Gaceta.es 6 enero, 2017
Vinieron unos magos de oriente, siguiendo el camino de
una estrella, y adoraron al Niño Dios. Esta es una de las tradiciones más sólidas,
antiguas y arraigadas del imaginario cristiano. Todo el mundo sabe que la
fuente evangélica de esta tradición es el texto de Mateo (2, 1-2). Todo el
mundo sabe que Mateo habla de “magos”, sin precisar número ni otra condición.
Todo el mundo sabe que la palabra “magos”, en el contexto evangélico, designa
específicamente a la casta sacerdotal meda o persa, una de cuyas fuentes de
conocimiento era la observación astronómica y cuyos miembros, por otro lado,
solían salir de los linajes aristocráticos (de ahí que no sea incongruente
llamarlos “reyes”). Todo el mundo sabe, en fin, que la tradición que sigue viva
en la Iglesia católica no bebe tanto en el escueto texto evangélico como en
otras fuentes apócrifas (el Pseudo Tomás del siglo II, por ejemplo). Y sobre
estas cosas que todo el mundo sabe, la tradición (tanto popular como erudita),
las revelaciones místicas y el estudio historiográfico han permitido construir
hipótesis de gran riqueza e interés. Aquí resumiremos una de ellas basada en
tres fuentes. Una, legendaria, es El libro de los reyes magos de Juan de
Hildesheim, hacia 1370. Otra, mística, son las Visiones de Anna Katherina
Emmerich, finales del siglo XVIII. La tercera, académica, es el imprescindible
tratado de Franco Cardini Los Reyes Magos, publicado en el año 2000.
Sabios que escrutan el horizonte
Desde mucho antes del nacimiento de Cristo, varias
generaciones de sabios escrutaron el horizonte para verificar la profecía: una
estrella anunciaría el nacimiento de un rey. Tales observaciones se efectuaban
desde una alta montaña que la tradición conoce como Vaus o Victoriales, en el
confín occidental de la India. Probablemente se trata del monte Zard Küh, 4.548
m., en Irán, la cumbre más alta de los Montes Zagros. Hay innumerables estudios
sobre qué tipo de astro pudo haber sido el que diera el aviso: casi todos los
investigadores coinciden en que no fue tanto un astro como una conjunción o,
más precisamente, una serie inusual de conjunciones y fenómenos. El hecho es
que en esta cumbre habrían confluido tres reyes, o tres magos, o tres magos de
estirpe real. Uno, Teokeno, luego llamado Melchor, vivía en Media, la tierra de
los medos, a orillas del Caspio, quizás al sur del actual Turkmenistán. El
segundo, Mensor, luego llamado Gaspar, de estirpe caldea, gobernaba las islas
del Éufrates, tal vez en la actual frontera entre Irán e Irak. El tercero,
Sair, luego llamado Baltasar, venía aún más del sur, quizá de lo que hoy es
Kuwait, al sur del lago de Basora. A Melchor se le supone un origen indio; a Gaspar,
persa; a Baltasar, árabe. Hay que decir que esos nombres no son los únicos que
se ha atribuido a los magos en la literatura del cristianismo temprano: en
griego se llamaron Apelikón, Amerín y Damascón, y en hebreo Magalath, Serakín y
Galgalath.
Los magos vieron la Estrella –fuera lo que fuere- y se
pusieron en camino. Gaspar y Baltasar estaban juntos en el momento de divisar
la luz, así que emprendieron juntos la ruta. Hay que imaginar el largo y
vistoso séquito de sirvientes y escoltas, la caravana de mulas y dromedarios.
Una antigua ruta caravanera bordea el desierto de Arabia y Siria, al sur del
Éufrates, para descender a lo que hoy es Jordania. Este es el camino que toman
Gaspar y Baltasar. En cuanto a Melchor, que viaja en solitario y desde el norte,
cruza Babilonia para alcanzar a sus compañeros. Por otro camino –la ruta
caravanera del norte, la que bajaba desde el curso alto del Éufrates hasta
Damasco- hubiera podido llegar antes a Belén, pero Melchor prefiere viajar
junto a Gaspar y Baltasar. De manera que cruza el Tigris y el Éufrates hacia el
sur: Sippar, Babilonia, Borsippa, el viejo imperio de Nabucodonosor, ahora en
manos de los partos, y se reúne con sus amigos en una ciudad enigmática, en
ruinas, una urbe fantasma de la que ya entonces sólo quedaban largas filas de
columnas y anchas puertas almenadas, con algunas estatuas de airosa compostura.
¿Cuál era esa ciudad? Es un misterio. Por la descripción, debió de tratarse de
alguna vieja capital edificada en tiempos de Alejandro. Nada, en todo caso,
quedaba entonces de ella; menos queda hoy.
Los tres reyes comparten camino durante meses hasta
llegar a Judea. Entran en Judea, por el sur, por la tierra de los moabitas, que
hoy es una dura meseta caliza y entonces era el reino de los nabateos. Un poco
más al sur habrían llegado a la fascinante Petra, esa lujosa ciudad monumental
excavada en la piedra del desierto. Pero los Reyes tuercen a la derecha, hacia
el norte. Atraviesan un arroyo que desemboca en el Mar Muerto –tal vez el curso
alto del río Arnón, hoy el Guadalmauyib jordano- y se detienen en Metán. Una de
las principales rutas caravaneras de oriente terminaba en Dibón, en la orilla
este del Mar Muerto, cerca del río Arnón. Hoy allí no hay absolutamente nada.
Estamos en una gran hoya, casi 400 metros por debajo del nivel del mar. Pero se
cree que por aquí pasaron los Reyes repartiendo dádivas entre los paisanos.
La llegada a Jerusalén
Ahora se trata de bordear el Mar Muerto hasta
Jerusalén. Los Reyes enfilan hacia el norte y pasan el río Jordán. Hoy aquí hay
un puente que llevó el nombre del general Allenby y después se rebautizó con el
del rey Hussein. Entonces no había puente, así que los reyes cruzaron en
almadías, con todo su multitudinario séquito y sus camellos. Como era sábado,
día santo de los judíos, tuvieron que arreglárselas solos: nadie les ayudó.
Pasan el Jordán, dejan Jericó a la derecha y, a la izquierda, Qum Ram, donde
muchos siglos después aparecerán los manuscritos esenios.
Los Reyes no van directamente a Belén, sino que antes
se detienen en Jerusalén. Allí se entrevistan con Herodes, un rey puesto por
los romanos para controlar el territorio. Pero Herodes (no confundir con su
hijo Herodes Antipas, que es el de la Pasión) dice no saber nada. Para colmo,
la estrella que había guiado a los Reyes deja de verse. Desolados, los Reyes
Magos entienden que nada tienen que hacer allí y acuden a Belén, algo más de
cinco kilómetros al sur por el viejo camino de Hebrón. Pasan por el villorrio
de Bayt Jala. ¿Por qué? Es un misterio. El caso es que llegan a Belén. Buscan
la gruta en la que ha nacido Dios, como su estrella les dijo. Y lo encuentran.
¿Fue así? No lo sabemos. Pero pudo ser. Si esta fue la
ruta, los Reyes pudieron cubrir unos 2.000 kilómetros, desde los Montes Zagros,
Mesopotamia y el Golfo Pérsico, hasta Jerusalén y Belén. Un largo camino.
Cierto que lo que hallaron en la meta merecía la pena.
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