, sino más bien entre dos concepciones del desarrollo mismo
de los hombres y de los pueblos, de tal modo imperfectas que exigen una
corrección radical. Dicha oposición se refleja en el interior de aquellos
países, contribuyendo así a ensanchar el abismo que ya existe a nivel económico
entre Norte y Sur, y que es consecuencia de la distancia entre los dos mundos
más desarrollados y los menos desarrollados.
Esta es una de las
razones por las que la doctrina social de la Iglesia asume una actitud crítica tanto ante el
capitalismo liberal como ante el colectivismo marxista. En efecto, desde el
punto de vista del desarrollo surge espontánea la pregunta: ¿de qué manera o en
qué medida estos dos sistemas son susceptibles de transformaciones y capaces de
ponerse al día, de modo que favorezcan o promuevan un desarrollo verdadero e
integral del hombre y de los pueblos en la sociedad actual? De hecho, estas
transformaciones y puestas al día son urgentes e indispensables para la causa
de un desarrollo común a todos.
Los Países
independizados recientemente, que esforzándose en conseguir su propia identidad
cultural y política necesitarían la aportación eficaz y desinteresada de los
Países más ricos y desarrollados, se encuentran comprometidos —y a veces
incluso desbordados— en conflictos ideológicos que producen inevitables
divisiones internas, llegando incluso a provocar en algunos casos verdaderas
guerras civiles. Esto sucede porque las inversiones y las ayudas para el
desarrollo a menudo son desviadas de su propio fin e instrumentalizadas para
alimentar los contrastes, por encima y en contra de los intereses de los Países
que deberían beneficiarse de ello. Muchos de ellos son cada vez más conscientes
del peligro de caer víctimas de un neocolonialismo y tratan de librarse. Esta
conciencia es tal que ha dado origen, aunque con dificultades, oscilaciones y a
veces contradicciones, al Movimiento internacional de los Países No Alineados,
el cual, en lo que constituye su aspecto positivo, quisiera afirmar
efectivamente el derecho de cada pueblo a su propia identidad, a su propia
independencia y seguridad, así como a la participación, sobre la base de la
igualdad y de la solidaridad, de los bienes que están destinados a todos los
hombres.
22. Hechas estas
consideraciones es más fácil tener una visión más clara del cuadro de los
últimos veinte años y comprender mejor los contrastes existentes en la parte
Norte del mundo, es decir, entre Oriente y Occidente, como causa no última del
retraso o del estancamiento del Sur.
Los Países
subdesarrollados, en vez de transformarse en Naciones autónomas, preocupadas de
su propia marcha hacia la justa participación en los bienes y servicios
destinados a todos, se convierten en piezas de un mecanismo y de un engranaje
gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación
social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte
del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los
problemas propios de estos Países, ni respetan su fisonomía cultural; a menudo,
imponen una visión desviada de la vida y del hombre y así no responden a las
exigencias del verdadero desarrollo.
Cada uno de los dos
bloques lleva oculta internamente, a su manera, la tendencia al imperialismo,
como se dice comúnmente, o a formas de neocolonialismo: tentación nada fácil en
la que se cae muchas veces, como enseña la historia incluso reciente.
Esta situación
anormal —consecuencia de una guerra y de una preocupación exagerada, más allá
de lo lícito, por razones de la propia seguridad— impide radicalmente la
cooperación solidaria de todos por el bien común del género humano, con
perjuicio sobre todo de los pueblos pacíficos, privados de su derecho de acceso
a los bienes destinados a todos los hombres.
Desde este punto de
vista, la actual división del mundo es un obstáculo directo para la verdadera
transformación de las condiciones de subdesarrollo en los Países en vías de
desarrollo y en aquellos menos avanzados. Sin embargo, los pueblos no siempre
se resignan a su suerte. Además, la misma necesidad de una economía sofocada
por los gastos militares, así como por la burocracia y su ineficiencia
intrínseca, parece favorecer ahora unos procesos que podrán hacer menos rígida
la contraposición y más fácil el comienzo de un diálogo útil y de una verdadera
colaboración para la paz.
23. La afirmación de la Encíclica Populorum
Progressio, de que los recursos destinados a la producción de armas deben ser
empleados en aliviar la miseria de las poblaciones necesitadas,41 hace más
urgente el llamado a superar la contraposición entre los dos bloques.
Hoy, en la práctica,
tales recursos sirven para asegurar que cada uno de los dos bloques pueda
prevalecer sobre el otro, y garantizar así la propia seguridad. Esta
distorsión, que es un vicio de origen, dificulta a aquellas Naciones que, desde
un punto de vista histórico, económico y político tienen la posibilidad de
ejercer un liderazgo, al cumplir adecuadamente su deber de solidaridad en favor
de los pueblos que aspiran a su pleno desarrollo.
Es oportuno afirmar
aquí —y no debe parecer esto una exageración— que un papel de liderazgo entre
las Naciones se puede justificar solamente con la posibilidad y la voluntad de
contribuir, de manera más amplia y generosa, al bien común de todos.
Una Nación que
cediese, más o menos conscientemente, a la tentación de cerrarse en sí misma,
olvidando la responsabilidad que le confiere una cierta superioridad en el
concierto de las Naciones, faltaría gravemente a un preciso deber ético. Esto
es fácilmente reconocible en la contingencia histórica, en la que los creyentes
entrevén las disposiciones de la divina Providencia que se sirve de las Naciones
para la realización de sus planes, pero que también « hace vanos los proyectos
de los pueblos » (cf. Sal 33 (32) 10).
Cuando Occidente
parece inclinarse a unas formas de aislamiento creciente y egoísta, y Oriente,
a su vez, parece ignorar por motivos discutibles su deber de cooperación para
aliviar la miseria de los pueblos, uno se encuentra no sólo ante una traición
de las legítimas esperanzas de la humanidad con consecuencias imprevisibles,
sino ante una defección verdadera y propia respecto de una obligación moral.
24. Si la producción
de armas es un grave desorden que reina en el mundo actual respecto a las
verdaderas necesidades de los hombres y al uso de los medios adecuados para
satisfacerlas, no lo es menos el comercio de las mismas. Más aún, a propósito
de esto, es preciso añadir que el juicio moral es todavía más severo. Como se
sabe, se trata de un comercio sin fronteras capaz de sobrepasar incluso las de
los bloques. Supera la división entre Oriente y Occidente y, sobre todo, la que
hay entre Norte y Sur, llegando hasta los diversos componentes de la parte
meridional del mundo. Nos hallamos así ante un fenómeno extraño: mientras las
ayudas económicas y los planes de desarrollo tropiezan con el obstáculo de
barreras ideológicas insuperables, arancelarias y de mercado, las armas de
cualquier procedencia circulan con libertad casi absoluta en las diversas
partes del mundo. Y nadie ignora —como destaca el reciente documento de la Pontificia Comisión
Iustitia et Pax sobre la deuda internacional 42— que en algunos casos, los
capitales prestados por el mundo desarrollado han servido para comprar
armamentos en el mundo subdesarrollado.
Si a todo esto se
añade el peligro tremendo, conocido por todos, que representan las armas
atómicas acumuladas hasta lo increíble, la conclusión lógica es la siguiente:
el panorama del mundo actual, incluso el económico, en vez de causar
preocupación por un verdadero desarrollo que conduzca a todos hacia una vida «
más humana », —como deseaba la Encíclica Populorum Progressio 43— parece
destinado a encaminarnos más rápidamente hacia la muerte.
Las consecuencias de
este estado de cosas se manifiestan en el acentuarse de una plaga típica y
reveladora de los desequilibrios y conflictos del mundo contemporáneo: los
millones de refugiados, a quienes las guerras, calamidades naturales,
persecuciones y discriminaciones de todo tipo han hecho perder casa, trabajo,
familia y patria. La tragedia de estas multitudes se refleja en el rostro
descompuesto de hombres, mujeres y niños que, en un mundo dividido e inhóspito,
no consiguen encontrar ya un hogar.
Ni se pueden cerrar
los ojos a otra dolorosa plaga del mundo actual: el fenómeno del terrorismo,
entendido como propósito de matar y destruir indistintamente hombres y bienes,
y crear precisamente un clima de terror y de inseguridad, a menudo incluso con
la captura de rehenes. Aun cuando se aduce como motivación de esta actuación
inhumana cualquier ideología o la creación de una sociedad mejor, los actos de
terrorismo nunca son justificables. Pero mucho menos lo son cuando, como sucede
hoy, tales decisiones y actos, que a veces llegan a verdaderas mortandades,
ciertos secuestros de personas inocentes y ajenas a los conflictos, se proponen
un fin propagandístico en favor de la propia causa; o, peor aún, cuando son un
fin en sí mismos, de forma que se mata sólo por matar. Ante tanto horror y
tanto sufrimiento siguen siendo siempre válidas las palabras que pronuncié hace
algunos años y que quisiera repetir una vez más: « El cristianismo prohíbe ...
el recurso a las vías del odio, al asesinato de personas indefensas y a los
métodos del terrorismo ».44
25. A este respecto
conviene hacer una referencia al problema demográfico y a la manera cómo se
trata hoy, siguiendo lo que Pablo VI indicó en su Encíclica 45 y lo que expuse
más extensamente en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio.46
No se puede negar la
existencia —sobre todo en la parte Sur de nuestro planeta— de un problema
demográfico que crea dificultades al desarrollo. Es preciso afirmar enseguida
que en la parte Norte este problema es de signo inverso: aquí lo que preocupa
es la caída de la tasa de la natalidad, con repercusiones en el envejecimiento
de la población, incapaz incluso de renovarse biológicamente. Fenómeno éste
capaz de obstaculizar de por sí el desarrollo. Como tampoco es exacto afirmar
que tales dificultades provengan solamente del crecimiento demográfico; no está
demostrado siquiera que cualquier crecimiento demográfico sea incompatible con
un desarrollo ordenado.
Por otra parte,
resulta muy alarmante constatar en muchos Países el lanzamiento de campañas
sistemáticas contra la natalidad, por iniciativa de sus Gobiernos, en contraste
no sólo con la identidad cultural y religiosa de los mismos Países, sino también
con la naturaleza del verdadero desarrollo. Sucede a menudo que tales campañas
son debidas a presiones y están financiadas por capitales provenientes del
extranjero y, en algún caso, están subordinadas a las mismas y a la asistencia
económico-financiera. En todo caso, se trata de una falta absoluta de respeto
por la libertad de decisión de las personas afectadas, hombres y mujeres,
sometidos a veces a intolerables presiones, incluso económicas para someterlas
a esta nueva forma de opresión. Son las poblaciones más pobres las que sufren
los atropellos, y ello llega a originar en ocasiones la tendencia a un cierto
racismo, o favorece la aplicación de ciertas formas de eugenismo, igualmente
racistas.
También este hecho,
que reclama la condena más enérgica, es indicio de una concepción errada y
perversa del verdadero desarrollo humano.
26. Este panorama,
predominantemente negativo, sobre la situación real del desarrollo en el mundo
contemporáneo, no sería completo si no señalara la existencia de aspectos
positivos.
El primero es la
plena conciencia, en muchísimos hombres y mujeres, de su propia dignidad y de
la de cada ser humano. Esta conciencia se expresa, por ejemplo, en una viva
preocupación porel respeto de los derechos humanos y en el más decidido rechazo
de sus violaciones. De esto es un signo revelador el número de asociaciones
privadas, algunas de alcance mundial, de reciente creación, y casi todas
comprometidas en seguir con extremo cuidado y loable objetividad los
acontecimientos internacionales en un campo tan delicado.
En este sentido hay
que reconocer la influencia ejercida por la Declaración de los
Derechos Humanos, promulgada hace casi cuarenta años por la Organización de las
Naciones Unidas. Su misma existencia y su aceptación progresiva por la
comunidad internacional son ya testimonio de una mayor conciencia que se está
imponiendo. Lo mismo cabe decir —siempre en el campo de los derechos humanos—
sobre los otros instrumentos jurídicos de la misma Organización de las Naciones
Unidas o de otros Organismos internacionales.47
La conciencia de la
que hablamos no se refiere solamente a los individuos, sino también a las
Naciones y a los pueblos, los cuales, como entidades con una determinada
identidad cultural, son particularmente sensibles a la conservación, libre
gestión y promoción de su precioso patrimonio.
Al mismo tiempo, en
este mundo dividido y turbado por toda clase de conflictos, aumenta la
convicción de una radical interdependencia, y por consiguiente, de una
solidaridad necesaria, que la asuma y traduzca en el plano moral. Hoy quizás
más que antes, los hombres se dan cuenta de tener un destino común que
construir juntos, si se quiere evitar la catástrofe para todos. Desde el fondo
de la angustia, del miedo y de los fenómenos de evasión como la droga, típicos
del mundo contemporáneo, emerge la idea de que el bien, al cual estamos
llamados todos, y la felicidad a la que aspiramos no se obtienen sin el
esfuerzo y el empeño de todos sin excepción, con la consiguiente renuncia al
propio egoísmo.
Aquí se inserta
también, como signo del respeto por la vida, —no obstante todas las tentaciones
por destruirla, desde el aborto a la eutanasia— la preocupación concomitante
por la paz; y, una vez más, se es consciente de que ésta es indivisible: o es
de todos, o de nadie. Una paz que exige, cada vez más, el respeto riguroso de
la justicia, y, por consiguiente, la distribución equitativa de los frutos del
verdadero desarrollo.48
Entre las señales
positivas del presente, hay que señalar igualmente la mayor conciencia de la
limitación de los recursos disponibles, la necesidad de respetar la integridad
y los ritmos de la naturaleza y de tenerlos en cuenta en la programación del
desarrollo, en lugar de sacrificarlo a ciertas concepciones demagógicas del
mismo. Es lo que hoy se llama la preocupación ecológica.
Es justo reconocer
también el empeño de gobernantes, políticos, economistas, sindicalistas,
hombres de ciencia y funcionarios internacionales —muchos de ellos inspirados
por su fe religiosa— por resolver generosamente con no pocos sacrificios
personales, los males del mundo y procurar por todos los medios que un número
cada vez mayor de hombres y mujeres disfruten del beneficio de la paz y de una
calidad de vida digna de este hombre.
A ello contribuyen en
gran medida las grandes Organizaciones internacionales y algunas Organizaciones
regionales, cuyos esfuerzos conjuntos permiten intervenciones de mayor
eficacia.
Gracias a estas
aportaciones, algunos Países del Tercer Mundo, no obstante el peso de numerosos
condicionamientos negativos, han logrado alcanzar una cierta autosuficiencia
alimentaria, o un grado de industrialización que les permite subsistir
dignamente y garantizar fuentes de trabajo a la población activa.
Por consiguiente, no
todo es negativo en el mundo contemporáneo —y no podía ser de otra manera—
porque la Providencia
del Padre celestial vigila con amor también sobre nuestras preocupaciones
diarias (cf. Mt 6, 25-32; 10, 23-31; Lc 12, 6-7; 22, 20); es más, los valores
positivos señalados revelan una nueva preocupación moral, sobre todo en orden a
los grandes problemas humanos, como son el desarrollo y la paz.
Esta realidad me
mueve a reflexionar sobre la verdadera naturaleza del desarrollo de los
pueblos, de acuerdo con la
Encíclica cuyo aniversario celebramos, y como homenaje a su
enseñanza.
IV
EL AUTÉNTICO
DESARROLLO HUMANO
27. La mirada que la Encíclica invita a dar
sobre el mundo contemporáneo nos hace constatar, ante todo, que el desarrollo
no es un proceso rectilíneo, casi automático y de por sí ilimitado, como si, en
ciertas condiciones, el género humano marchara seguro hacia una especie de
perfección indefinida.49 Esta concepción —unida a una noción de « progreso » de
connotaciones filosóficas de tipo iluminista, más bien que a la de « desarrollo
»,50 usada en sentido específicamente económico-social— parece puesta ahora
seriamente en duda, sobre todo después de la trágica experiencia de las dos
guerras mundiales, de la destrucción planeada y en parte realizada de
poblaciones enteras y del peligro atómico que amenaza. A un ingenuo optimismo
mecanicista le reemplaza una fundada inquietud por el destino de la humanidad.
28. Pero al mismo tiempo
ha entrado en crisis la misma concepción « económica » o « economicista »
vinculada a la palabra desarrollo. En efecto, hoy se comprende mejor que la
mera acumulación de bienes y servicios, incluso en favor de una mayoría, no
basta para proporcionar la felicidad humana. Ni, por consiguiente, la
disponibilidad de múltiples beneficios reales, aportados en los tiempos
recientes por la ciencia y la técnica, incluida la informática, traen consigo
la liberación de cualquier forma de esclavitud. Al contrario, la experiencia de
los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de recursos y
potencialidades, puestas a disposición del hombre, no es regida por un objetivo
moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género humano,
se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo.
Debería ser altamente
instructiva una constatación desconcertante de este período más reciente: junto
a las miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos encontramos con una
especie de superdesarrollo, igualmente inaceptable porque, como el primero, es
contrario al bien y a la felicidad auténtica. En efecto, este superdesarrollo,
consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales
para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la
« posesión » y del goce inmediato, sin otro horizonte que la multiplicación o
la continua sustitución de los objetos que se poseen por otros todavía más
perfectos. Es la llamada civilización del « consumo » o consumismo, que
comporta tantos « desechos » o « basuras ». Un objeto poseído, y ya superado
por otro más perfecto, es descartado simplemente, sin tener en cuenta su
posible valor permanente para uno mismo o para otro ser humano más pobre.
Todos somos testigos
de los tristes efectos de esta ciega sumisión al mero consumo: en primer
término, una forma de materialismo craso, y al mismo tiempo una radical
insatisfacción, porque se comprende rápidamente que, —si no se está prevenido
contra la inundación de mensajes publicitarios y la oferta incesante y
tentadora de productos— cuanto más se posee más se desea, mientras las
aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás incluso sofocadas.
Ciertamente, la
diferencia entre « ser » y « tener », y el peligro inherente a una mera
multiplicación o sustitución de cosas poseídas respecto al valor del « ser »,
no debe transformarse necesariamente en una antinomia. Una de las mayores
injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son
relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada.
Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados
originariamente a todos.
Este es pues el
cuadro: están aquéllos —los pocos que poseen mucho— que no llegan
verdaderamente a « ser », porque, por una inversión de la jerarquía de los
valores, se encuentran impedidos por el culto del « tener »; y están los otros
—los muchos que poseen poco o nada— los cuales no consiguen realizar su
vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables.
El mal no consiste en
el « tener » como tal, sino en el poseer que no respeta la calidad y la
ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que derivan
de la subordinación de los bienes y de su disponibilidad al « ser » del hombre
y a su verdadera vocación.
Con esto se demuestra
que si el desarrollo tiene una necesaria dimensión económica, puesto que debe
procurar al mayor número posible de habitantes del mundo la disponibilidad de
bienes indispensables para « ser », sin embargo no se agota con esta dimensión.
En cambio, si se limita a ésta, el desarrollo se vuelve contra aquéllos mismos
a quienes se desea beneficiar.
Las características
de un desarrollo pleno, « más humano », el cual —sin negar las necesidades
económicas— procure estar a la altura de la auténtica vocación del hombre y de
la mujer, han sido descritas por Pablo VI.53
29. Por eso, un
desarrollo no solamente económico se mide y se orienta según esta realidad y
vocación del hombre visto globalmente, es decir, según un propio parámetro
interior. Este, ciertamente, necesita de los bienes creados y de los productos
de la industria, enriquecida constantemente por el progreso científico y
tecnológico. Y la disponibilidad siempre nueva de los bienes materiales,
mientras satisface las necesidades, abre nuevos horizontes. El peligro del
abuso consumístico y de la aparición de necesidades artificiales, de ninguna
manera deben impedir la estima y utilización de los nuevos bienes y recursos
puestos a nuestra disposición. Al contrario, en ello debemos ver un don de Dios
y una respuesta a la vocación del hombre, que se realiza plenamente en Cristo.
Mas para alcanzar el
verdadero desarrollo es necesario no perder de vista dicho parámetro, que está
en la naturaleza específica del hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza
(cf. Gén 1, 26). Naturaleza corporal y espiritual, simbolizada en el segundo
relato de la creación por dos elementos: la tierra, con la que Dios modela al
hombre, y el hálito de vida infundido en su rostro (cf. Gén 2, 7).
El hombre tiene así
una cierta afinidad con las demás creaturas: está llamado a utilizarlas, a
ocuparse de ellas y —siempre según la narración del Génesis (2, 15)— es
colocado en el jardín para cultivarlo y custodiarlo, por encima de todos los
demás seres puestos por Dios bajo su dominio (cf. ibid. 1, 15 s.). Pero al
mismo tiempo, el hombre debe someterse a la voluntad de Dios, que le pone
límites en el uso y dominio de las cosas (cf. ibid. 2, 16 s.), a la par que le
promete la inmortalidad (cf. ibid. 2, 9; Sab 2, 23). El hombre, pues, al ser
imagen de Dios, tiene una verdadera afinidad con El. Según esta enseñanza, el
desarrollo no puede consistir solamente en el uso, dominio y posesión
indiscriminada de las cosas creadas y de los productos de la industria humana,
sino más bien en subordinar la posesión, el dominio y el uso a la semejanza divina
del hombre y a su vocación a la inmortalidad. Esta es la realidad trascendente
del ser humano, la cual desde el principio aparece participada por una pareja,
hombre y mujer (cf. Gén 1, 27), y es por consiguiente fundamentalmente social.
30. Según la Sagrada Escritura ,
pues, la noción de desarrollo no es solamente « laica » o « profana », sino que
aparece también, aunque con una fuerte acentuación socioeconómica, como la
expresión moderna de una dimensión esencial de la vocación del hombre. En
efecto, el hombre no ha sido creado, por así decir, inmóvil y estático. La
primera presentación que de él ofrece la Biblia , lo describe ciertamente como creatura y
como imagen, determinada en su realidad profunda por el origen y el parentesco
que lo constituye. Pero esto mismo pone en el ser humano, hombre y mujer, el
germen y la exigencia de una tarea originaria a realizar, cada uno por separado
y también como pareja. La tarea es « dominar » las demás creaturas, « cultivar
el jardín »; pero hay que hacerlo en el marco de obediencia a la ley divina y,
por consiguiente, en el respeto de la imagen recibida, fundamento claro del
poder de dominio, concedido en orden a su perfeccionamiento (cf. Gén 1, 26-30;
2, 15 s.; Sab 9, 2 s.).
Cuando el hombre
desobedece a Dios y se niega a someterse a su potestad, entonces la naturaleza
se le rebela y ya no le reconoce como señor, porque ha empañado en sí mismo la
imagen divina. La llamada a poseer y usar lo creado permanece siempre válida, pero
después del pecado su ejercicio será arduo y lleno de sufrimientos (cf. Gén 3,
17-19).
En efecto, el
capítulo siguiente del Génesis nos presenta la descendencia de Caín, la cual
construye una ciudad, se dedica a la ganadería, a las artes (la música) y a la
técnica (la metalurgia), y al mismo tiempo se empezó a « invocar el nombre del
Señor » (cf. ibid. 4, 17-26).
La historia del
género humano, descrita en la Sagrada Escritura , incluso después de la caída en
el pecado, es una historia de continuas realizaciones que, aunque puestas
siempre en crisis y en peligro por el pecado, se repiten, enriquecen y se
difunden como respuesta a la vocación divina señalada desde el principio al
hombre y a la mujer (cf. Gén 1, 26-28) y grabada en la imagen recibida por ellos.
Es lógico concluir,
al menos para quienes creen en la
Palabra de Dios, que el « desarrollo » actual debe ser
considerado como un momento de la historia iniciada en la creación y
constantemente puesta en peligro por la infidelidad a la voluntad del Creador,
sobre todo por la tentación de la idolatría, pero que corresponde
fundamentalmente a las premisas iniciales. Quien quisiera renunciar a la tarea,
difícil pero exaltante, de elevar la suerte de todo el hombre y de todos los
hombre, bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo incesante de
superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del retorno al punto
de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador. Bajo este aspecto en la Encíclica Laborem
exercens me he referido a la vocación del hombre al trabajo, para subrayar el
concepto de que siempre es él el protagonista del desarrollo.54
Más aún, el mismo
Señor Jesús, en la parábola de los talentos pone de relieve el trato severo
reservado al que osó esconder el talento recibido: « Siervo malo y perezoso,
sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí... Quitadle,
por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos » (Mt 25,
26-28). A nosotros, que recibimos los dones de Dios para hacerlos fructificar,
nos toca « sembrar » y « recoger ». Si no lo hacemos, se nos quitará incluso lo
que tenemos.
Meditar sobre estas
severas palabras nos ayudará a comprometernos más resueltamente en el deber,
hoy urgente para todos, de cooperar en el desarrollo pleno de los demás: «
desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres ».55
31. La fe en Cristo
Redentor, mientras ilumina interiormente la naturaleza del desarrollo, guía
también en la tarea de colaboración. En la Carta de San Pablo a los Colosenses leemos que
Cristo es « el primogénito de toda la creación » y que « todo fue creado por él
y para él » (1, 15-16). En efecto, « todo tiene en él su consistencia » porque
« Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y
para él todas las cosas ». (Ibid., 1, 20).
En este plan divino,
que comienza desde la eternidad en Cristo, « Imagen » perfecta del Padre, y
culmina en él, « Primogénito de entre los muertos » (Ibid., 1, 15. 18), se
inserta nuestra historia, marcada por nuestro esfuerzo personal y colectivo por
elevar la condición humana, vencer los obstáculos que surgen siempre en nuestro
camino, disponiéndonos así a participar en la plenitud que « reside en el Señor
» y que la comunica « a su Cuerpo, la Iglesia » (Ibid., 1, 18; cf. Ef 1, 22-23), mientras
el pecado, que siempre nos acecha y compromete nuestras realizaciones humanas,
es vencido y rescatado por la « reconciliación » obrada por Cristo (cf. Col 1,
20).
Aquí se abren las
perspectivas. El sueño de un « progreso indefinido » se verifica, transformado
radicalmente por la nueva óptica que abre la fe cristiana, asegurándonos que
este progreso es posible solamente porque Dios Padre ha decidido desde el
principio hacer al hombre partícipe de su gloria en Jesucristo resucitado,
porque « en él tenemos por medio de su sangre el perdón de los delitos » (Ef 1,
7), y en él ha querido vencer al pecado y hacerlo servir para nuestro bien más
grande,56 que supera infinitamente lo que el progreso podría realizar.
Podemos decir, pues,
—mientras nos debatimos en medio de las oscuridades y carencias del
subdesarrollo y del superdesarrollo— que un día, cuando a este ser corruptible
se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad »
(1 Cor 15, 54), cuando el Señor « entregue a Dios Padre el Reino »
(Ibid.,15,24), todas las obras y acciones, dignas del hombre, serán rescatadas.
Además, esta
concepción de la fe explica claramente por qué la Iglesia se preocupa de la
problemática del desarrollo, lo considera un deber de su ministerio pastoral, y
ayuda a todos a reflexionar sobre la naturaleza y las características del
auténtico desarrollo humano. Al hacerlo, desea por una parte, servir al plan
divino que ordena todas las cosas hacia la plenitud que reside en Cristo (cf.
Col 1, 19) y que él comunicó a su Cuerpo, y por otra, responde a la vocación
fundamental de « sacramento; o sea, signo e instrumento de la íntima unión con
Dios y de la unidad de todo el género humano ».57
Algunos Padres de la Iglesia se han inspirado
en esta visión para elaborar, de forma original, su concepción del sentido de
la historia y del trabajo humano, como encaminado a un fin que lo supera y
definido siempre por su relación con la obra de Cristo. En otras palabras, es
posible encontrar en la enseñanza patrística una visión optimista de la
historia y del trabajo, o sea, del valor perenne de las auténticas
realizaciones humanas, en cuanto rescatadas por Cristo y destinadas al Reino
prometido.58 Así, pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de
que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a
aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no sólo con lo « superfluo
», sino con lo « necesario ». Ante los casos de necesidad, no se debe dar
preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos
del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes
para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello.59 Como ya se ha
dicho, se nos presenta aquí una « jerarquía de valores » —en el marco del
derecho de propiedad— entre el « tener » y el « ser », sobre todo cuando el «
tener » de algunos puede ser a expensas del « ser » de tantos otros.
El Papa Pablo VI, en
su Encíclica, sigue esta enseñanza, inspirándose en la Constitución pastoral
Gaudium et spes.60 Por mi parte, deseo insistir también sobre su gravedad y
urgencia, pidiendo al Señor fuerza para todos los cristianos a fin de poder
pasar fielmente a su aplicación práctica.
32. La obligación de
empeñarse por el desarrollo de los pueblos no es un deber solamente individual,
ni mucho menos individualista, como si se pudiera conseguir con los esfuerzos
aislados de cada uno. Es un imperativo para todos y cada uno de los hombres y
mujeres, para las sociedades y las naciones, en particular para la Iglesia católica y para
las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, con las que estamos plenamente
dispuestos a colaborar en este campo. En este sentido, así como nosotros los
católicos invitamos a los hermanos separados a participar en nuestras
iniciativas, del mismo modo nos declaramos dispuestos a colaborar en las suyas,
aceptando las invitaciones que nos han dirigido. En esta búsqueda del
desarrollo integral del hombre podemos hacer mucho también con los creyentes de
las otras religiones, como en realidad ya se está haciendo en diversos lugares.
En efecto, la cooperación al desarrollo de todo el hombre y de cada hombre es
un deber de todos para con todos y, al mismo tiempo, debe ser común a las
cuatro partes del mundo: Este y Oeste, Norte y Sur; o, a los diversos « mundos
», como suele decirse hoy. De lo contrario, si trata de realizarlo en una sola
parte, o en un solo mundo, se hace a expensas de los otros; y allí donde
comienza, se hipertrofia y se pervierte al no tener en cuenta a los demás. Los
pueblos y las Naciones también tienen derecho a su desarrollo pleno, que, si
bien implica —como se ha dicho— los aspectos económicos y sociales, debe
comprender también su identidad cultural y la apertura a lo trascendente. Ni siquiera
la necesidad del desarrollo puede tomarse como pretexto para imponer a los
demás el propio modo de vivir o la propia fe religiosa.
33. No sería
verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y
promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos,
incluidos los derechos de las Naciones y de los pueblos.
Hoy, quizá más que
antes, se percibe con mayor claridad la contradicción intrínseca de un
desarrollo que fuera solamente económico. Este subordina fácilmente la persona
humana y sus necesidades más profundas a las exigencias de la planificación
económica o de la ganancia exclusiva.
La conexión
intrínseca entre desarrollo auténtico y respeto de los derechos del hombre,
demuestra una vez más su carácter moral: la verdadera elevación del hombre,
conforme a la vocación natural e histórica de cada uno, no se alcanza
explotando solamente la abundancia de bienes y servicios, o disponiendo de infraestructuras
perfectas.
Cuando los individuos
y las comunidades no ven rigurosamente respetadas las exigencias morales,
culturales y espirituales fundadas sobre la dignidad de la persona y sobre la
identidad propia de cada comunidad, comenzando por la familia y las sociedades
religiosas, todo lo demás —disponibilidad de bienes, abundancia de recursos
técnicos aplicados a la vida diaria, un cierto nivel de bienestar material—
resultará insatisfactorio y, a la larga, despreciable. Lo dice claramente el
Señor en el Evangelio, llamando la atención de todos sobre la verdadera
jerarquía de valores: « ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si
arruina su vida? » (Mt 16, 26).
El verdadero
desarrollo, según las exigencias propias del ser humano, hombre o mujer, niño,
adulto o anciano, implica sobre todo por parte de cuantos intervienen
activamente en ese proceso y son sus responsables, una viva conciencia del
valor de los derechos de todos y de cada uno, así como de la necesidad de
respetar el derecho de cada uno a la utilización plena de los beneficios
ofrecidos por la ciencia y la técnica. En el orden interno de cada Nación, es
muy importante que sean respetados todos los derechos: especialmente el derecho
a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la familia, como
comunidad social básica o « célula de la sociedad »; la justicia en las
relaciones laborales; los derechos concernientes a la vida de la comunidad
política en cuanto tal, así como los basados en la vocación trascendente del ser
humano, empezando por el derecho a la libertad de profesar y practicar el
propio credo religioso.
En el orden
internacional, o sea, en las relaciones entre los Estados o, según el lenguaje
corriente, entre los diversos « mundos », es necesario el pleno respeto de la
identidad de cada pueblo, con sus características históricas y culturales. Es
indispensable además, como ya pedía la Encíclica Populorum
Progressio que se reconozca a cada pueblo igual derecho a « sentarse a la mesa
del banquete común »,61 en lugar de yacer a la puerta como Lázaro, mientras «
los perros vienen y lamen las llagas » (cf. Lc 16, 21). Tanto los pueblos como
las personas individualmente deben disfrutar de una igualdad fundamental 62
sobre la que se basa, por ejemplo, la
Carta de la
Organización de las Naciones Unidas: igualdad que es el
fundamento del derecho de todos a la participación en el proceso de desarrollo
pleno. Para ser tal, el desarrollo debe realizarse en el marco de la
solidaridad y de la libertad, sin sacrificar nunca la una a la otra bajo ningún
pretexto. El carácter moral del desarrollo y la necesidad de promoverlo son
exaltados cuando se respetan rigurosamente todas las exigencias derivadas del
orden de la verdad y del bien propios de la creatura humana. El cristiano,
además, educado a ver en el hombre la imagen de Dios, llamado a la
participación de la verdad y del bien que es Dios mismo, no comprende un empeño
por el desarrollo y su realización sin la observancia y el respeto de la
dignidad única de esta « imagen ». En otras palabras, el verdadero desarrollo
debe fundarse en el amor a Dios y al prójimo, y favorecer las relaciones entre
los individuos y las sociedades. Esta es la « civilización del amor », de la
que hablaba con frecuencia el Papa Pablo VI.
34. El carácter moral
del desarrollo no puede prescindir tampoco del respeto por los seres que
constituyen la naturaleza visible y que los griegos, aludiendo precisamente al
orden que lo distingue, llamaban el « cosmos ». Estas realidades exigen también
respeto, en virtud de una triple consideración que merece atenta reflexión.
La primera consiste
en la conveniencia de tomar mayor conciencia de que no se pueden utilizar
impunemente las diversas categorías de seres, vivos o inanimados —animales,
plantas, elementos naturales— como mejor apetezca, según las propias exigencias
económicas. Al contrario, conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y
su mutua conexión en un sistema ordenado, que es precisamente el cosmos.
La segunda
consideración se funda, en cambio, en la convicción, cada vez mayor también de
la limitación de los recursos naturales, algunos de los cuales no son, como
suele decirse, renovables. Usarlos como si fueran inagotables, con dominio
absoluto, pone seriamente en peligro su futura disponibilidad, no sólo para la
generación presente, sino sobre todo para las futuras.
La tercera
consideración se refiere directamente a las consecuencias de un cierto tipo de
desarrollo sobre la calidad de la vida en las zonas industrializadas. Todos
sabemos que el resultado directo o indirecto de la industrialización es, cada
vez más, la contaminación del ambiente, con graves consecuencias para la salud
de la población.
Una vez más, es
evidente que el desarrollo, así como la voluntad de planificación que lo dirige,
el uso de los recursos y el modo de utilizarlos no están exentos de respetar
las exigencias morales. Una de éstas impone sin duda límites al uso de la
naturaleza visible. El dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder
absoluto, ni se puede hablar de libertad de « usar y abusar », o de disponer de
las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde
el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de « comer del
fruto del árbol » (cf. Gén 2, 16 s.), muestra claramente que, ante la
naturaleza visible, estamos sometidos a leyes no sólo biológicas sino también
morales, cuya transgresión no queda impune. Una justa concepción del desarrollo
no puede prescindir de estas consideraciones —relativas al uso de los elementos
de la naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las consecuencias de
una industrialización desordenada—, las cuales ponen ante nuestra conciencia la
dimensión moral, que debe distinguir el desarrollo.63
V
UNA LECTURA TEOLÓGICA
DE LOS PROBLEMAS
MODERNOS
35. A la luz del
mismo carácter esencial moral, propio del desarrollo, hay que considerar
también los obstáculos que se oponen a él. Si durante los años transcurridos
desde la publicación de la
Encíclica no se ha dado este desarrollo —o se ha dado de
manera escasa, irregular, cuando no contradictoria—, las razones no pueden ser
solamente económicas. Hemos visto ya cómo intervienen también motivaciones
políticas. Las decisiones que aceleran o frenan el desarrollo de los pueblos,
son ciertamente de carácter político. Y para superar los mecanismos perversos
que señalábamos más arriba y sustituirlos con otros nuevos, más justos y
conformes al bien común de la humanidad, es necesaria una voluntad política
eficaz. Por desgracia, tras haber analizado la situación, hemos de concluir que
aquella ha sido insuficiente. En un documento pastoral como el presente, un
análisis limitado únicamente a las causas económicas y políticas del
subdesarrollo y con las debidas referencias al llamado superdesarrollo, sería
incompleto. Es, pues, necesario individuar las causas de orden moral que, en el
plano de la conducta de los hombres, considerados como personas responsables,
ponen un freno al desarrollo e impiden su realización plena. Igualmente, cuando
se disponga de recursos científicos y técnicos que mediante las necesarias y
concretas decisiones políticas deben contribuir a encaminar finalmente los
pueblos hacia un verdadero desarrollo, la superación de los obstáculos mayores
sólo se obtendrá gracias a decisiones esencialmente morales, las cuales, para
los creyentes y especialmente los cristianos, se inspirarán en los principios
de la fe, con la ayuda de la gracia divina.
36. Por tanto, hay
que destacar que un mundo dividido en bloques, presididos a su vez por
ideologías rígidas, donde en lugar de la interdependencia y la solidaridad,
dominan diferentes formas de imperialismo, no es más que un mundo sometido a
estructuras de pecado. La suma de factores negativos, que actúan contrariamente
a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de
favorecerlo, parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo
difícil de superar.64 Si la situación actual hay que atribuirla a dificultades
de diversa índole, se debe hablar de « estructuras de pecado », las cuales
—como ya he dicho en la Exhortación Apostólica Reconciliatio et
paenitentia— se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas
siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil
su eliminación.65 Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y
son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres.
« Pecado » y «
estructuras de pecado », son categorías que no se aplican frecuentemente a la
situación del mundo contemporáneo. Sin embargo, no se puede llegar fácilmente a
una comprensión profunda de la realidad que tenemos ante nuestros ojos, sin dar
un nombre a la raíz de los males que nos aquejan.
Se puede hablar
ciertamente de « egoísmo » y de « estrechez de miras ». Se puede hablar también
de « cálculos políticos errados » y de « decisiones económicas imprudentes ». Y
en cada una de estas calificaciones se percibe una resonancia de carácter
ético-moral. En efecto la condición del hombre es tal que resulta difícil
analizar profundamente las acciones y omisiones de las personas sin que
implique, de una u otra forma, juicios o referencias de orden ético.
Esta valoración es de
por sí positiva, sobre todo si llega a ser plenamente coherente y si se funda
en la fe en Dios y en su ley, que ordena el bien y prohíbe el mal.
En esto está la
diferencia entre la clase de análisis socio-político y la referencia formal al
« pecado » y a las « estructuras de pecado ». Según esta última visión, se hace
presente la voluntad de Dios tres veces Santo, su plan sobre los hombres, su
justicia y su misericordia. Dios « rico en misericordia », « Redentor del
hombre », « Señor y dador de vida », exige de los hombres actitudes precisas
que se expresan también en acciones u omisiones ante el prójimo. Aquí hay una
referencia a la llamada « segunda tabla » de los diez Mandamientos (cf. Ex 20,
12-17; Dt 5, 16-21). Cuando no se cumplen éstos se ofende a Dios y se perjudica
al prójimo, introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van
mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan
asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha
debe ser juzgada también bajo esta luz.
37. A este análisis
genérico de orden religioso se pueden añadir algunas consideraciones
particulares, para indicar que entre las opiniones y actitudes opuestas a la
voluntad divina y al bien del prójimo y las « estructuras » que conllevan, dos
parecen ser las más características: el afán de ganancia exclusiva, por una
parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la
propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría añadirse, para
caracterizarlas aún mejor, la expresión: « a cualquier precio ». En otras
palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con todas
sus posibles consecuencias.
Ambas actitudes,
aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran
—en el panorama que tenemos ante nuestros ojos— indisolublemente unidas, tanto
si predomina la una como la otra.
Y como es obvio, no
son solamente los individuos quienes pueden ser víctimas de estas dos actitudes
de pecado pueden serlo también las Naciones y los bloques. Y esto favorece
mayormente la introducción de las « estructuras de pecado », de las cuales he
hablado antes. Si ciertas formas de « imperialismo » moderno se consideraran a
la luz de estos criterios morales, se descubriría que bajo ciertas decisiones,
aparentemente inspiradas solamente por la economía o la política, se ocultan
verdaderas formas de idolatría: dinero, ideología, clase social y tecnología.
He creído oportuno
señalar este tipo de análisis, ante todo para mostrar cuál es la naturaleza
real del mal al que nos enfrentamos en la cuestión del desarrollo de los
pueblos; es un mal moral, fruto de muchos pecados que llevan a « estructuras de
pecado ». Diagnosticar el mal de esta manera es también identificar
adecuadamente, a nivel de conducta humana, el camino a seguir para superarlo.
38. Este camino es
largo y complejo y además está amenazado constantemente tanto por la intrínseca
fragilidad de los propósitos y realizaciones humanas, cuanto por la mutabilidad
de las circunstancias externas tan imprevisibles. Sin embargo, debe ser
emprendido decididamente y, en donde se hayan dado ya algunos pasos, o incluso
recorrido una parte del mismo, seguirlo hasta el final. En el plano de la
consideración presente, la decisión de emprender ese camino o seguir avanzando
implica ante todo un valor moral, que los hombres y mujeres creyentes reconocen
como requerido por la voluntad de Dios, único fundamento verdadero de una ética
absolutamente vinculante.
Es de desear que
también los hombres y mujeres sin una fe explícita se convenzan de que los
obstáculos opuestos al pleno desarrollo no son solamente de orden económico,
sino que dependen de actitudes más profundas que se traducen, para el ser
humano, en valores absolutos. En este sentido, es de esperar que todos aquéllos
que, en una u otra medida, son responsables de una « vida más humana » para sus
semejantes —estén inspirados o no por una fe religiosa— se den cuenta
plenamente de la necesidad urgente de un cambio en las actitudes espirituales que
definen las relaciones de cada hombre consigo mismo, con el prójimo, con las
comunidades humanas, incluso las más lejanas y con la naturaleza; y ello en
función de unos valores superiores, como el bien común, o el pleno desarrollo «
de todo el hombre y de todos los hombres », según la feliz expresión de la Encíclica Populorum
Progressio.66
Para los cristianos,
así como para quienes la palabra « pecado » tiene un significado teológico
preciso, este cambio de actitud o de mentalidad, o de modo de ser, se llama, en
el lenguaje bíblico: « conversión » (cf. Mc 1, 15; Lc 13, 35; Is 30, 15). Esta
conversión indica especialmente relación a Dios, al pecado cometido, a sus
consecuencias, y, por tanto, al prójimo, individuo o comunidad. Es Dios, en «
cuyas manos están los corazones de los poderosos »,67 y los de todos, quien
puede, según su promesa, transformar por obra de su Espíritu los « corazones de
piedra », en « corazones de carne » (cf. Ez 36, 26).
En el camino hacia
esta deseada conversión hacia la superación de los obstáculos morales para el
desarrollo, se puede señalar ya, como un valor positivo y moral, la conciencia
creciente de la interdependencia entre los hombres y entre las Naciones. El
hecho de que los hombres y mujeres, en muchas partes del mundo, sientan como
propias las injusticias y las violaciones de los derechos humanos cometidas en
países lejanos, que posiblemente nunca visitarán, es un signo más de que esta
realidad es transformada en conciencia, que adquiere así una connotación moral.
Ante todo se trata de
la interdependencia, percibida como sistema determinante de relaciones en el
mundo actual, en sus aspectos económico, cultural, político y religioso, y
asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su
correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como « virtud », es
la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los males de
tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y
perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y
cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. Esta
determinación se funda en la firme convicción de que lo que frena el pleno
desarrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed de poder de que ya se ha
hablado. Tales « actitudes y estructuras de pecado » solamente se vencen —con
la ayuda de la gracia divina— mediante una actitud diametralmente opuesta: la
entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a « perderse », en sentido evangélico,
por el otro en lugar de explotarlo, y a « servirlo » en lugar de oprimirlo para
el propio provecho (cf. Mt 10, 40-42; 20, 25; Mc 10, 42-45; Lc 22, 25-27).
39. El ejercicio de
la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se
reconocen unos a otros como personas. Los que cuentan más, al disponer de una
porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse responsables de
los más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que poseen. Estos, por su
parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente
pasiva o destructiva del tejido social y, aunque reivindicando sus legítimos
derechos, han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos. Por su
parte, los grupos intermedios no han de insistir egoísticamente en sus
intereses particulares, sino que deben respetar los intereses de los demás.
Signos positivos del
mundo contemporáneo son la creciente conciencia de solidaridad de los pobres
entre sí, así como también sus iniciativas de mutuo apoyo y su afirmación
pública en el escenario social, no recurriendo a la violencia, sino presentando
sus carencias y sus derechos frente a la ineficiencia o a la corrupción de los
poderes públicos. La Iglesia ,
en virtud de su compromiso evangélico, se siente llamada a estar junto a esas
multitudes pobres, a discernir la justicia de sus reclamaciones y a ayudar a
hacerlas realidad sin perder de vista al bien de los grupos en función del bien
común. El mismo criterio se aplica, por analogía, en las relaciones
internacionales. La interdependencia debe convertirse en solidaridad, fundada
en el principio de que los bienes de la creación están destinados a todos. Y lo
que la industria humana produce con la elaboración de las materias primas y con
la aportación del trabajo, debe servir igualmente al bien de todos.
Superando los
imperialismos de todo tipo y los propósitos por mantener la propia hegemonía,
las Naciones más fuertes y más dotadas deben sentirse moralmente responsables
de las otras, con el fin de instaurar un verdadero sistema internacional que se
base en la igualdad de todos los pueblos y en el debido respeto de sus
legítimas diferencias. Los Países económicamente más débiles, o que están en el
límite de la supervivencia, asistidos por los demás pueblos y por la comunidad
internacional, deben ser capaces de aportar a su vez al bien común sus tesoros
de humanidad y de cultura, que de otro modo se perderían para siempre.
La solidaridad nos
ayuda a ver al « otro » —persona, pueblo o Nación—, no como un instrumento
cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo y resistencia
física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un « semejante » nuestro,
una « ayuda » (cf. Gén 2, 18. 20), para hacerlo partícipe, como nosotros, del
banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios.
De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de
los pueblos.
Se excluyen así la
explotación, la opresión y la anulación de los demás. Tales hechos, en la
presente división del mundo en bloques contrapuestos, van a confluir en el
peligro de guerra y en la excesiva preocupación por la propia seguridad,
frecuentemente a expensas de la autonomía, de la libre decisión y de la misma
integridad territorial de las Naciones más débiles, que se encuentran en las
llamadas « zonas de influencia » o en los « cinturones de seguridad ».
Las « estructuras de
pecado », y los pecados que conducen a ellas, se oponen con igual radicalidad a
la paz y al desarrollo, pues el desarrollo, según la conocida expresión de la Encíclica de Pablo VI,
es « el nuevo nombre de la paz ».68
De esta manera, la
solidaridad que proponemos es un camino hacia la paz y hacia el desarrollo. En
efecto, la paz del mundo es inconcebible si no se logra reconocer, por parte de
los responsable, que la interdependencia exige de por sí la superación de la
política de los bloques, la renuncia a toda forma de imperialismo económico,
militar o político, y la transformación de la mutua desconfianza en
colaboración. Este es, precisamente, el acto propio de la solidaridad entre los
individuos y entre las Naciones.
EL lema del
pontificado de mi venerado predecesor Pío XII eraOpus iustitiae pax, la paz
como fruto de la justicia. Hoy se podría decir, con la misma exactitud y
análoga fuerza de inspiración bíblica (cf. Is 32, 17; Sant 32, 17), Opus
solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad. El objetivo de la paz,
tan deseada por todos, sólo se alcanzará con la realización de la justicia
social e internacional, y además con la práctica de las virtudes que favorecen
la convivencia y nos enseñan a vivir unidos, para construir juntos, dando y
recibiendo, una sociedad nueva y un mundo mejor.
40. La solidaridad es
sin duda una virtud cristiana. Ya en la exposición precedente se podían
vislumbrar numerosos puntos de contacto entre ella y la caridad, que es signo
distintivo de los discípulos de Cristo (cf. Jn 13, 35).
A la luz de la fe, la
solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones
específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación.
Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su
igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios
Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente
del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo
amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuestos al sacrificio,
incluso extremo: « dar la vida por los hermanos » (cf. 1 Jn 3, 16).
Entonces la
conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres
en Cristo, « hijos en el Hijo », de la presencia y acción vivificadora del
Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio
para interpretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes
y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género
humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este
supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres
Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra « comunión ». Esta
comunión, específicamente cristiana, celosamente custodiada, extendida y
enriquecida con la ayuda del Señor, es el alma de la vocación de la Iglesia a ser « sacramento
», en el sentido ya indicado.
Por eso la
solidaridad debe cooperar en la realización de este designio divino, tanto a
nivel individual, como a nivel nacional e internacional. Los « mecanismos
perversos » y las « estructuras de pecado », de que hemos hablado, sólo podrán
ser vencidos mediante el ejercicio de la solidaridad humana y cristiana, a la
que la Iglesia
invita y que promueve incansablemente. Sólo así tantas energías positivas
podrán ser dedicadas plenamente en favor del desarrollo y de la paz. Muchos
santos canonizados por la
Iglesia dan admirable testimonio de esta solidaridad y sirven
de ejemplo en las difíciles circunstancias actuales. Entre ellos deseo recordar
a San Pedro Claver, con su servicio a los esclavos en Cartagena de Indias, y a
San Maximiliano María Kolbe, dando su vida por un prisionero desconocido en el
campo de concentración de Auschwitz-Oswiecim.
VI
ALGUNAS ORIENTACIONES
PARTICULARES
41. La Iglesia no tiene
soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto tal,
como ya afirmó el Papa Pablo VI, en su Encíclica.69 En efecto, no propone
sistemas o programas económicos y políticos, ni manifiesta preferencias por
unos o por otros, con tal que la dignidad del hombre sea debidamente respetada
y promovida, y ella goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el
mundo. Pero la Iglesia
es « experta en humanidad »,70 y esto la mueve a extender necesariamente su
misión religiosa a los diversos campos en que los hombres y mujeres desarrollan
sus actividades, en busca de la felicidad, aunque siempre relativa, que es
posible en este mundo, de acuerdo con su dignidad de personas.
Siguiendo a mis
predecesores, he de repetir que el desarrollo para que sea auténtico, es decir,
conforme a la dignidad del hombre y de los pueblos, no puede ser reducido
solamente a un problema « técnico ». Si se le reduce a esto, se le despoja de
su verdadero contenido y se traiciona al hombre y a los pueblos, a cuyo
servicio debe ponerse.
Por esto la Iglesia tiene una palabra
que decir, tanto hoy como hace veinte años, así como en el futuro, sobre la
naturaleza, condiciones exigencias y finalidades del verdadero desarrollo y
sobre los obstáculos que se oponen a él. Al hacerlo así, cumple su misión
evangelizadora, ya que da su primera contribución a la solución del problema
urgente del desarrollo cuando proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y
sobre el hombre, aplicándola a una situación concreta.71
A este fin la Iglesia utiliza como
instrumento su doctrina social. En la difícil coyuntura actual, para favorecer
tanto el planteamiento correcto de los problemas como sus soluciones mejores,
podrá ayudar mucho un conocimiento más exacto y una difusión más amplia del «
conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio y de directrices de
acción » propuestos por su enseñanza.72
Se observará así
inmediatamente, que las cuestiones que afrontamos son ante todo morales; y que
ni el análisis del problema del desarrollo como tal, ni los medios para superar
las presentes dificultades pueden prescindir de esta dimensión esencial.
La doctrina social de
la Iglesia no
es, pues, una « tercera vía » entre el capitalismo liberal y el colectivismo
marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos
contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia. No es tampoco
una ideología, sino la cuidadosa formulación del resultado de una atenta
reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y
en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su
objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o
diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación
terrena y, a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta
cristiana. Por tanto, no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la
teología y especialmente de la teología moral.
La enseñanza y la
difusión de esta doctrina social forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Y como se
trata de una doctrina que debe orientar la conducta de las personas, tiene como
consecuencia el « compromiso por la justicia » según la función, vocación y
circunstancias de cada uno.
Al ejercicio de este
ministerio de evangelización en el campo social, que es un aspecto de la
función profética de la
Iglesia , pertenece también la denuncia de los males y de las
injusticias. Pero conviene aclarar que el anuncio es siempre mas importante que
la denuncia, y que ésta no puede prescindir de aquél, que le brinda su
verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta.
42. La doctrina
social de la Iglesia ,
hoy más que nunca tiene el deber de abrirse a una perspectiva internacional en
la línea del Concilio Vaticano II,73 de las recientes Encíclicas 74 y, en
particular, de la que conmemoramos.75 No será, pues, superfluo examinar de
nuevo y profundizar bajo esta luz los temas y las orientaciones
características, tratados por el Magisterio en estos años.
Entre dichos temas
quiero señalar aquí la opción o amor preferencial por los pobres. Esta es una
opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad
cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a
la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se
aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a
nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente
sobre la propiedad y el uso de los bienes.
Pero hoy, vista la
dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social,76 este amor
preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a
las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados
médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no se puede olvidar la
existencia de esta realidad. Ignorarlo significaría parecernos al « rico epulón
» que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta (cf. Lc 16,
19-31).77
Nuestra vida
cotidiana, así como nuestras decisiones en el campo político y económico deben
estar marcadas por estas realidades. Igualmente los responsables de las
Naciones y los mismos Organismos internacionales, mientras han de tener siempre
presente como prioritaria en sus planes la verdadera dimensión humana, no han
de olvidar dar la precedencia al fenómeno de la creciente pobreza. Por
desgracia, los pobres, lejos de disminuir, se multiplican no sólo en los Países
menos desarrollados sino también en los más desarrollados, lo cual resulta no
menos escandaloso.
Es necesario recordar
una vez más aquel principio peculiar de la doctrina cristiana: los bienes de
este mundo están originariamente destinados a todos.78 El derecho a la
propiedad privada es válido y necesario, pero no anula el valor de tal
principio. En efecto, sobre ella grava « una hipoteca social »,79 es decir,
posee, como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente
sobre el principio del destino universal de los bienes. En este empeño por los
pobres, no ha de olvidarse aquella forma especial de pobreza que es la
privación de los derechos fundamentales de la persona, en concreto el derecho a
la libertad religiosa y el derecho, también, a la iniciativa económica.
43. Esta preocupación
acuciante por los pobres —que, según la significativa fórmula, son « los pobres
del Señor » 80— debe traducirse, a todos los niveles, en acciones concretas
hasta alcanzar decididamente algunas reformas necesarias. Depende de cada
situación local determinar las más urgentes y los modos para realizarlas; pero
no conviene olvidar las exigidas por la situación de desequilibrio
internacional que hemos descrito.
A este respecto,
deseo recordar particularmente: la reforma del sistema internacional de
comercio, hipotecado por el proteccionismo y el creciente bilateralismo; la
reforma del sistema monetario y financiero mundial, reconocido hoy como
insuficiente; la cuestión de los intercambios de tecnologías y de su uso
adecuado; la necesidad de una revisión de la estructura de las Organizaciones
internacionales existentes, en el marco de un orden jurídico internacional.
El sistema
internacional de comercio hoy discrimina frecuentemente los productos de las
industrias incipientes de los Países en vías de desarrollo, mientras desalienta
a los productores de materias primas. Existe, además, una cierta división
internacional del trabajo por la cual los productos a bajo coste de algunos
Países, carentes de leyes laborales eficaces o demasiado débiles en aplicarlas,
se venden en otras partes del mundo con considerables beneficios para las
empresas dedicadas a este tipo de producción, que no conoce fronteras.
El sistema monetario
y financiero mundial se caracteriza por la excesiva fluctuación de los métodos
de intercambio y de interés, en detrimento de la balanza de pagos y de la
situación de endeudamiento de los Países pobres.
Las tecnologías y sus
transferencias constituyen hoy uno de los problemas principales del intercambio
internacional y de los graves daños que se derivan de ellos. No son raros los
casos de Países en vías de desarrollo a los que se niegan las tecnologías necesarias
o se les envían las inútiles.
Las Organizaciones
internacionales, en opinión de muchos, habrían llegado a un momento de su
existencia, en el que sus mecanismos de funcionamiento, los costes operativos y
su eficacia requieren un examen atento y eventuales correciones. Evidentemente
no se conseguirá tan delicado proceso sin la colaboración de todos. Esto supone
la superación de las rivalidades políticas y la renuncia a la voluntad de
instrumentalizar dichas Organizaciones, cuya razón única de ser es el bien
común.
Las instituciones y
las Organizaciones existentes han actuado bien en favor de los pueblos. Sin
embargo, la humanidad, enfrentada a una etapa nueva y más difícil de su
auténtico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional,
al servicio de las sociedades, de las económicas y de las culturas del mundo
entero.
44. El desarrollo
requiere sobre todo espíritu de iniciativa por parte de los mismos Países que
lo necesitan.81 Cada uno de ellos ha de actuar según sus propias
responsabilidades, sin esperarlo todo de los Países más favorecidos y actuando
en colaboración con los que se encuentran en la misma situación. Cada uno debe
descubrir y aprovechar lo mejor posible el espacio de su propia libertad. Cada
uno debería llegar a ser capaz de iniciativas que respondan a las propias
exigencias de la sociedad. Cada uno debería darse cuenta también de las
necesidades reales, así, como de los derechos y deberes a que tienen que hacer
frente. El desarrollo de los pueblos comienza y encuentra su realización más
adecuada en el compromiso de cada pueblo para su desarrollo, en colaboración
con todos los demás.
Es importante,
además, que las mismas Naciones en vías de desarrollo favorezcan la
autoafirmación de cada uno de sus ciudadanos mediante el acceso a una mayor
cultura y a una libre circulación de las informaciones. Todo lo que favorezca
la alfabetización y la educación de base, que la profundice y complete, como
proponía la
Encíclica Populorum Progressio,82 —metas todavía lejos de ser
realidad en tantas partes del mundo— es una contribución directa al verdadero
desarrollo.
Para caminar en esta
dirección, las mismas Naciones han de individuar sus prioridades y detectar
bien las propias necesidades según las particulares condiciones de su
población, de su ambiente geográfico y de sus tradiciones culturales. Algunas
Naciones deberán incrementar la producción alimentaria para tener siempre a su
disposición lo necesario para la nutrición y la vida. En el mundo
contemporáneo,—en el que el hambre causa tantas víctimas, especialmente entre
los niños— existen algunas Naciones particularmente no desarrolladas que han
conseguido el objetivo de la autosuficiencia alimentaria y que se han
convertido en exportadoras de alimentos.
Otras Naciones
necesitan reformar algunas estructuras y, en particular, sus instituciones
políticas, para sustituir regímenes corrompidos, dictatoriales o autoritarios,
por otros democráticos y participativos. Es un proceso que, es de esperar, se
extienda y consolide, porque la « salud » de una comunidad política —en cuanto
se expresa mediante la libre participación y responsabilidad de todos los
ciudadanos en la gestión pública, la seguridad del derecho, el respeto y la
promoción de los derechos humanos— es condición necesaria y garantía segura
para el desarrollo de « todo el hombre y de todos los hombres ».
45. Cuanto se ha
dicho no se podrá realizar sin la colaboración de todos, especialmente de la
comunidad internacional, en el marco de una solidaridad que abarque a todos,
empezando por los más marginados. Pero las mismas Naciones en vías de
desarrollo tienen el deber de practicar la solidaridad entre sí y con los
Países más marginados del mundo.
Es de desear, por
ejemplo, que Naciones de una misma área geográfica establezcan formas de
cooperación que las hagan menos dependientes de productores más poderosos; que
abran sus fronteras a los productos de esa zona; que examinen la eventual
complementariedad de sus productos; que se asocien para la dotación de
servicios, que cada una por separado no sería capaz de proveer; que extiendan
esa cooperación al sector monetario y financiero.
La interdependencia
es ya una realidad en muchos de estos Países. Reconocerla, de manera que sea
más activa, representa una alternativa a la excesiva dependencia de Países más
ricos y poderosos, en el orden mismo del desarrollo deseado, sin oponerse a
nadie, sino descubriendo y valorizando al máximo las propias responsabilidades.
Los Países en vías de desarrollo de una misma área geográfica, sobre todo los
comprendidos en la zona « Sur » pueden y deben constituir —como ya se comienza
a hacer con resultados prometedores— nuevas organizaciones regionales
inspiradas en criterios de igualdad, libertad y participación en el concierto
de las Naciones.
La solidaridad
universal requiere, como condición indispensable su autonomía y libre
disponibilidad, incluso dentro de asociaciones como las indicadas. Pero, al
mismo tiempo, requiere disponibilidad para aceptar los sacrificios necesarios
por el bien de la comunidad mundial.
VII
CONCLUSIÓN
46. Los pueblos y los
individuos aspiran a su liberación: la búsqueda del pleno desarrollo es el
signo de su deseo de superar los múltiples obstáculos que les impiden gozar de
una « vida más humana ».
Recientemente, en el
período siguiente a la publicación de la Encíclica Populorum
Progressio, en algunas áreas de la
Iglesia católica, particularmente en América Latina, se ha
difundido un nuevo modo de afrontar los problemas de la miseria y del
subdesarrollo, que hace de la liberación su categoría fundamental y su primer
principio de acción. Los valores positivos, pero también las desviaciones y los
peligros de desviación, unidos a esta forma de reflexión y de elaboración
teológica, han sido convenientemente señalados por el Magisterio de la Iglesia.83
Conviene añadir que
la aspiración a la liberación de toda forma de esclavitud, relativa al hombre y
a la sociedad, es algo noble y válido. A esto mira propiamente el desarrollo y
la liberación, dada la íntima conexión existente entre estas dos realidades.
Un desarrollo
solamente económico no es capaz de liberar al hombre, al contrario, lo
esclaviza todavía más. Un desarrollo que no abarque la dimensión cultural,
trascendente y religiosa del hombre y de la sociedad, en la medida en que no
reconoce la existencia de tales dimensiones, no orienta en función de las
mismas sus objetivos y prioridades, contribuiría aún menos a la verdadera
liberación. El ser humano es totalmente libre sólo cuando es él mismo, en la plenitud
de sus derechos y deberes; y lo mismo cabe decir de toda la sociedad.
El principal
obstáculo que la verdadera liberación debe vencer es el pecado y las
estructuras que llevan al mismo, a medida que se multiplican y se extienden.84
La libertad con la
cual Cristo nos ha liberado (cf. Gál 5, 1) nos mueve a convertirnos en siervos
de todos. De esta manera el proceso del desarrollo y de la liberación se
concreta en el ejercicio de la solidaridad, es decir, del amor y servicio al
prójimo, particularmente a los más pobres. « Porque donde faltan la verdad y el
amor, el proceso de liberación lleva a la muerte de una libertad que habría
perdido todo apoyo ».85
47. En el marco de
las tristes experiencias de estos últimos años y del panorama prevalentemente negativo
del momento presente, la
Iglesia debe afirmar con fuerza la posibilidad de la
superación de las trabas que por exceso o por defecto, se interponen al
desarrollo, y la confianza en una verdadera liberación. Confianza y posibilidad
fundadas, en última instancia, en la conciencia que la Iglesia tiene de la
promesa divina, en virtud de la cual la historia presente no está cerrada en sí
misma sino abierta al Reino de Dios.
Por tanto, no se
justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. Aunque con
tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo, por afán de
ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también —ante las urgentes
necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo— por temor,
indecisión y, en el fondo, por cobardía. Todos estamos llamados, más aún
obligados, a afrontar este tremendo desafío de la última década del segundo
milenio. Y ello, porque unos peligros ineludibles nos amenazan a todos: una
crisis económica mundial, una guerra sin fronteras, sin vencedores ni vencidos.
Ante semejante amenaza, la distinción entre personas y Países ricos, entre
personas y Países pobres, contará poco, salvo por la mayor responsabilidad de
los que tienen más y pueden más.
Pero éste no es el
único ni el principal motivo. Lo que está en juego es la dignidad de la persona
humana, cuya defensa y promoción nos han sido confiadas por el Creador, y de
las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada
coyuntura de la historia. El panorama actual —como muchos ya perciben más o menos
claramente—, no parece responder a esta dignidad. Cada uno está llamado a
ocupar su propio lugar en esta campaña pacífica que hay que realizar con medios
pacíficos para conseguir el desarrollo en la paz, para salvaguardar la misma
naturaleza y el mundo que nos circunda. También la Iglesia se siente
profundamente implicada en este camino, en cuyo éxito final espera.
Por eso, siguiendo la Encíclica Populorum
Progressio del Papa Pablo VI,87 con sencillez y humildad quiero dirigirme a
todos, hombres y mujeres sin excepción, para que, convencidos de la gravedad
del momento presente y de la respectiva responsabilidad individual, pongamos
por obra, —con el estilo personal y familiar de vida, con el uso de los bienes,
con la participación como ciudadanos, con la colaboración en las decisiones
económicas y políticas y con la propia actuación a nivel nacional e
internacional— las medidas inspiradas en la solidaridad y en el amor
preferencial por los pobres. Así lo requiere el momento, así lo exige sobre
todo la dignidad de la persona humana, imagen indestructible de Dios Creador,
idéntica en cada uno de nosotros.
En este empeño deben
ser ejemplo y guía los hijos de la
Iglesia , llamados, según el programa enunciado por el mismo
Jesús en la sinagoga de Nazaret, a « anunciar a los pobres la Buena Nueva ... a
proclamar la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos, para dar la
libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor » (Lc 4,
18-19). Y en esto conviene subrayar el papel preponderante que cabe a los
laicos, hombres y mujeres, como se ha dicho varias veces durante la reciente
Asamblea sinodal. A ellos compete animar, con su compromiso cristiano, las
realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia
Quiero dirigirme
especialmente a quienes por el sacramento del Bautismo y la profesión de un
mismo Credo, comparten con nosotros una verdadera comunión, aunque imperfecta.
Estoy seguro de que tanto la preocupación que esta Encíclica transmite, como
las motivaciones que la animan, les serán familiares, porque están inspiradas
en el Evangelio de Jesucristo. Podemos encontrar aquí una nueva invitación a
dar un testimonio unánime de nuestras comunes convicciones sobre la dignidad
del hombre, creado por Dios, redimido por Cristo, santificado por el Espíritu,
y llamado en este mundo a vivir una vida conforme a esta dignidad.
A quienes comparten
con nosotros la herencia de Abrahán, « nuestro padre en la fe » (cf. Rom 4, 11
s.),88 y la tradición del Antiguo Testamento, es decir, los Judíos; y a
quienes, como nosotros, creen en Dios justo y misericordioso, es decir, los
Musulmanes, dirijo igualmente este llamado, que hago extensivo, también, a
todos los seguidores de las grandes religiones del mundo.
El encuentro del 27
de septiembre del año pasado en Asís, ciudad de San Francisco, para orar y
comprometernos por la paz —cada uno en fidelidad a la propia profesión
religiosa— nos ha revelado a todos hasta qué punto la paz y, su necesaria
condición, el desarrollo de « todo el hombre y de todos los hombres », son una
cuestión también religiosa, y cómo la plena realización de ambos depende de la
fidelidad a nuestra vocación de hombres y mujeres creyentes. Porque depende
ante todo de Dios.
48. La Iglesia sabe bien que
ninguna realización temporal se identifica con el Reino de Dios, pero que todas
ellas no hacen más que reflejar y en cierto modo anticipar la gloria de ese
Reino, que esperamos al final de la historia, cuando el Señor vuelva. Pero la
espera no podrá ser nunca una excusa para desentenderse de los hombres en su
situación personal concreta y en su vida social, nacional e internacional, en
la medida en que ésta —sobre todo ahora— condiciona a aquélla. Aunque
imperfecto y provisional, nada de lo que se puede y debe realizar mediante el
esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un momento dado de la
historia, para hacer « más humana » la vida de los hombres, se habrá perdido ni
habrá sido vano. Esto enseña el Concilio Vaticano II en un texto luminoso de la Constitución pastoral
Gaudium et spes: « Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y
la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de
nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu
del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos, limpios de
toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el
reino eterno y universal ...; reino que está ya misteriosamente presente en
nuestra tierra ».89
El Reino de Dios se
hace, pues, presente ahora, sobre todo en la celebración del Sacramento de la Eucaristía , que es el
Sacrificio del Señor. En esta celebración los frutos de la tierra y del trabajo
humano —el pan y el vino— son transformados misteriosa, aunque real y
substancialmente, por obra del Espíritu Santo y de las palabras del ministro,
en el Cuerpo y Sangre del Señor Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María, por
el cual el Reino del Padre se ha hecho presente en medio de nosotros.
Los bienes de este
mundo y la obra de nuestras manos —el pan y el vino— sirven para la venida del
Reino definitivo, ya que el Señor, mediante su Espíritu, los asume en sí mismo
para ofrecerse al Padre y ofrecernos a nosotros con él en la renovación de su único
sacrificio, que anticipa el Reino de Dios y anuncia su venida final.
Así el Señor,
mediante la Eucaristía ,
sacramento y sacrificio, nos une consigo y nos une entre nosotros con un
vínculo más perfecto que toda unión natural; y unidos nos envía al mundo entero
para dar testimonio, con la fe y con las obras, del amor de Dios, preparando la
venida de su Reino y anticipándolo en las sombras del tiempo presente.
Quienes participamos
de la Eucaristía
estamos llamados a descubrir, mediante este Sacramento, el sentido profundo de
nuestra acción en el mundo en favor del desarrollo y de la paz; y a recibir de
él las energías para empeñarnos en ello cada vez más generosamente, a ejemplo
de Cristo que en este Sacramento da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13). Como
la de Cristo y en cuanto unida a ella, nuestra entrega personal no será inútil
sino ciertamente fecunda.
49. En este Año
Mariano, que he proclamado para que los fieles católicos miren cada vez más a
María, que nos precede en la peregrinación de la fe,90 y con maternal solicitud
intercede por nosotros ante su Hijo, nuestro Redentor, deseo confiar a ella y a
su intercesión la difícil coyuntura del mundo actual, los esfuerzos que se
hacen y se harán, a menudo con considerables sufrimientos, para contribuir al
verdadero desarrollo de los pueblos, propuesto y anunciado por mi predecesor
Pablo VI.
Como siempre ha hecho
la piedad cristiana, presentamos a la Santísima Virgen
las difíciles situaciones individuales, a fin de que, exponiéndolas su Hijo,
obtenga de él que las alivie y transforme. Pero le presentamos también las
situaciones sociales y la misma crisis internacional, en sus aspectos
preocupantes de miseria, desempleo, carencia de alimentos, carrera
armamentista, desprecio de los derechos humanos, situaciones o peligros de
conflicto parcial o total. Todo esto lo queremos poner filialmente ante sus «
ojos misericordiosos », repitiendo una vez más con fe y esperanza la antigua
antífona mariana: « Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios. No deseches
las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien líbranos
siempre de peligro, oh Virgen gloriosa y bendita ».
María Santísima,
nuestra Madre y Reina, es la que, dirigiéndose a su Hijo, dice: « No tienen
vino » (Jn 2, 3) y es también la que alaba a Dios Padre, porque « derribó a los
potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de
bienes y despidió a los ricos sin nada » (Lc 1, 52 s.). Su solicitud maternal
se interesa por los aspectos personales y sociales de la vida de los hombres en
la tierra.91
Ante la Trinidad Santísima ,
confío a María todo lo que he expuesto en esta Carta, invitando a todos a
reflexionar y a comprometerse activamente en promover el verdadero desarrollo
de los pueblos, como adecuadamente expresa la oración de la Misa por esta intención: « Oh
Dios, que diste un origen a todos los pueblos y quisiste formar con ellos una
sola familia en tu amor, llena los corazones del fuego de tu caridad y suscita
en todos los hombres el deseo de un progreso justo y fraternal, para que se
realice cada uno como persona humana y reinen en el mundo la igualdad y la paz
».92
Al concluir, pido
esto en nombre de todos los hermanos y hermanas, a quienes, en señal de
benevolencia, envío mi especial Bendición.
Dado en Roma, junto a
San Pedro, el día 30 de diciembre del año 1987, décimo de mi Pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
1 León XIII, Carta
Encíc. Rerum Novarum (15 de mayo de 1891): Leonis XIII P. M. Acta, XI, Romae
1892, pp. 97-144.
2 Pío XI, Carta Encíc.
Quadragesimo Anno, (15 de mayo de 1931): AAS 23 (1931), pp.177-228; Juan XXIII,
Carta Encíc. Mater et Magistra (15 de mayo de 1961): AAS 53 (1961), pp.
401-464; Pablo VI, Carta Apost. Octogesima Adveniens (14 de mayo de 1971): AAS
63 (1971), pp. 401-441; Juan Pablo II, Carta Encíc. Laborem exercens (14 de
septiembre de 1981): AAS 73 (1981), pp. 577-647. Pío XII había pronunciado
también un Mensaje radiofónico (1 de junio de 1941) con ocasión del 50
aniversario de la Encíclica
de Leon XIII: ASS 33 (1941), pp. 195-205.
3 Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. sobre la divina Revelación, Dei Verbum, 4.
4 Pablo VI, Carta
Encíc. Populorum Progressio (26 marzo de 1967): AAS 59 (1967), pp. 257-299.
5 Cf. L'Osservatore
Romano, 25 de marzo de 1987.
6 Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe , Instrucción sobre la
libertad cristiana y liberación Libertatis Conscientia (22 de marzo de 1986),
72: AAS 79 (1987), p. 586; Pablo VI, Carta Apost. Octogesima Adveniens (14 de
mayo de 1971), 4: AAS 63 (1971), pp. 403 s.
7 Cf. Carta Encíc.
Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 3: AAS 79 (1987), pp. 363 s; Homilía
de la Misa de
Año Nuevo de 1987: L'Osservatore Romano, 2 de enero de 1987.
8 La Encíclica Populorum
Progressio cita 19 veces los documentos del Conciclio Vaticano II, de las que
16 se refieren concretamente a la
Const. past. sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et
spes.
9 Gaudium et spes, 1.
10 Ibid., 4; Carta
Encíc. Populorum Progressio, 13: l.c., p. 263-264.
11 Cf. Gaudium et
spes, 3; Carta Encíc. Populorum Progressio, 13: l.c., p. 264.
12 Cf. Gaudium et
spes, 63; Carta Encíc. Populorum Progressio, 9: l.c., p. 261 s.
13 Cf. Gaudium et
spes, 69; Carta Encíc. Populorum Progressio, 22: l.c., p. 269.
14 Cf. Gaudium et
spes, 57; Carta Encíc. Populorum Progressio, 41: l.c., p. 277.
15 Cf. Gaudium et
spes, 19; Carta Encíc. Populorum Progressio, 41: l.c., pp. 277 s.
16 Cf. Gaudium et
spes, 86; Carta Encíc. Populorum Progressio ,48: l.c., p. 281.
17 Cf. Gaudium et
spes, 69; Carta Encíc. Populorum Progressio, 14-21: l.c., pp. 264-268.
18 Cf. el título de la Encíclica Populorum
Progressio: l.c., p. 257.
19 La Encíclica Rerum
Novarum de León XIII tiene como argumento principal « la condición de los
trabajadores »: Leonis XIII P.M. Acta, XI, Romae 1892, p. 97.
20 Cf. Congregación
para Doctrina de la la Fe ,
Instrucción sobre la libertad cristiana y liberación Libertatis Conscientia (22
de marzo de 1986), 72: AAS 79 (1987), p. 586; Pablo VI, Carta Apost. Octogesima
Adveniens (de 1971), 4: AAS 63 (1971), pp. 403 s.
21 Cf. Carta Encíc.
Mater et Magistra (15 de mayo de 1961): AAS 53 (1961), p. 440.
22 Cf. Gaudium et
spes, 63 .
23 Cf. Carta Encíc.
Populorum Progressio, 3: l.c., p. 258; cf. también ibid., 9: l.c., p. 261.
24 Cf. ibid., 3:
l.c., p. 258.
25 Ibid., 48: l.c.,
p. 281.
26 Cf. ibid., 14:
l.c., p. 264: « El desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico.
Para ser auténtico debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y
a el hombre ».
27 Ibid., 87: l.c.,
p. 299.
28 Cf. ibid., 53:
l.c., p. 283.
29 Cf. ibid., 76:
l.c., p. 295.
30 Las décadas se
refieren a los años 1960-1970 y 1970-1980; ahora estamos en la tercera década
(1980-1990).
31 La expresión «
Cuarto Mundo » se emplea no sólo circunstancialmente para los llamados Países
menos avanzados (PMA), sino también y sobre todo para las zonas de grande o
extrema pobreza de los Países de media o alta renta.
32 Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium,1.
33 Cf. Carta Encíc.
Populorum Progressio, 33: l.c., p. 273.
34 Como es sabido, la Santa Sede ha querido
asociarse a la celebración de este Año internacional con un documento especial
de la Pontif. Com.
« Iustitia et Pax », ¿Qué has hecho tu de tu hermano sin techo? La Iglesia ante la crisis de
la vivienda (27 de diciembre de 1987).
35 Cf. Pablo VI,
Carta Apost. Octogesima Adveniens, (14 de mayo de 1971), 8-9: AAS 63 (1971),
pp. 406-408.
36 El reciente Etude
sur l'Economie mondiale 1987, publido por las Naciones Unidas, contiene los
últimos datos al respecto (cf. pp. 8-9). El índice de los desocupados en los
Países desarrollados con economía de mercado ha pasado del 3% de la fuerza
laboral en el año 1970 al 8% en el año 1986. En la actualidad llegan a los 29
millones.
37 Carta Encíc.
Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 18: AAS 73 (1981), pp.624-625.
38 Al servicio de la
comunidad humana: una consideración ética de la deuda internacional (27 de
diciembre de1986).
39 Carta Encíc.
Populorum Progressio, 54: l.c., pp 283s.: « Los Países en vía de desarrollo no
correrán en adelante el riesgo de estar abrumados de deudas, cuya satisfacción
absorbe la mayor parte de sus beneficios. Las tasas de interés y a duración de
los préstamos deberán disponerse de mandra soportable para los unos y los
otros, equilibrando las ayudas gratuitas, los préstamos sin interés mínimo y la
duración las amortizaciones ».
40 Cf. « Presentación
» del Documento: Al servicio de la deuda internacional (27 de diciembre de
1986).
41 Cf. Carta Encíc.
Populorum Progressio, 53: l.c., p 283.
42 Al servicio de la Comunidad humana: una
consideración ética de la deuda internacional (27 de diciembre de 1986),
III.2.1.
43 Cf. Carta
Encíc.Populorum Progressio, 20-21: l.c., pp. 267 s.
44 Homilía en
Drogheda, Irlanda (29 de septiembre de 1979), 5: AAS 71 (1979), II, p. 1079.
45 Cf. Carta Encíc.
Populorum Progressio, 37: l.c., pp. 275 s.
46 Cf. Exhort. Apost.
Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), especialmente en el n. 30: AAS
74 (1982), pp. 115-117.
47 Cf. Droits de
l'homme. Recueil d'instruments internationaux, Nations Unies, New York 1983.
Juan Pablo II, Carta Encíc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 17: AAS 7
(1979), p. 296.
48 Cf. Conc. Ecum.
Vat II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 78; Pablo VI, Carta Encíc Populorum Progressio, 76: l.c., pp. 294 s.: «
Combatir la miseria y luchar contra la injusticia es promover, a la par que el
mayor bienestar, el progreso humano y espiritual de todos, y, por consiguiente,
el bien común de la humanidad. La paz.... se construye día a día en la
instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más
perfecta entre los hombres ».
49 Cf. Exhort. Apost.
Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 6: AAS 74 (1982), p. 88: « la
historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino más bien
un acontecimiento de liberad, más aún, un combate entre libertades ».
50 Por este motivo se
ha preferido usar en el texto de esta Encíclica la palabra « desarrollo » en
vez de la palabra « progreso », pero procurando dar a la palabra « desarrollo »
el sentido más pleno.
51 Carta Encíc.
Populorum Progressio, 19: l.c., pp. 266 s.: « El tener más, lo mismo para los
pueblos que para las personas, no es el último fin. Todo crecimiento es
ambivalente. La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para
el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza; para las naciones
como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de un
subdesarrollo moral »; cf. también Pablo VI, Carta Apost. Octogesima Adveniens
(14 de mayo de 1971), 9: AAS 63 (1971), pp. 407 s.
52 Cf. Const. past.
Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 35; Pablo VI, Alocución al Cuerpo
Diplomático (7 de enero de 1965): AAS 57 (1965), p. 232.
53 Cf. Carta Encíc.
Populorum Progressio, 20-21: l.c, pp. 267 s.
54 Cf. Carta Encíc.
Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 4: AAS, 73 (1981), pp. 584 s.;
Pablo VI, Carta Encíc. Populorum Progressio, 15: l.c., p. 265.
55 Carta Encíc.
Populorum Progressio, 42: l.c., p 278.
56 Cf. Praeconium
Paschale, Missale Romanum, ed typ. altera 1975, p. 272: « Necesario fue el
pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz culpa que
mereció tal Redentor! ».
57 Conc. Ecum. Vatic.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia , 1.
58 Cf. por ejemplo,
S. Basilio el Grande, Regulae fusius tractatae interrogatio, XXXVII, 1-2: PG
31, 1009-l012; Teodoreto de Ciro, De Providentia, Oratio VII: PG 83, 665-686;
S. Agustín, De Civitate Dei, XIX, 17: CCL 48, 683-685.
59 Cf. por ejemplo,
S. Juan Crisóstomo, In Evang. S. Matthaei, hom. 50, 3-4: PG 58, 508-510; S.
Ambrosio, De Officis Ministrorum, lib. II, XXVIII, 136-140: PL 16, 139-141;
Possidio, Vita S. Augustini Episcopi, XXIV: PL 32, 53 s.
60 Carta Encíc.
Populorum Progressio, 23: l.c., p. 268: « 'Si alguno tiene bienes de este mundo
y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra las entrañas, ¿cómo es posible
que resida en él el amor de Dios?' (1 Jn 3, 17). Sabido es con qué firmeza los
Padres de la Iglesia
han precisado cuál debe ser la actitud de los que poseen respecto a los que se
encuentran en necesidad ». En el número anterior, el Papa habia citado el n. 69
de la Const.
past. Gaudium et spes del Concilio Ecuménico Vaticano II.
61 Cf. Carta Encíc.
Populorum Progressio, 47: l.c., p. 280: « ... un mundo donde la libertad no sea
una palabra vana y donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la misma mesa que el
rico ».
62 Cf. Ibid., 47:
l.c., p. 280: « Se trata de construir un donde todo hombre, sin excepcion de
raza, religión o nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana,
emancipado de las servidumbres que le vienen de la parte de los hombres ... »,
cf. también Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 29. Esta igualdad fundamental es uno de los motivos básicos por los que
la Iglesia se
ha opuesto siempre a toda forma de racismo.
63 Cf. Homilía en Val
Visdende (12 de julio de 1987), 5: L'Osservatore Romano, edic. en lengua
española, 19 de julio de 1987; Pablo VI, Carta Apost. Octogesima Adveniens (14
de mayo de 1971), 21: AAS 63 (1971), pp. 416 s.
64 Cf. Conc. Ecum.
Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 25.
65 Exhort. Apost. Reconciliatio
et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 16: « Ahora bien la Iglesia , cuando habla de
situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones
o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de
enteras Naciones y bloques de Naciones, sabe y proclama que estos casos de
pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados
personales. Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o
explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al
menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo
y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca
refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien
pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden
superior. Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas.
Una situación —como una institución, una estructura, una sociedad—no es, de
suyo, sujeto de actos morales; por lo tanto, no puede ser buena o mala en sí
misma » AAS 77 (1985), p. 217.
66 Carta Encíc.
Populorum Progressio, 42: l.c., p. 278.
67 Cf. Liturgia
Horarum, Feria III Hebdomadae IIIae Temporis per annum. Preces ad Vesperas.
68 Carta Encíc.
Populorum Progressio, 87: l.c., p. 299.
69 Cf. Ibid., 13; 81:
l.c., p. 263 s.; 296 s.
70 Cf. Ibid., 13:
l.c., p. 263.
71 Cf. Discurso de
Apertura de la III
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (28 de
enero de 1979): AAS 71 (1979), pp. 189-196.
72 Congr. para la Doctrina de la Fe , Instrucción sobre libertad
cristiana y liberación, Libertatis Conscientia (22 de marzo de 1986), 72: AAS
79 (1987), p. 586, Pablo VI, Carta Apost. Octogesima Adveniens (14 de mayo de
1971), 4: AAS 63 (1971) p. 403 s.
73 Cf. Conc. Ecum.
Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, parte II, c. V, secc. II: « La construcción de la comunidad
internacional » (nn. 83-90).
74 Cf. Juan XXIII,
Carta Encíc. Mater et Magistra (15 de mayo de 1961): AAS 53 (1961), p. 440;
Carta Encíc. Pacem in terris (11 de abril de 1963), parte IV: AAS 55 (1963),
pp. 291-296; Pablo VI, Carta Apost. Octogesima Adveniens (14 de mayo de 1971),
2-4: AAS 63 (1971), pp. 402-404.
75 Cf. Carta Encíc.
Populorum Progressio, 3; 9: l.c., p. 258; 261.
76 Ibid., 3: l.c., p.
258.
77 Carta Encíc.
Populorum Progressio, 47: l.c., 280; Congr. para la Doctrina de la Fe , Instrucción sobre libertad
cristiana y liberaración, Libertatis Conscientia (22 de marzo de 1986), 68: AAS
79 (1987), pp. 583 s.
78 Cf. Conc. Ecum.
Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 69; Pablo VI, Carta Encíc. Populorum Progressio, 22: l.c., p. 268;
Congr. para la Doctrina
de la Fe , Instrucción
sobre libertad cristiana y liberación, Libertatis Conscientia (22 de marzo de
1986), 90: AAS 79 (1987), p. 594; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. IIa IIae, q.
66, art. 2.
79 Cf. Discurso de
Apertura de la III
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (28 de
enero de 1979): AAS 71 (1979), pp. 189-196; Discurso a un grupo de Obispos de
Polonia en Visita « ad limina Apostolorum » (17 de diciembre de 1987), 6:
L'Osservatore Romano edic. en lengua española (10 de enero de 1988).
80 Porque el Señor ha
querido identificarse con ellos (Mt 25, 31-46) y cuida de ellos (Cf. Sal
12[11], 6; Lc 1, 52 s.)
81 Carta Encíc.
Populorum Progressio, 55: l.c., p. 284: « ... es precisamente a estos hombres y
mujeres a quienes hay que ayudar, a quienes hay que convencer que realicen
ellos mismos su propio desarrollo y que adquieran progresivamente los medios
para ello »; cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 86.
82 Carta Encíc.
Populorum Progressio, 35: l.c., p. 274: « la educación básica es el primer
objetivo de un plan de desarrollo ».
83 Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe , Instrucción sobre los
aspectos de la Teología
de la Liberación ,
Libertatis nuntius, (6 de agosto de 1984), Introducción: AAS 76 (1984), pp. 876
s.
84 Cf. Exhort. Apost.
Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 16: AAS 77 (1985), pp.
213-217; Cong. para la
Doctrina de la Fe ,
Instrucción sobre la libertad cristiana y liberación, Libertatis Conscientia
(22 de marzo de 1886), 38; 42: AAS 79 (1987), pp. 569; 571.
85 Congr. para la Doctrina de la Fe , Instrucción sobre la a
cristiana y liberación, Libertatis Conscientia (22 de marzo de 1986), 24: AAS
79 (1987), p. 564.
86 Cf. Conc. Ecum.
Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 22; Juan Pablo II, Carta Encíc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979),
8: AAS 71 (1979), p 272.
87 Carta Encíc.
Populorum Progressio, 5: l.c., p .259: « Pensamos que este programa puede y
debe juntar a los hombres de buena voluntad con nuestros hijos católicos y
hermanos cristianos »; cf. también nn. 81-83, 87: l.c., pp. 296-298; 299.
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