1. DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
118. El principio
capital, sin duda alguna, de esta doctrina afirma que el hombre en
necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales; el
hombre, repetimos, en cuanto es sociable por naturaleza y ha sido elevado a un
orden sobrenatural. (Mater et Magistra, n. 219)
119. También en la
vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona
humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es
el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social. (Gaudium et Spes,
n. 63)
120. El hombre en
su realidad singular (porque es "persona") tiene una historia propia
de su vida y sobre todo una historia propia de su alma. El hombre, conforme a
la apertura interior de su espíritu y al mismo tiempo a tantas y tan diversas
necesidades de su cuerpo y de su existencia temporal, escribe esta historia
suya personal por medio de numerosos lazos, contactos, situaciones, estructuras
sociales que lo unen a otros hombres; y esto lo hace desde el primer momento de
su existencia sobre la tierra, desde el momento de su concepción y de su
nacimiento. El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y
a la vez de su ser comunitario y social-en el ámbito de la propia familia, en
el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia
nación, o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de
toda la humanidad- este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer
en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la
Iglesia, camino trazado por Cristo mismo vía que inmutablemente conduce a
través del misterio de la Encarnación y de la Redención. (Redemptor Hominis, n.
14)
121. Fundamento y
fin del orden social es la persona humana, como sujeto de derechos
inalienables, que no recibe desde fuera sino que brotan de su misma naturaleza;
nada ni nadie puede destruirlos; ninguna constricción externa puede anularlos,
porque tienen su raíz en lo que es más profundamente humano. De modo análogo,
la persona no se agota en los condicionamientos sociales, culturales e
históricos, pues es propio del hombre, que tiene un alma espiritual, tender
hacia un fin que trasciende las condiciones mudables de su existencia. Ninguna
potestad humana puede oponerse a la realización del hombre como persona.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1988, n. 1)
2. EL BIEN COMÚN
167. Por bien
común, es preciso entender "el conjunto de aquellas condiciones de la vida
social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más
plena y fácilmente su propia perfección" (GS, n. 26). El bien común afecta
a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la
de aquellos que ejercen la autoridad. Comporta tres elementos esenciales:
Supone, en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del
bien común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos
fundamentales e inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a
cada uno de sus miembros realizar su vocación. En particular, el bien común
reside en las condiciones de ejercicio de las libertades naturales que son
indispensables para el desarrollo de la vocación humana: "derecho a ...
actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la protección de la vida
privada y a la justa libertad, también en materia religiosa" (GS, n. 26).
En segundo lugar, el bien común exige el bienestar social y el desarrollo del
grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales.
Ciertamente corresponde a la autoridad decidir, en nombre del bien común, entre
los diversos intereses particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que
necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido, salud,
trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de fundar una
familia, etc. El bien común implica, finalmente, la paz, es decir, la
estabilidad y la seguridad de un orden justo. Supone, por tanto, que la
autoridad asegura, por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de sus
miembros. El bien común fundamenta el derecho a la legítima defensa individual
y colectiva. (CIC, nn. 1906-1909)
168. La
interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen
que el bien común-esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que
hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más
pleno y más fácil de la propia perfección-se universalice cada vez más, e
implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano.
Todo grupo social debe tener en cuanta las necesidades y las legítimas
aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuanta el bien
común de toda la familia humana. Crece al mismo tiempo la conciencia de la
excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de
sus derechos y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se
facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente
humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección
de estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama,
al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta
de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad
también en materia religiosa. El orden social, pues, y su progresivo desarrollo
deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real
debe someterse al orden personal, y no al contrario. El propio Señor lo
advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el
hombre para el sábado. El orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo
en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe
encontrar en la libertad un equilibrio cada día más humano. Para cumplir todos
estos objetivos hay que proceder a una renovación de los espíritus y a
profundas reformas de la sociedad. El Espíritu de Dios, que con admirable
providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es
ajeno a esta evolución. Y, por su parte, el fermento evangélico ha despertado y
despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad.
(Gaudium et Spes, n. 26)
169. La autoridad
sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en cuestión y si,
para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes
proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden moral, estas
disposiciones no pueden obligar en conciencia. "En semejante situación, la
propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad
espantosa" (PT, n. 51). (CIC, n. 1903)
170. Ahora bien,
si se examinan con atención, por una parte, el contenido intrínseco del bien
común, y por otra, la naturaleza y el ejercicio de la autoridad pública, todos
habrán de reconocer que entre ambos existe una imprescindible conexión. Porque
el orden moral, de la misma manera que exige una autoridad pública para
promover el bien común en la sociedad civil, así también requiere que dicha
autoridad pueda lograrlo efectivamente. De aquí nace que las instituciones
civiles-en medio de las cuales la autoridad pública se desenvuelve, actúa y
obtiene su fin-deben poseer una forma y eficacia tales, que puedan alcanzar el
bien común por las vías y los procedimientos más adecuados a las distintas
situaciones de la realidad. (Pacem in Terris, n. 136)
171. Por lo que
concierne al primer aspecto, han de considerarse como exigencias del bien común
nacional: facilitar trabajo al mayor número posible de obreros; evitar que se
constituyan, dentro de la nación e incluso entre los propios trabajadores,
categorías sociales privilegiadas; mantener una adecuada proporción entre
salario y precios; hacer accesibles al mayor número de ciudadanos los bienes
materiales y los beneficios de la cultura; suprimir o limitar al menos las
desigualdades entre los distintos sectores de la economía-agricultura,
industria y servicios-equilibrar adecuadamente el incre- mento económico con el
aumento de los servicios generales necesarios, principalmente por obra de la
autoridad pública; ajustar, dentro de lo posible, las estructuras de la
producción a los progresos de las ciencias y de la técnica; lograr, en fin, que
el mejoramiento en el nivel de vida no sólo sirva a la generación presente, sino
que prepare también un mejor porvenir a las futuras generaciones. Son, por otra
parte, exigencias del bien común internacional: evitar toda forma de
competencia desleal entre los diversos países en materia de expansión
económica; favorecer la concordia y la colaboración amistosa y eficaz entre las
distintas economías nacionales, y, por último, cooperar eficazmente al
desarrollo económico de las comunidades políticas más pobres. (Mater et
Magistra, nn. 79-80)
172. En la época
actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de
los derechos y deberes de la persona humana. De aquí que la misión principal de
los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer,
respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a
cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar el campo
intangible de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el
cumplimiento de sus deberes debe ser oficio esencial de todo poder público.
(Pacem in Terris, n. 60)
173. Para dar cima
a esta tarea con mayor facilidad, se requiere, sin embargo, que los gobernantes
profesen un sano concepto del bien común. Este concepto abarca todo un conjunto
de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y
pleno de su propia perfección. Juzgamos además necesario que los organismos o
cuerpos y las múltiples asociaciones privadas, que integran principalmente este
incremento de las relaciones sociales, sean en realidad autónomos y tiendan a
sus fines específicos con relaciones de leal colaboración mutua y de
subordinación a las exigencias del bien común. Es igualmente necesario que
dichos organismos tengan la forma externa y la sustancia interna de auténticas
comunidades, lo cual sólo podrá lograrse cuando sus respectivos miembros sean
considerados en ellos como personas y llamados a participar activamente en las
tareas comunes. En el progreso creciente que las relaciones sociales presentan
en nuestros días, el recto orden del Estado se conseguirá con tanta mayor
facilidad cuanto mayor sea el equilibrio que se observe entre estos dos
elementos: de una parte, el poder de que están dotados así los ciudadanos como
los grupos privados para regirse con autonomía, salvando la colaboración mutua
de todos en las obras; y de otra parte, la acción del Estado que coordine y
fomente a tiempo la iniciativa privada. (Mater et Magistra, nn. 65-66)
174. El bien común
también demanda que las autoridades civiles deben de hacer verdaderos esfuerzos
para crear una situación donde los ciudadanos individuales puedan ejercitar sus
derechos y cumplir con sus deberes fácilmente. Porque, la experiencia nos ha
enseñado que si estas autoridades no tomen acción adecuada en relación a los
asuntos económicas, políticas, y culturales, el desequilibrio entre los
ciudadanos suele ser cada vez más definido sobre todo en el mundo, y como
resulta los derechos humanos quedan totalmente ineficaces.... (Pacem in Terris,
n. 63)
3. SOLIDARIDAD
126. Esta no es,
pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o
lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse
por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos
seamos verdaderamente responsables de todos. Esta determinación se funda en la
firme convicción de que lo que frena el pleno desarrollo es aquel afán de
ganancia y aquella sed de poder de que ya se ha hablado. Tales "actitudes
y estructuras de pecado" solamente se vencen con la ayuda de la gracia divina
mediante una actitud diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo
que está dispuesto a "perderse", en sentido evangélico, por el otro
en lugar de explotarlo, y a "servirlo" en lugar de oprimirlo para el
propio provecho (cf. Mt 10, 40-42; 20, 25; Mc 10, 42-45; Lc 22, 25-27).
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 38)
127. En el
espíritu de la solidaridad y mediante los instrumentos del diálogo aprendemos
a:
- respetar a todo
ser humano;
- respetar los
auténticos valores y las culturas de los demás;
- respetar la
legítima autonomía y la autodeterminación de los demás;
- mirar más allá
de nosotros mismos para entender y apoyar lo bueno de los demás;
- contribuir con
nuestros propios recursos a la solidaridad social en favor del desarrollo y
crecimiento que se derivan de la equidad y la justicia;
- construir unas
estructuras que aseguren la solidaridad social y el diálogo como rasgos del
mundo en que vivimos.
(Mensaje de la
Jornada Mundial de la Paz, 1986, n. 5)
128. El deber de
solidaridad de las personas es también el de los pueblos: "Los pueblos ya
desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los países en vía de
desarrollo" (GS, n. 86). Se debe poner en práctica esta enseñanza
conciliar. Si es normal que una población sea el primer beneficiario de los
dones otorgados por la Providencia como fruto de su trabajo, no puede ningún
pueblo, sin embargo, pretender reservar sus riquezas para su uso exclusivo.
Cada pueblo debe producir más y mejor, a la vez para dar a sus súbditos un
nivel de vida verdaderamente humano y para contribuir también al desarrollo
solidario de la humanidad. Ante la creciente indigencia de los países
subdesarrollados, se debe considerar como normal el que un país desarrollado
consagre una parte de su producción a satisfacer las necesidades de aquéllos;
igualmente normal que forme educadores, ingenieros, técnicos, sabios que pongan
su ciencia y su competencia al servicio de ellos. (Populorum Progressio, n. 48)
129. Para superar
la mentalidad individualista, hoy día tan difundida, se requiere un compromiso
concreto de solidaridad y caridad, que comienza dentro de la familia con la
mutua ayuda de los esposos y, luego, con las atenciones que las generaciones se
prestan entre sí. De este modo la familia se cualifica como comunidad de trabajo
y de solidaridad. (Centesimus Annus, n. 49)
130. En esta
marcha, todos somos solidarios. A todos hemos querido Nos recordar la amplitud
del drama y la urgencia de la obra que hay que llevar a cabo. La hora de la
acción ha sonado ya; la supervivencia de tantos niños inocentes, el acceso a
una condición humana de tantas familias desgraciadas, la paz del mundo, el
porvenir de la civilización, están en juego. Todos los hombres y todos los
pueblos deben asumir sus responsabilidades. (Populorum Progressio, n. 80)
131. El ejercicio
de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se
reconocen unos a otros como personas. Los que cuentan más, al disponer de una
porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse responsables de
los más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que poseen. Estos, por su
parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente
pasiva o destructiva del tejido social y, aunque reivindicando sus legítimos
derechos, han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos. Por su
parte, los grupos intermedios no han de insistir egoísticamente en sus
intereses particulares, sino que deben respetar los intereses de los demás.
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 39)
132. De esta
manera el principio que hoy llamamos de solidaridad y cuya validez, ya sea en
el orden interno de cada nación, ya sea en el orden internacional, he recordado
en la Sollicitudo Rei Socialis (cf. SRS, nn. 38-40), se demuestra como uno de
los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y
política. León XIII lo enuncia varias veces con el nombre de
"amistad", que encontramos ya en la filosofía griega; por Pío XI es
designado con la expresión no menos significativa de "caridad
social", mientras que Pablo VI, ampliando el concepto, de conformidad con
las actuales y múltiples dimensiones de la cuestión social, hablaba de
"civilización del amor" (cf. RN, n. 25; QA, n. 3; Pablo VI, Homilía
para la Clausura del Año Santo, 1975). (Centesimus Annus, n. 10)
133. La
solidaridad nos ayuda a ver al "otro"-persona, pueblo o nación-no
como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de
trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un
"semejante" nuestro, una "ayuda" (cf. Gn 2, 18-20), para
hacerlo partícipe como nosotros, del banquete de la vida al que todos los
hombres son igualmente invitados por Dios. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 39)
4. SUBSIDIARIEDAD
134. La
socialización presenta también peligros. Una intervención demasiado fuerte del
Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la
Iglesia ha elaborado el principio llamado de subsidiariedad. Según éste,
"una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida
interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias,
sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar
su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien
común" (CA, n. 48; cf. QA, nn. 184-186). Dios no ha querido retener para
El solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las
funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este
modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios
en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana,
debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos
deben comportarse como ministros de la providencia divina. El principio de
subsidiariedad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la
intervención del Estado. Intenta armonizar las relaciones entre individuos y
sociedad. Tiende a instaurar un verdadero orden internacional. (CIC, nn.
1883-1885)
135. Además, así
como en cada Estado es preciso que las relaciones que median entre la autoridad
pública y los ciudadanos, las familias y los grupos intermedios, se regulen y
gobiernen por el principio de la acción subsidiaria, es justo que las
relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de
cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto significa que la
misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas
relacionados con el bien común universal en el orden económico, social,
político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud
extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las
que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación. Es
decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o
invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado. Por el
contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un
ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino
también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad
realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos. (Pacem in
Terris, nn. 140-141)
136. Como tesis
inicial, hay que establecer que la economía debe ser obra, ante todo, de la
iniciativa privada de los individuos, ya actúen éstos por sí solos, ya se
asocien entre sí de múltiples maneras para procurar sus intereses comunes. (Mater
et Magistra, n. 51)
137. Pero
manténgase siempre a salvo el principio de que la intervención de las
autoridades públicas en el campo económico, por dilatada y profunda que sea, no
sólo no debe coartar la libre iniciativa de los particulares, sino que, por el
contrario, ha de garantizar la expansión de esa libre iniciativa,
salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos esenciales de la persona
humana. Entre éstos hay que incluir el derecho y la obligación que a cada
persona corres- ponde de ser normalmente el primer responsable de su propia
manutención y de la de su familia, lo cual implica que los sistemas económicos
permitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provechoso ejercicio de las
actividades de producción. (Mater et Magistra, n. 55)
138. A este
respecto, la Rerum Novarum señala la vía de las justas reformas, que devuelven
al trabajo su dignidad de libre actividad del hombre. Son reformas que suponen,
por parte de la sociedad y del Estado, asumirse las responsabilidades en orden
a defender al trabajador contra el íncubo del desempleo. Históricamente esto se
ha logrado de dos modos convergentes: con políticas económicas, dirigidas a
asegurar el crecimiento equilibrado y la condición de pleno empleo; con seguros
contra el desempleo obrero y con políticas de cualificación profesional,
capaces de facilitar a los trabajadores el paso de sectores en crisis a otros
en desarrollo.... Para conseguir estos fines el Estado debe participar directa
o indirectamente. Indirect- amente y según el principio de subsidiariedad,
creando las condiciones favorables al libre ejercicio do la actividad
económica, encauzada hacia una oferta abundante de oportunidades de trabajo y
de fuentes de riqueza. Directamente y según el principio de solidaridad,
poniendo, en defensa do los más débiles, algunos límites a la autonomía de las
partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando en todo caso un
mínimo vital al trabajador en paro. (Centesimus Annus, n. 15)
5. PARTICIPACIÓN
139. La doble
aspiración hacia la igualdad y la participación trata de promover un tipo de
sociedad democrática. Diversos modelos han sido propuestos; algunos de ellos
han sido ya experimentados; ninguno satisface completamente, y la búsqueda
queda abierta entre las tendencias ideológicas y pragmáticas. El cristiano
tiene la obligación de participar en esta búsqueda, al igual que en la
organización y en la vida políticas. El hombre, ser social, construye su
destino a través de una serie de agrupaciones particulares que requieren, para
su perfeccionamiento y como condición necesaria para su desarrollo, una
sociedad más vasta, de carácter universal, la sociedad política. Toda actividad
particular debe colocarse en esta sociedad ampliada, y adquiere con ello la
dimensión del bien común. (Octogesima Adveniens, n. 24)
140. Es esencial
que todo hombre tenga un sentido de participación, de tomar parte en las
decisiones y en los esfuerzos que forjan el destino del mundo. En el pasado la
violencia y la injusticia han arraigado frecuentemente en el sentimiento que la
gente tiene de estar privada del derecho a forjar sus propias vidas. No se
podrán evitar nuevas violencias e injusticias allí donde se niegue el derecho
básico a participar en las decisiones de la sociedad. (Mensaje de la Jornada
Mundial de la Paz, 1985, n. 9)
141. Es un
estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las
necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por
ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres necesitados a conseguir
los conocimientos, a entrar en el círculo de las interrelaciones, a desarrollar
sus aptitudes para poder valorar mejor sus capacidades y recursos. (Centesimus
Annus, n. 34)
142. Es
perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras
político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación
alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre
y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad
política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos
de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de
los gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al
mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para promover el bien
común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre,
se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio.
Para que la cooperación ciudadana responsable pueda lograr resultados felices
en el curso diario de la vida pública, es necesario un orden jurídico positivo
que establezca la adecuada división de las funciones institucionales de la
autoridad política, así como también la protección eficaz e independiente de
los derechos. Reconózcanse, respétense y promuévanse los derechos de las
personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio, no
menos que los deberes cívicos de cada uno. Entre estos últimos es necesario
mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal
requerido por el bien común. Cuiden los gobernantes de no entorpecer las
asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones
intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, que más
bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los ciudadanos por su
parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política
todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna ventajas o
favores excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las personas,
de las familias y de las agrupaciones sociales. (Gaudium et Spes, n. 75)
143. Cada
ciudadano tiene el derecho a participar en la vida de la propia comunidad. Esta
es una convicción generalmente compartida hoy en día. No obstante, este derecho
se desvanece cuando el proceso democrático pierde su eficacia a causa del
favoritismo y los fenómenos de corrupción, los cuales no solamente impiden la
legítima participación en la gestión del poder, sino que obstaculizan el acceso
mismo a un disfrute equitativo de los bienes y servicios comunes. (Mensaje de
la Jornada Mundial de la Paz, 1999, n. 6)
144. Al mismo
tiempo que el progreso científico y técnico continúa transformando el marco
territorial del hombre, sus modos de conocimiento, de trabajo, de consumo y de
relaciones, se manifiesta siempre en estos contextos nuevos una doble
aspiración más viva a medida que se desarrolla su información y su educación:
aspiración a la igualdad, aspiración a la participación; formas ambas de la
dignidad del hombre y de su libertad. (Octogesima Adveniens, n. 22)
145. Añádese a lo
dicho que con la dignidad de la persona humana concuerda el derecho a tomar
parte activa en la vida pública y contribuir al bien común. Pues, como dice
nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, "el hombre, como tal, lejos
de ser objeto y elemento puramente pasivo de la vida social, es, por el
contrario, y debe ser y permanecer su sujeto, fundamento y fin" (Mensaje
por radio en la Víspera de Navidad, 1944). (Pacem in Terris, n. 26)
6. EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES
171 Entre las
múltiples implicaciones del bien común, adquiere inmediato relieve el principio
del destino universal de los bienes: «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella
contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes
creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y
con la compañía de la caridad».360 Este principio se basa en el hecho que « el
origen primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de Dios que ha
creado al mundo y al hombre, y que ha dado a éste la tierra para que la domine
con su trabajo y goce de sus frutos (cf. Gn 1,28-29). Dios ha dado la tierra a
todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin
excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del
destino universal de los bienes de la tierra. Ésta, por su misma fecundidad y
capacidad de satisfacer las necesidades del hombre, es el primer don de Dios
para el sustento de la vida humana ».361 La persona, en efecto, no puede
prescindir de los bienes materiales que responden a sus necesidades primarias y
constituyen las condiciones básicas para su existencia; estos bienes le son
absolutamente indispensables para alimentarse y crecer, para comunicarse, para
asociarse y para poder conseguir las más altas finalidades a que está
llamada.362
172 El principio
del destino universal de los bienes de la tierra está en la base del derecho
universal al uso de los bienes. Todo hombre debe tener la posibilidad de gozar
del bienestar necesario para su pleno desarrollo: el principio del uso común de
los bienes, es el «primer principio de todo el ordenamiento ético-social » 363
y « principio peculiar de la doctrina social cristiana ».364 Por esta razón la
Iglesia considera un deber precisar su naturaleza y sus características. Se
trata ante todo de un derecho natural, inscrito en la naturaleza del hombre, y
no sólo de un derecho positivo, ligado a la contingencia histórica; además este
derecho es « originario ».365 Es inherente a la persona concreta, a toda
persona, y es prioritario respecto a cualquier intervención humana sobre los
bienes, a cualquier ordenamiento jurídico de los mismos, a cualquier sistema y
método socioeconómico: « Todos los demás derechos, sean los que sean,
comprendidos en ellos los de propiedad y comercio libre, a ello [destino
universal de los bienes] están subordinados: no deben estorbar, antes al
contrario, facilitar su realización, y es un deber social grave y urgente
hacerlos volver a su finalidad primera ».366
176 Mediante el
trabajo, el hombre, usando su inteligencia, logra dominar la tierra y hacerla
su digna morada: « De este modo se apropia una parte de la tierra, la que se ha
conquistado con su trabajo: he ahí el origen de la propiedad individual ».368
La propiedad privada y las otras formas de dominio privado de los bienes «
aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía
personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad
humana (...) al estimular el ejercicio de la tarea y de la responsabilidad,
constituyen una de las condiciones de las libertades civiles ».369 La propiedad
privada es un elemento esencial de una política económica auténticamente social
y democrática y es garantía de un recto orden social. La doctrina social
postula que la propiedad de los bienes sea accesible a todos por igual,370 de
manera que todos se conviertan, al menos en cierta medida, en propietarios, y
excluye el recurso a formas de « posesión indivisa para todos ».371
c) Destino
universal de los bienes y opción preferencial por los pobres
182 El principio
del destino universal de los bienes exige que se vele con particular solicitud
por los pobres, por aquellos que se encuentran en situaciones de marginación y,
en cualquier caso, por las personas cuyas condiciones de vida les impiden un
crecimiento adecuado. A este propósito se debe reafirmar, con toda su fuerza,
la opción preferencial por los pobres: 384 « Esta es una opción o una forma
especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da
testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada cristiano,
en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras
responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a
las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de
los bienes. Pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión
social, este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede
dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin
techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor
».385
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