En el libro del
Deuteronomio (18,15-20) o segunda ley nos encontramos con un hecho novedoso.
Dios acepta el pedido de Moisés y
constituye la figura del profeta, comunicándose de esa manera con su pueblo, además de hacerlo mediante la Ley y la Sabiduría , que forman parte del Antiguo Testamento, además
de los otros escritos inspirados. El texto proclamado nos muestra cuál es el
perfil del profeta, señalando que es elegido por Dios de entre los miembros del
pueblo; que le pondrá en sus labios su Palabra para que comunique lo que se le
inspira. Además se recuerda que el profeta que no transmita lo que se le
encomienda, dando a conocer su propio pensamiento, o haciéndose eco de otros
dioses, morirá y, quien se rehúsa a escucharlo –por tratarse de un desprecio de
Dios mismo-, deberá dar cuentas de su actitud.
Queda patente así la
misión del profeta, que no consiste meramente en anunciar calamidades, sino de
dar a conocer la voluntad del Dios Providente.
Como sucede siempre
con los hechos y misiones del Antiguo Testamento, esa figura emblemática apunta
al profeta máximo que es el mismo Jesús, que venido a este mundo nos permite
conocer el pensamiento y el misterio divino, y que como nuevo Moisés, nos
conduce a la tierra prometida del cielo.
Pero además, se nos
da a conocer, que por el sacramento del bautismo, también nosotros participamos
del profetismo de Cristo y de la
Iglesia , de allí que se nos convoca a dirigir nuestros pasos
al hombre de hoy para transmitir el plan salvador de la Providencia divina,
siendo fieles en la comunicación del designio eterno, sin caer en
interpretaciones u opiniones personales, sin buscar aguar la Palabra de Dios para
hacerla más digerible a las mentes modernas que tienden cada vez más a vivir en
el relativismo de la verdad.
Siguiendo los pasos
de Jesús, lo encontramos en la sinagoga de Cafarnaúm (Mc. 1, 21-28), con la
intención de llevar a cabo lo que ya había prometido, el anunciar la Buena Noticia , el
evangelio, invitando a ingresar en el Reino, es decir, a una amistad más plena
con Él mismo.
Ya san Juan en el
prólogo del evangelio, decía que el Hijo de Dios, haciéndose hombre, plantó su
tienda entre nosotros para encontrarse con cada uno.
O sea, no sólo
ingresó a la historia humana, sino que también quiere hacerlo en el corazón de
cada uno, de allí su presencia en la sinagoga para introducir a los oyentes en
la verdad misma procedente de Dios.
La gente presente
advierte enseguida que la enseñanza que imparte Jesús es muy diferente a la que
recibían de los escribas, posiblemente siguiendo éstos el mandato que había
recogido Moisés de no hablar más que de la palabra que Dios había puesto en la
boca de los profetas. Cristo, en cambio, enseña de una manera totalmente nueva,
no solamente respecto a la palabra proclamada, sino también en cuanto al modo,
ya que lo hace con autoridad, con convicción.
Una cosa es dar a
conocer una doctrina sin que ésta transforme realmente al comunicador, y otra
situación diferente se suscita cuando el evangelizador vive personalmente en
profundidad lo que da a conocer.
En el caso del texto
que nos ocupa, habla Jesús con autoridad, porque como prolongación de lo que
enseña, actúa en bien de los oyentes, como en este caso en el que expulsa a un
espíritu demoniaco del cuerpo de uno de los oyentes.
En efecto, la palabra
de Jesús está siempre acompañada por signos, ya sea milagros, curaciones,
expulsión de demonios, que revelan la realidad del Reino vencedor de las
fuerzas del mal y de la esclavitud que este provoca.
En el escenario que
está presente ante nosotros, el demonio intenta superar al mismo Cristo
manifestando quién es Él, aunque no pueda decir cosa alguna sobre lo que verdaderamente
importa, es decir, que Jesús quiere comunicar su santidad a la humanidad lacerada y dominada por fuerzas alienantes.
El espíritu del mal,
-y hago aquí un paréntesis-, aunque reconozca que Jesús es el Santo de Dios, no
lo hace por fe sino por la fuerza de la evidencia que está ante sus ojos. No
olvidemos que aunque el diablo conocía el poder de su Creador divino, decidió
no servirlo y apartarse para siempre de su sumisión.
De igual manera
acontece en el plano humano, ya que aunque muchas personas con su inteligencia
aceptan la existencia de Dios y la divinidad de Cristo, han decidido sin
embargo no servirlos y bloquearse en su mala voluntad de pecado.
La indiferencia ante
Cristo, por lo tanto, no necesariamente implica una falta de fe, sino que aún aceptando
la divinidad del Señor, acontece que el ser humano no quiere seguir al salvador
y actuar en consecuencia.
Lo mismo sucede con
el demonio, que también “cree” en la divinidad de Jesús, pero no como obsequio
de la inteligencia a la verdad revelada, sino por la fuerza de la evidencia,
como enseña Tomás de Aquino en la Suma Teológica , y sin embargo ha optado por no
servir a su Creador.
O sea, el ser humano
puede llegar a creer en Dios, pero decide no servirle, reeditando el pecado de
los orígenes en el que ambicionaba la dignidad divina.
No es inusual que la
creatura, deseosa de una engañosa y absoluta libertad, quiera sólo seguir sus
caprichos, hacer su voluntad, despreciando al Creador.
Nosotros, conociendo
esto, hemos de pedir a Jesús nos libre de estos males, ya que así como el
endemoniado está presente en la sinagoga, puede también acontecer que aún
estando nosotros en el templo de Dios, estemos lejos de Él.
Purificados así de
nuestros esquemas mentales y formas de vida, hemos de conocer más a Jesús,
imitarlo en su vida y enseñanza para alcanzar la perfección cristiana.
Conociendo la verdad
revelada, por lo tanto, y participando de la misión profética de la Iglesia , estamos llamados
a darla a conocer sin interpretaciones personales en las que no pocas veces
buscamos lo que nos agrada.
San Pablo, por
ejemplo, nos deja una muestra de lo que es la fidelidad a la Palabra , no obstante sus
criterios personales (I Cor. 7, 32-35).
En el texto que hemos
proclamado hoy, el apóstol hace referencia a la vida del célibe y de la virgen
por motivo de una mayor entrega a Dios, alabando ambas formas ya que desea que
el cristiano viva sin inquietudes.
Sin duda alguna, el
simpatiza con este estado de vida sin dejar de considerar la vida matrimonial
como estado de vida importante.
¿En qué se distinguen
ambas formas de vivir? En que mientras el célibe o la virgen por causa del
evangelio, se ocupan de las cosas de Dios y cómo agradarle con un corazón
indiviso, el casado está repartido entre la atención de su cónyuge a quien debe agradar y de las cosas
referentes al matrimonio.
Es decir, el casado
agrada a Dios mediante su compromiso conyugal y familiar, estando su corazón
dividido, sin que esto menoscabe su entrega al Creador, pero sí la hace
diferente al de quien sólo se dedica al servicio divino.
El apóstol se refiere a un ideal de vida a conseguir,
sin que ignore, por cierto, que muchas veces tanto los consagrados por el
celibato y virginidad, como los casados, dejamos mucho que desear en nuestra
vocación cristiana.
Concluye san Pablo,
en su fidelidad a la Palabra
recibida, enseñando que cada uno haga libremente lo que es más conveniente a su
vocación, conformándose a lo que en su corazón piensa que Dios le pide,
entregándose totalmente a Él.
Concluyendo hermanos,
pidamos a Jesús que nos ayude a ser dóciles a su Palabra, y nos dé la fuerza
para llevar íntegra la misma a todos los que desean descubrir la Verdad plena y adherirse a
ella.
Padre Ricardo B.
Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina.
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