San Pablo se dirige a
los cristianos de Éfeso (4, 17.20-24), y con ellos a nosotros, diciendo “les
recomiendo en el nombre del Señor que no procedan como los paganos que se dejan
llevar por la frivolidad de sus pensamientos. De Él (Cristo) aprendieron que es
preciso renunciar a la vida que llevaban, despojándose del hombre viejo, que se
va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia, para renovarse en lo más
íntimo de su espíritu y revestirse del hombre nuevo creado a imagen de Dios en
la justicia y en la verdadera santidad”. También en el Antiguo Testamento
-aunque separados por la distancia y las circunstancias propias de cada época-
se instaba al pueblo de Israel con quien Dios hizo alianza, para que sus hijos
sean “hombres nuevos”. Serán los profetas, quienes enseñaban que debían
mantenerse en la fidelidad sin dejarse pervertir con las costumbres propias de
los pueblos paganos, a oscuras, en medio de sus cultos idolátricos.
Y así, la enseñanza
del apóstol es también aplicable a los hechos de los que habla hoy la primera
lectura (Éxodo 16, 2-4.12-15), ya que el pueblo de Israel sacado de Egipto bajo
la guía de Moisés, se dirige a la tierra prometida. Dejando atrás la esclavitud a la que estaban sometidos, se
orientan a la libertad que implica el señorío del Dios de la Alianza , sobre ellos, sus
instituciones, sus costumbres y modo de vivir. También de ellos se esperaba que
dejaran “el hombre viejo” de Egipto para revestirse del “hombre nuevo” viviendo
a pleno su amistad con el Creador.
Sin embargo, las
exigencias de la liberación resultan más duras que las ventajas del pasado, de
allí que añoren las ollas repletas de carne y
el pan para saciarse.
¡Cómo cuesta al
hombre dejar al hombre viejo! La seguridad que da la esclavitud en Egipto o la
esclavitud del pecado, en definitiva, pareciera más importante o atractiva que
caminar hacia la realidad del hombre nuevo.
Ser “hombre nuevo”
implica renuncias y sacrificios, ya que la unión estrecha con el Dios de la Antigua Alianza o
con Cristo en nuestro tiempo, se va tornando más y más exigente por la
indiferencia y desprecio de la gente que no vive en sintonía con la Verdad , y por lo tanto huye
de toda posibilidad de vivir en la novedad del evangelio.
Resulta primordial,
por tanto, el encuentro con Cristo, para evitar esos recuerdos que nos llevan a
mirar hacia atrás, añorando el mal o aquello que nos daba seguridad como
esclavos o la ilusión de bienestar, retardando por culpa de estas ataduras el
lanzarnos al futuro siempre nuevo de la liberación traída por el Señor, ya que
se ahonda el vacío interior, si no lo hacemos, por la ausencia de la vida
divina.
En el evangelio (Juan
6, 24-35) también aparece esta disyuntiva entre el “hombre viejo” y el “hombre
nuevo”. La multitud lo busca a Jesús y al encontrarlo le preguntan “¿cuándo
llegaste?”, a lo que Jesús responde, leyendo sus corazones y pensamientos,
“ustedes me buscan no porque vieron signos, sino porque comieron pan hasta
saciarse”. Tuvieron la actitud de “hombre viejo” porque se quedaron con el
bienestar recibido y no descubrieron más allá de los signos, la presencia del
Hijo de Dios hecho hombre. Deslumbrados por el obrar exterior de Jesús, no
alcanzan a comprender su realidad divina.
Había sucedido lo
mismo en el Antiguo Testamento cuando Israel en medio de sus quejas, añorando
el bienestar del que gozaban en Egipto, siendo esclavos, es alimentado con el maná y las codornices
para que reconozcan la presencia del Dios de la Alianza que los guía a la
liberación del hombre nuevo en la tierra prometida.
Continúa Jesús
diciendo, “trabajen no por el alimento perecedero”, es decir, como el hombre
viejo atado a las seducciones del mundo, sino trabajen “por el alimento que
permanece hasta la vida eterna, el que dará el hijo del hombre”. O sea, hemos
de trabajar por vivir en la unión plena con Jesús, en armonía con lo que nos
enseña, tratando de prolongar su Palabra y presencia en el mundo.
Dicho esto comienza
el movimiento hacia el “hombre nuevo” con la pregunta del gentío: “¿qué debemos
hacer para realizar las obras de Dios?”. Y la obra de Dios será que “crean en
Aquél que Él ha enviado”. Si no hay fe, si no hay adhesión al Señor, si no se cree
en y a Dios, imposible realizar sus obras.
Es por eso que
Benedicto XVI ha decidido el Año de la fe, ya que si no hay fe profunda en el
Enviado del Padre seguiremos sin transformar el mundo ofreciéndole algo
totalmente nuevo que trascienda nuestra cotidianeidad, transformando nuestro
ser y vida de cada día.
Y Jesús sigue dando
señales, mostrando que semejantes a las que se recibieron en el Antiguo
Testamento, las superan con creces, ya que no es Moisés quien les ha dado de
comer sino que “mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de
Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo”.
En efecto, mientras
el maná y el pan multiplicado conduce a la muerte y quienes trabajan por ellos
siguen en la mentalidad del “hombre
viejo”, laborando para la vaciedad del alma y para la muerte, el Pan Verdadero
es Vida para el mundo.
El gentío, y también
nosotros, como tocados por la gracia iluminadora de la Verdad divina, hemos de
pedir “Señor, danos siempre de ese pan”, ya que
ser “hombres nuevos” implica descubrir toda la hondura del mensaje de
Jesús: “Yo soy el Pan de vida, el que viene a mí jamás tendrá hambre el que
cree en mí jamás tendrá sed”.
De allí la necesidad
de decirle al Señor también, danos la posibilidad de trabajar por este alimento
de Vida dejando el pecado y toda maldad, para entrar en comunión contigo y ser
así transformados vitalmente.
Darnos cuenta que
alimentados con el mismo Jesús, jamás tendremos hambre y sed de divinidad, de
plenitud.
Hermanos: que nuestra
buena disposición a crecer como católicos, haga que por la gracia seamos
capaces de abandonar el hombre viejo del pecado para revestirnos de la nueva condición de hijos de Dios en el
Hijo que nos ha salvado.
Padre Ricardo B.
Mazza.
Cura párroco de la
parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina.
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