Palabras de Benedicto
XVI en la Audiencia
General
Queridos hermanos y
hermanas:
Hoy quisiera
detenerme en el último episodio en la vida de san Pedro narrado en los Hechos
de los Apóstoles: su encarcelamiento por orden de Herodes Agripa y su puesta en
libertad por la intervención milagrosa del Ángel del Señor, en la víspera de su
juicio en Jerusalén (cf. Hch. 12,1-17).
La historia está una
vez más marcada por la oración de la Iglesia. San Lucas, en efecto, escribe:
"Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar
a Dios por él" (Hch. 12,5). Y, después de que salió milagrosamente de la
cárcel, con motivo de su visita a la casa de María, la madre de Juan llamado
Marcos, se dice que "un grupo numeroso se hallaba reunido en oración"
(Hch. 12,12). Entre estas dos notas importantes de la actitud de la comunidad
cristiana de cara al peligro y a la persecución, viene contada la detención y
la liberación de Pedro, que abarca toda la noche. La fuerza de la oración
incesante de la Iglesia
se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una impensable e inesperada liberación,
mediante el envío de su ángel.
La historia recuerda
los grandes elementos de la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto, la Pascua hebrea. Como sucede
en aquel evento fundamental, también en este caso la acción principal se lleva
a cabo por el Ángel del Señor que libera a Pedro. Y las mismas acciones del
Apóstol --que se le pide que se ponga de pie rápidamente, ponerse el cinturón y
ceñirse las caderas-- reflejan a aquel pueblo elegido en la noche de la
liberación por la intervención de Dios, cuando fue invitado a comer a toda
prisa el cordero, con las caderas ceñidos, las sandalias en los pies, el bastón
en mano, listo para salir del país (cf. Ex. 12,11). Así, Pedro pudo exclamar:
"¡Ahora sé que realmente el Señor envió a su ángel y me libró de las manos
de Herodes" (Hch.12,11). Pero el ángel recuerda no sólo la liberación de
Israel de Egipto, sino también la Resurrección de Cristo. Nos dicen, en efecto, los
Hechos de los Apóstoles: "De pronto apareció el ángel del Señor y una luz
resplandeció en el calabozo. El ángel sacudió a Pedro y lo hizo levantar"
(Hch. 12,7).
La luz que llena la habitación de la cárcel, el acto
mismo de despertar al Apóstol, nos refieren a la luz liberadora de la Pascua del Señor, que vence
a las tinieblas de la noche y del mal. La invitación, por último, "Pónte
el cinturón y sígueme» (Hch. 12,8), se hace eco en nuestros corazones las
palabras de la primera llamada de Jesús (cf. Mc. 1,17), que se repite después
de la resurrección en el lago de Tiberíades, donde el Señor dice dos veces a
Pedro: "Sígueme" (Jn. 21,19.22). Es una apremiante invitación a
seguirlo: solo saliendo de sí mismo para entrar en el camino del Señor y hacer
su voluntad, se vive la verdadera libertad.
Me gustaría hacer
hincapié en otro aspecto de la actitud de Pedro en la cárcel; se observa, en
efecto, que mientras la comunidad cristiana ora fervientemente por él, Pedro,
"dormía" (Hch. 12,6). En una situación así crítica y de serio
peligro, es una actitud que puede parecer extraña, pero que denota tranquilidad
y confianza; él se fía en Dios, sabe que está rodeado por la solidaridad y la
oración de los suyos y se abandona totalmente en las manos de Señor. Así debe
ser nuestra oración: asidua, en solidaridad con los demás, confiando plenamente
en que Dios nos conoce en el fondo y cuida de nosotros al punto que --dice
Jesús-- "hasta los cabellos de sus cabezas están todos contados. Así que
no teman..." (Mt. 10, 30-31).
Pedro vive la noche del cautiverio y de la
liberación de la cárcel como un tiempo de su seguimiento al Señor, que vence
las tinieblas de la noche y libera de la esclavitud de las cadenas y del
peligro de la muerte. Su liberación es prodigiosa, marcada por varios momentos
descritos cuidadosamente: guiado por el ángel, a pesar de la vigilancia de los
guardias, atraviesa el primero y el segundo puesto de guardia hasta la puerta
de hierro que conduce a la ciudad: y la puerta se abre sola frente a ellos (cf.
Hch. 12,10). Pedro y el ángel del Señor realizan juntos un largo trecho de
camino, hasta que, entrado en sí mismo, el Apóstol es consciente de que el
Señor verdaderamente lo ha liberado y, tras haberlo pensado, va a la casa de
María, la madre de Marcos, donde muchos de los discípulos están reunidos en
oración; una vez más, la respuesta de la comunidad a la dificultad y al peligro
es confiar en Dios, fortalecer su relación con Él. Aquí me parece útil recordar
otra situación difícil que ha vivido la comunidad cristiana de los orígenes.
Santiago habla de ello en su Carta.
Es una comunidad en
crisis, en dificultad, no a causa de la persecución, sino porque en su interior
hay celos y contiendas (cf. St. 3,14-16). Y el Apóstol se pregunta la razón de
esta situación. Se encuentra con dos razones principales: la primera es el
dejarse dominar por las pasiones, por la dictadura de sus propios deseos, del
egoísmo (cf. St. 4,1-2a); el segundo es la falta de oración: "no
piden" (St. 4, 2b) --o la presencia de una oración que no se puede definir
como tal-- "Piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer
sus pasiones" (St. 4,3). Esta situación cambiaría, según Santiago, si toda
la comunidad hablase con Dios, rezando asiduamente y unánime de verdad. Incluso
el discurso sobre Dios, de hecho, puede perder su fuerza interior y hasta el
testimonio se seca si no están animadas, apoyadas y acompañadas por la oración,
por la continuidad de un diálogo vivo con el Señor. Un recordatorio importante
para nosotros y nuestras comunidades, tanto las pequeñas como la familia, así
como las más amplias como la parroquia, la diócesis, la Iglesia entera. Me hace
pensar que han orado en esta comunidad de Santiago, pero han orado mal, sólo
para sus propias pasiones. Continuamente debemos aprender a orar bien,
realmente orar, orientarla hacia Dios y no hacia el propio bien.
La comunidad, en
cambio, que acompaña la prisión de Pedro es realmente una comunidad que ora
toda la noche, unida. Y es una alegría que llena los corazones de todos, cuando
el apóstol llama a la puerta inesperadamente. Es la alegría y el asombro ante
la acción de Dios que escucha. Así que de la Iglesia sale la oración por Pedro y a la Iglesia él regresa para
contar "cómo el Señor lo había sacado de la cárcel" (Hch. 12,17). En
aquella iglesia, donde él es colocado como roca (cf. Mt 16:18), Pedro cuenta su
"Pascua" de liberación: él experimenta que en el seguir a Jesús está
la verdadera libertad, está rodeado por la luz radiante de la resurrección, y
por esto puede testimoniar hasta el martirio que el Señor es el Resucitado y
que "realmente envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes"
(Hch. 12,11). El martirio que sufrirá después en Roma, lo unirá definitivamente
a Cristo, quien le había dicho: Cuando seas viejo, otro te llevará donde no
quieras, para indicar de con qué muerte había de glorificar a Dios (cf. Jn.
21,18-19).
Queridos hermanos y
hermanas, el episodio de la liberación de Pedro contado por Lucas nos dice que la Iglesia , cualquiera de
nosotros, atraviesa la noche de la prueba, pero es la incesante vigilancia de
la oración la que nos sostiene. Yo también, desde el primer momento de mi
elección como Sucesor de San Pedro, me he sentido siempre sostenido por las
oraciones de ustedes, la oración de la Iglesia , especialmente en los momentos más
difíciles. Gracias. Con la oración constante y confiada, el Señor nos libera de
las cadenas, nos guía para atravesar cualquier noche de prisión que pueda
atenazar nuestro corazón, nos da la paz del corazón para hacer frente a las
dificultades de la vida, incluso el rechazo, la oposición, la persecución. El
episodio de Pedro muestra el poder de la oración.
Y el Apóstol, aunque
en cadenas, se siente confiado, en la certeza de no estar nunca solo: la
comunidad está orando por él, el Señor está cerca; él sabe que "el poder
de Cristo triunfa en la debilidad" (2 Cor. 12,9). La oración unánime y
constante es una valiosa herramienta para superar las pruebas que puedan surgir
en el camino de la vida, porque es el estar profundamente unidos con Dios, lo
que nos permite también estar profundamente unidos a los demás.
Traducido del
italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial
Vaticana
CIUDAD DEL VATICANO,
miércoles 9 mayo 2012 (ZENIT.org).-
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