Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica, – 01/05/20
La misión de la Iglesia es
siempre anunciar a Jesucristo, procurar que sea conocido y amado por todos los
hombres de todos los tiempos, y que el programa de vida formulado en su predicación
sea abrazado y cumplido, en orden a la salvación universal, y a la plena
realización del Reino de Dios. Así lo entendieron los Apóstoles, y así lo
trasmitieron a sus sucesores.
Dos expresiones netas de ese
mandato se encuentran en los últimos versículos de los Evangelios de Mateo y de
Marcos. Se considera que el de Mateo fue compuesto alrededor del año 80. El
encargo consiste en amaestrar (mathetéusate) a todas las naciones (pánta tà
éthnē), bautizarlas (baptídzontes), y enseñarles (didáskontes) a cumplir todo
lo que Él nos ha mandado. Hoy diríamos que la evangelización incluye trasmitir
la moral cristiana (Mt 28, 19 s.). Según los especialistas, el Evangelio de
Marcos fue escrito unos diez años antes; sería el más antiguo de los cuatro. El
mandato de Jesús aparece en un apéndice, de fecha posterior, y que la Iglesia
considera canónico, es decir, que forma parte de la Revelación. Dice así:
«Vayan por todo el mundo, anuncien (kērýxate) el Evangelio a toda la creación
(notar la totalidad, sin exclusiones: todo el mundo, toda la creación). El que
crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará» (Mc 16, 15s.). La
cruda alternativa del resultado está expresada en los términos que son
habituales en el Nuevo Testamento: sothḗsetai - katakri thesetai; el versículo
16 contrapone redención cumplida y condenación en el juicio futuro: promesa y
amenaza. No quiero ser suspicaz, pero me llama la atención que en algunas citas
del pasaje se suprima el versículo 16.
El Leccionario litúrgico
incluye el texto de Marcos el Sábado de la Octava de Pascua; allí se omite el
versículo en el que se registra la doble respuesta posible (creer - no creer),
y su consecuencia (salvación o condenación). En la Exhortación Apostólica
Postsinodal del Papa Francisco, Querida Amazonia (n. 64) se reproduce el
mandato, pero también aquí se suprime el versículo 16; el texto ha sido
mochado. Ahora bien, es evidente que los vv. 15 y 16 son inseparables en la
redacción. El padre Marie-Joseph Lagrange, en su clásico comentario, decía:
«Predicado el Evangelio, el mundo y cada persona deberán tomar posición. De un
lado la fe, seguida de la salvación; del otro el rechazo de creer (rehusarse) y
la condenación». No corresponde, entonces, eliminar lo que allí el evangelista
pone en boca del Señor, sobre las consecuencias de aceptar o no aceptar el
Evangelio. Parece un detalle, pero se puede pensar que responde a una actitud
generalizada en las últimas décadas; yo suelo designarla como «buenismo».
En el Evangelio de Juan (3,
17-18) encontramos una formulación paralela: Dios envió a su Hijo para que el
mundo se salve (hína sothe) no para juzgarlo (hína kríne). Juzgar tiene aquí el
sentido de condenar; poco más adelante se dirá que el incrédulo «no verá la
vida, sino que la cólera (orgé) de Dios permanece sobre él» (ib. 36).
Lo dicho sobre el mandato
del Señor y la misión de la iglesia es de máxima seriedad para el destino
humano. La fe en Jesús tiene una importancia capital, y depende del anuncio de
su Nombre: «No existe bajo el cielo otro Nombre (ónoma) dado a los hombres, por
el cual podamos salvarnos» (Hch 4, 12). Este es el kérygma que ha sido
encomendado a la Iglesia.
Anunciar a Jesucristo es
darlo a conocer, a Él ,Dios verdadero y hombre verdadero; los misterios de su
vida, su muerte y resurrección, y su Parusía, que dará conclusión a la
historia. Así comprendieron los Apóstoles el mandato de evangelizar. Pablo
conjura a Timoteo: «Acuérdate de Jesucristo» -se refiere a su mesianidad y su
resurrección- «evitando los discursos huecos y profanos» (2 Tim 2, 8). El
discípulo debe «conservar lo que se le ha confiado», el auténtico y bello
depósito (parathēkē) de la fe (ib. 1, 13). El que enseña otra cosa (la
heterodidaskalía) y no la kat eusébeian didaskalía, la doctrina conforme al
respeto y amor que se debe a la Palabra de Dios, es un orgulloso (la expresión
original indica que está vacío e inflado, lleno de humo) (1 Tim 6, 3-4), que no
sabe nada. Más todavía, Pablo ordena a su discípulo que impida la enseñanza de
doctrinas extrañas (otra vez, la heterodidaskalía), de «mitos y genealogías
interminables» (ib. 1, 3). Ya entonces asomaba el gnosticismo, que se
desarrollaría ampliamente en los siglos siguientes; esta herejía aspiraba a un
conocimiento superior y más amplio que la fe, en el cual el «misterio que
veneramos» (ib. 3, 6), Jesucristo y su obra salvadora, queda diluido. Una
cautela para tomar en cuenta en los procesos de evangelización de culturas
ancestrales, cuyos mitos, que pueden ser atrayentes y contener valores,
deberían ser cribados objetivamente, sin romanticismo.
En el centro de ese misterio
que veneramos refulge la cruz gloriosa; no saber otra cosa -era la aspiración
del Apóstol- más que Cristo crucificado (1 Cor 2, 2), «escándalo para los
judíos y locura para los paganos» (1 Cor 1, 23 ss.) Skándalon se llama el lazo
puesto en el camino para hacer caer, obstáculo o piedra de tropiezo; mōría
equivale a locura, insensatez. Hoy sigue siendo igual; la cuestión no es
hacernos simpáticos, disimulando ese rigor, con el propósito de ser aceptados.
No resulta. Nos complace hablar de la resurrección, pero no tanto de la cruz;
ahora bien, sin cruz no hay resurrección.
Es bastante común
actualmente descalificar, de modo directo o indirecto, la trasmisión de las
verdades católicas, una predicación que tenga por contenido a Jesucristo y los
misterios de la fe: se hace de ello una caricatura, como si pretendiera imponer
un código doctrinal, y no se dirigiera a la vez a la inteligencia y al corazón.
San Francisco de Sales escribió que «el Esposo celestial, queriendo dar
comienzo a la publicación de su Ley, derramó sobre la asamblea de discípulos
que había reunido para ese oficio lenguas de fuego, mostrando por ese medio que
la predicación evangélica está totalmente destinada a abrazar los corazones».
Se establece, muchas veces,
una falsa oposición entre doctrina y pastoral; ocuparse de la enseñanza de la
doctrina, centrarse en esta actividad, no sería «pastoral». Esta es una clásica
muletilla, repetida desde hace varias décadas. No se advierte que así se vacía
a la Iglesia de sus tesoros, se la deja anémica e inerme ante los errores que
reinan en la cultura vivida, y se hunde a los fieles en la confusión. La
preocupación pastoral de la Iglesia le impone iluminar las realidades del mundo
de hoy, y juzgar acerca de ellas a la luz del depositum fidei; su ejercicio no
debe alienarse en los niveles psicológico, sociológico y político. Contamos con
una Tradición que no repite constantemente lo mismo, sino que ofrece la riqueza
de siglos de vivencia de la fe, y de aplicación a la realidad mundana de cada
época; tiene un carácter homogéneo y analógico, que sirve de guía y modelo para
afrontar los problemas actuales desde nuestra identidad, con lucidez y
posibilidad cierta de frutos.
La afirmación de la verdad
de Cristo no es óbice para el desarrollo de un sincero diálogo interreligioso;
el desafío consiste en no confundir y descartar como proselitismo la
presentación oportuna de la verdad cristiana, con la intención irrenunciable de
que todas las naciones, todos los hombres, lleguen a aceptar el Evangelio. El
Concilio Vaticano II, en la Declaración Nostra aetate, al referirse a las
diversas religiones no cristianas, recordaba que la Iglesia «anuncia y tiene la
obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es el camino, la verdad y
la vida (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida
religiosa, y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas» (n, 2).
Existe una dificultad mayor
que los posibles escollos que surjan, para la predicación, en el diálogo
interreligioso; es el avance universal de una oposición a toda trascendencia en
el pensamiento y la conducta concreta de muchos pueblos, por ejemplo, en
naciones que fueron oficialmente católicas. La cultura que se impone globalmente,
con poderosos medios de comunicación, y amplio sostén financiero, no solo se
opone a la verdad cristiana, sino también a todo sentimiento y pensamiento
religioso.
Conviene, a propósito,
obtener alguna inspiración meditando en la experiencia de San Pablo, en el
Areópago de Atenas. El hallazgo de un altar dedicado al Dios Desconocido
(Agnosto theo) sugiere a Pablo desarrollar un discurso racional acerca de Dios
-lo que empleando el nombre que acuñó Leibniz podemos llamar teodicea-; lo
presenta como un anuncio (katangéllō): en ese Dios que es accesible al
conocimiento racional «vivimos, nos movemos y existimos». Contra los ídolos se
afirma que «nosotros somos de su raza» (Hch 17, 23 ss.). La segunda parte de la
intervención del Apóstol es el discurso propiamente cristiano: Dios juzgará al
mundo por medio del Hombre que ha resucitado de entre los muertos, verdad en la
cual se basa la invitación a arrepentirse (v. 30 ss.). Algunos se burlan al oír
anastásin nekron, resurrección de los muertos; otros remiten el asunto para
«otro día» -quizá se interesaban de algún modo en él-. Dionisio y Dámaris
aceptan el mensaje cristiano.
En muchos ambientes parece
imprescindible comenzar por esta dimensión natural, metafísica, del
conocimiento de Dios, para elevar a las almas confundidas por el materialismo y
el ateísmo siquiera implícito, por la ausencia de Dios y el desinterés por él.
En el diálogo interreligioso desarrollado con sinceridad y rigor objetivo, se
puede preparar ese «otro día», en que se esté en condiciones de poner atención
a la proclamación del Evangelio.
El anuncio de Cristo incluye
la presentación del programa de vida nueva asentada en la fe, y que debe
desplegarse en el amor -agápe- hasta la plenitud de la santidad. La predicación
apostólica señala las implicancias de ese desarrollo vital del cristiano. La
vida nueva exige hacer morir (nekrōsate) la persistencia del pecado. Pablo
indica vicios típicamente paganos: fornicación -pornéia, término que designa
todos los desarreglos sexuales-, impureza o inmundicia, depravación
-akatharsía-, la agitación del alma entregada a las pasiones -páthos-, los
malos deseos -epithymía kake-, la codicia, avaricia o amor al dinero, que es
una idolatría -pleonexía-. También exhorta el Apóstol a deponer la ira - orgḗ
-, la indignación -thymós-, la maldad -kakía-, la blasfemia -el nombre
trascribe simplemente el original griego-, y las palabras torpes o mentirosas
-aisjología-. Este desarrollo de la Carta a los Colosenses (3, 5 ss.) encuentra
paralelos en la Carta a los Romanos (1, 24-32), y Primera a los Corintios (6,
12 ss): las costumbres paganas penetraban en las comunidades, compuestas por
fieles provenientes de la gentilidad.
Actualmente se verifica un
fenómeno semejante entre los «paganos bautizados» que no llevan una vida
eclesial. Esta realidad cultural que sigue creciendo no es reconocida por
muchos pastores de la Iglesia, cuya miopía tiene bases ideológicas. No se
enseñan los mandamientos de la Ley de Dios, los preceptos de la Torá de Israel
asumidos y profundizados por Jesús, en el Sermón de la Montaña. Especialmente
se silencia el sexto mandamiento del Decálogo; y se descalifica como obsesos
sexuales a quienes advierten su importancia, sobre todo para la educación en la
vida cristiana de adolescentes y jóvenes. Inculcar los mandamientos sería
imponer un «código moral», incompatible con la visión romántica que se difunde
del proceso de evangelización e inculturación. Salta a la vista una curiosa
contradicción: los que desconocen el carácter plenario de la moral cristiana,
que comporta asimismo una dimensión negativa, como aparece claro en los textos
apostólicos citados anteriormente, incurren en un moralismo social frenético:
la predicación, que pierde el equilibrio objetivo de sus contenidos, parece
reducida a la insistente vindicación de los pobres, y a menudo se le reconoce
el colorido de ideologías políticas.
El Catecismo de la Iglesia
Católica, y el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia ofrecen orientaciones
seguras para el empeño en la sociedad civil, y el compromiso de los fieles por
la justicia. No es un moralismo; se trata del anuncio plenario de Jesucristo,
Salvador y Rey. En este punto me permito una boutade: en la Iglesia se habla
incansablemente de los pobres, y los pobres se hacen evangélicos, porque quieren
que se les hable de Jesús. De Jesús, la Ley de Dios, la gracia y el pecado, el
cielo y el infierno. No son ricos, ni gente de educación eximia, quienes
emigran hacia las numerosas denominaciones evangélicas, sino bautizados
católicos, algunos -o muchos- de los cuales habrán recibido la catequesis
elemental previa a la única Comunión, pero que nunca se habían encontrado con
Jesús. Tengo la impresión de que estos hechos no son pensados, estudiados,
evaluados, por aquellos que deberían hacerlo.
Otra dimensión del olvido de
Jesús es el descuido de los sacramentos. San León Magno dijo que «lo que era
visible en nuestro Salvador, ha pasado a los misterios del culto» (in
sacramenta transivit). En la Eucaristía, como sabemos, se da la presencia
verdadera, real y sustancial del Señor bajo los velos del sacramento; en los
otros, la presencia de su poder que perdona, hace crecer en la gracia, alimenta
la nueva vida recibida en el bautismo, el rito que le da origen. Es esa la
fuente del estilo de vida propiamente cristiano.
El descuido que he señalado
se verifica en la situación prácticamente universal de la liturgia, que ha
perdido la exactitud objetiva que le corresponde, la solemnidad y la belleza;
la forma queda al arbitrio del celebrante, y de las «comunidades» que adoptan
las creaciones arbitrarias. Me consta que muchísimos fieles, no pudiendo hacer
otra cosa, las sufren.
El moralismo social torna
innecesarias las fuentes de la gracia. He oído esta gansada clásica proferida
por un sacerdote: no hay que quejarse de la imposibilidad de comulgar porque en
estos días de cuarentena las iglesias están cerradas, «Jesucristo son los
otros». No falta algún obispo que piense lo mismo: el empeño social puede
remplazar al culto, es más importante que la Misa. El error fundamental es
presentar como alternativas ambas dimensiones, que son, ambas, modos muy
diversos de presencia del Señor. Aquella proposición es antiteológica.
No se advierte que la
adoración y el culto sacramental es la fuente sobrenatural de la misión de la
Iglesia, de su justa crítica social, y de su trabajo en favor de los pobres. Lo
primero que les debemos a estos es Jesucristo. Desgraciadamente, muchas
actitudes actuales implican una desfiguración naturalista y temporalista de la
misión eclesial. ¿A eso se llama «Iglesia en salida»?. Podríamos preguntarnos:
¿qué sitios abandona al salir, y hacia dónde se dirige?. No son caminos
valiosos en los procesos de inculturación la adopción de paradigmas y místicas
ajenos y entusiasmantes para componerlos con lo propio, que es siempre actual
porque se renueva desde dentro de sí mismo.
El anuncio de Jesús, la
predicación que presenta su Persona de Verbo eterno encarnado en una humanidad
unívoca con la nuestra, nos permite una comprensión verdaderamente cristiana
del misterio de Dios, y su designio de salvación universal, así como nos abre a
la participación en la comunión del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo.
Escribió muy bien Ratzinger - Benedicto XVI; «El discípulo que camina con Jesús
es, en ciento modo, coenvuelto con Él en la comunión con Dios». En esta
trascendencia de los límites del ser- hombre consiste la salvación.
+ Héctor Aguer, Arzobispo
emérito de La Plata
Académico de Número de la
Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico Correspondiente de
la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro. Académico Honorario de la
Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
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