por CARLOS
DANIEL LASA
• JUNIO 25, 2019
Quizás el
interrogante debiera ser más abarcador. Quizás debiéramos preguntarnos si
existe actualmente la universidad. Pero hoy quiero circunscribirme a esta
pregunta: ¿existe, acaso, una inteligencia universitaria católica?.
Alguien podría
objetarme (y con entera razón) diciendo que la vida católica no se reduce a la
existencia de una inteligencia católica, ya que su esencia está constituida por
la caridad, esto es, por la unión con Dios. Si bien lo referido es cierto,
también es verdadero que tanto la fe como una recta inteligencia de la misma
son la condición sine qua non de la vida católica. Si estas desaparecen, se
desintegran la esperanza y la caridad.
Sigamos suponiendo.
Si existiese una comunidad ocupada de la educación superior que dijese tener fe
católica, su gran problema consistiría en determinar qué razón resulta más
adecuada para comprender lo que se cree, para no llegar jamás a adulterar su
contenido. Una mala resolución de este problema conducirá, inevitablemente, a
la corrupción de la fe católica y, en consecuencia, a la imposibilidad de vivir
una esperanza y una caridad auténticamente cristianas. Este es el punto y aquí
reside el grave problema de la actualidad. Gran parte de las universidades que
se denominan católicas están dominadas por una filosofía del devenir que no les
permite afirmar la existencia de un Ser eterno. Y si todo lo que es, es eterno
devenir, ¿de qué nos va a salvar Jesucristo? (tampoco podría pensarse en la
segunda persona de la Santísima Trinidad como si se tratase de un ser eterno
porque todo está deviniendo).
La fe católica
siempre ha sido interpretada desde una filosofía del ser. Y esto supone
afirmar, en el caso de la salvación, que Dios me rescata de la no permanencia a
que mi ser está sometido.
Lo propio de mi
ser no es durar: sólo un ser que es el mismo Durar puede hacerme partícipe de
su durar quitándome, al propio tiempo, el pecado que me impide existir junto a
Él.
Recuerdo que
tanto San Agustín, como los Padres de la Iglesia, denominaban a Cristo
“Médico”. Y lo llamaban así porque era el único que podía quitarme la
infirmitas (la no consistencia, la no firmeza de mi ser). Un médico humano
podrá eventualmente librarme de alguna enfermedad, pero jamás aplazar mi
desenlace final. En cambio, Cristo me otorga la gracia de que mi ser adquiera
consistencia y duración para gozar eternamente de la visión de la esencia
divina.
Cuando la
metafísica del ser es reemplazada por la filosofía del devenir, la fe se
corrompe, y en lugar de garantizar al hombre la salvación eterna pasa a
prometerle (promesa enteramente humana) una “salvación” puramente histórica.
De esta
salvación se ocupan no pocas universidades católicas que hoy, engañosamente, se
presentan como si fueran tales. Han dejado de cultivar el contenido inteligible
de la fe porque han cambiado el verdadero objeto de la fe (el Dios Uno y Trino)
por una fe dependiente de una acción humana redentora. De allí que el cultivo de
la metafísica cristiana se haya abandonado por completo para pasar a asumir
filosofías reducidas a la dimensión puramente histórica (como lo es, por
ejemplo, la denominada filosofía hermenéutica).
Me vienen a la
memoria aquellas palabras de regocijo por parte de Antonio Gramsci cuando
afirmaba que el catolicismo terminará decapitando a Dios a partir del momento
mismo en que los católicos pretendan extraer de su propia conciencia los
principios de su acción. Estoy seguro de que si Gramsci viviera estaría
exultante por cuanto vería que la Iglesia católica ha entrado en una fase de su
existencia que parece bastante terminal.
Sin embargo,
nosotros seguimos creyendo que ni las puertas del Infierno podrán destruirla, y
por eso, tarde o temprano, soplarán aires de una renovación que broten de la
genuina tradición: homogénea y no de ruptura.
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