RADIOMENSAJE
«BENIGNITAS ET HUMANITAS»
DE
SU SANTIDAD PÍO XII
24
de diciembre de 1944
Sexta Navidad de guerra
«Benignitas et humanitas apparuit Salvatoris nostri Dei» (Tt 3, 4). Por sexta vez, desde el comienzo de la horrible
guerra, la santa liturgia de Navidad saluda con estas palabras, que exhalan
serena paz, la venida entre nosotros del Dios Salvador. La humilde y pobre cuna
de Belén atrae, con aliciente inefable, la atención de todos los creyentes.
Hasta lo más profundo
de los corazones, entenebrecidos, afligidos y abatidos baja un torrente de luz
y de alegría, invadiéndolos completamente. Vuelven a alzarse serenas las
frentes inclinadas, porque Navidad es la fiesta de la dignidad humana, la
fiesta del «admirable intercambio, por el cual el Creador del género humano,
tornando un cuerpo vivo, se dignó nacer de la Virgen y con su venida nos donó
su divinidad» (Ant. 1 in 1 Vesp. in Circumc. Dom.).
Pero nuestros ojos
vuelan espontáneamente desde el esplendoroso Niño del portal al mundo que nos
rodea, y la dolorida exclamación del Evangelista Juan sube a nuestros labios:
«Lux in tenebris lucet et tenebrae eam non comprehenderunt » (Jn 1, 5): la luz
resplandece en medio de las tinieblas, y las tinieblas no la han recibido.
Porque
desgraciadamente también esta sexta vez la aurora de la Navidad se alza sobre
campos de batalla cada vez más dilatados, sobre cementerios en donde se
acumulan cada día más numerosos los despojos de las victimas, sobre tierras
desiertas en donde escasas torres vacilantes señalan con su silenciosa tristeza
las ruinas de ciudades antes prósperas y florecientes y donde campanas
derribadas o arrebatadas ya no despiertan a los habitantes con su alegre canto
de Navidad. Son otros tantos testigos mudos, que denuncian esta mancha de la
historia de la humanidad, que, voluntariamente ciega ante la claridad de Aquel
que es esplendor y luz del Padre, voluntariamente alejada de Jesucristo, ha
descendido y ha caído en la ruina y en la abdicación de su propia dignidad.
Hasta la pequeña lámpara se ha apagado en muchos majestuosos templos, en muchas
modestas capillas, donde, junto al Sagrario, había sido compañera en las
vigilias del Huésped divino, mientras que el mundo dormía. ¡Qué desolación, que
contraste! ¿No habría, pues, esperanza para la humanidad?
Aurora de esperanza
¡Bendito sea el
Señor! Una aurora de esperanza se eleva de los lúgubres gemidos del dolor, del
seno mismo de la angustia desgarradora de los individuos y de los pueblos
oprimidos. Una idea, una voluntad cada día más clara y firme surge en una
falange, cada vez mayor, de nobles espíritus: hacer de esta guerra mundial, de
este universal desbarajuste el punto de partida de una era nueva, para la
renovación profunda, la reordenación total del mundo. De esta manera, mientras
siguen afanándose los ejércitos en luchas homicidas, con medios de combate cada
día más crueles, los hombres de gobierno, representantes responsables de las
naciones, se reúnen en coloquios y en conferencias, para determinar los
derechos y los deberes fundamentales sobre los que se debería reedificar una
unión de los Estados, para trazar el camino hacia un porvenir mejor, más
seguro, más digno de la humanidad.
¡Extraña antítesis,
la coincidencia de una guerra, cuya rudeza tiende a llegar al paroxismo, con el
notable progreso de las aspiraciones y de los propósitos hacia el acuerdo para
una paz sólida y duradera! Sin duda ninguna que se podrá discutir el valor, la
posibilidad de aplicación, la eficacia de una o de otra propuesta; bien podría
quedar en suspenso el juicio sobre ellas; pero siempre será verdad que el
movimiento avanza.
El problema de la
democracia
Además —y es tal vez
el punto más importante— los pueblos, al siniestro resplandor de la guerra que
les rodea, en medio del ardoroso fuego de los hornos que les aprisionan, se han
como despertado de un prolongado letargo. Ante el Estado, ante los gobernantes
han adoptado una actitud nueva, interrogativa, crítica, desconfiada. Adoctrinados
por una amarga experiencia se oponen con mayor ímpetu a los monopolios de un
poder dictatorial, incontrolable e intangible, y exigen un sistema de gobierno,
que sea más compatible con la dignidad y con la libertad de los ciudadanos.
Estas multitudes, inquietas,
trastornadas por la guerra hasta las capas más profundas, están hoy día
penetradas por la persuasión —al principio tal vez vaga y confusa, pero ahora
ya incoercible— de que, si no hubiera faltado la posibilidad de sindicar y
corregir la actividad de los poderes públicos, el mundo no habría sido
arrastrado por el torbellino desastroso de la guerra y de que, para evitar en
adelante la repetición de semejante catástrofe, es necesario crear en el pueblo
mismo eficaces garantías.
Siendo tal la
disposición de los ánimos, ¿hay acaso que maravillarse de que la tendencia
democrática inunde los pueblos y obtenga fácilmente la aprobación y el asenso
de los que aspiran a colaborar más eficazmente en los destinos de los
individuos y de la sociedad?
Apenas es necesario
recordar que, según las enseñanzas de la Iglesia, «no esta prohibido el
preferir gobiernos moderados de forma popular, salva con todo la doctrina
católica acerca del origen y el ejercicio del poder público», y que «la Iglesia
no reprueba ninguna de las varias formas de gobierno, con tal que se adapten
por sí mismas a procurar el bien de los ciudadanos » (León XIII Encycl.
«Libertas», 20 de junio de 1888, in fin.).
Si, pues, en esta
solemnidad, que conmemora al mismo tiempo la benignidad del Verbo encarnado y
la dignidad del hombre (dignidad entendida no sólo bajo el aspecto personal,
sino también en la vida social), Nos dirigimos Nuestra atención al problema de
la democracia, para examinar según qué normas debe ser regulada para que se
pueda llamar una verdadera y sana democracia, acomodada a las circunstancias de
la hora presente; esto indica claramente que el cuidado y la solicitud de la
Iglesia se dirige no tanto a su estructura y organización exterior —que
dependen de las aspiraciones propias de cada pueblo—, cuanto al hombre como tal
que, lejos de ser el objeto y corno elemento pasivo de la vida social, es por
el contrario, y debe ser y seguir siendo, su agente, su fundamento y su fin.
Supuesto que la
democracia, entendida en sentido lato, admite diversidad de formas y puede
tener lugar tanto en las monarquías coma en las repúblicas, dos cuestiones se
presentan a Nuestro examen: 1º) ¿Qué caracteres deben distinguir a los hombres,
que viven en la democracia y bajo un régimen democrático? 2º) ¿Qué caracteres
deben distinguir a los hombres, que en la democracia ejercitan el poder
público?
I - CARACTERES
PROPIOS DE LOS CIUDADANOS
EN EL RÉGIMEN
DEMOCRÁTICO
Manifestar su parecer
sobre los deberes y los sacrificios que se le imponen; no verse obligado a
obedecer sin haber sido oído: he ahí dos derechos del ciudadano que encuentran
en la democracia, como lo indica su mismo nombre, su expresión. Por la solidez,
armonía y buenos frutos de este contacto entre los ciudadanos y el gobierno del
Estado se puede reconocer si una democracia es verdaderamente sana y
equilibrada, y cual es su fuerza de vida y de desarrollo. Además, por lo que se
refiere a la extensión y naturaleza de los sacrificios pedidos a todos los
ciudadanos —en nuestra época, cuando es tan vasta y decisiva la actividad del
Estado—, la forma democrática de gobierno se presenta a muchos como postulado
natural impuesto por la razón misma. Pero cuando se reclama «más democracia y
mejor democracia», una tal exigencia no puede tener otra significación que la
de poner al ciudadano cada vez más en condición de tener opinión personal
propia, y de manifestarla y hacerla valer de manera conveniente para el bien
común.
Pueblo y «masa»
De esto se deduce una
primera conclusión necesaria con su consecuencia practica. El Estado no
contiene en sí ni reúne mecánicamente en determinado territorio una
aglomeración amorfa de individuos. Es y debe ser en realidad la unidad orgánica
y organizadora de un verdadero pueblo.
Pueblo y multitud amorfa
o, corno se suele decir, «masa» son dos conceptos diversos. El pueblo vive y se
mueve con vida propia; la masa es por sí misma inerte, y no puede recibir
movimiento sino de fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los
hombres que la componen, cada uno de los cuales —en su propio puesto y a su
manera— es persona consciente de sus propias responsabilidades y de sus
convicciones propias. La masa, por el contrario, espera el impulso de fuera,
juguete fácil en las manos de un cualquiera que explota sus instintos o
impresiones, dispuesta a seguir, cada vez una, hoy esta, mañana aquella otra
bandera. De la exuberancia de vida de un pueblo verdadero, la vida se difunde
abundante y rica en el Estado y en todos sus órganos, infundiendo en ellos con vigor,
que se renueva incesantemente, la conciencia de la propia responsabilidad, el
verdadero sentimiento del bien común. De la fuerza elemental de la masa,
hábilmente manejada y usada, puede también servirse el Estado: en las manos
ambiciosas de uno solo o de muchos agrupados artificialmente por tendencias
egoístas, puede el mismo Estado, con el apoyo de la masa reducida a no ser más
que una simple maquina, imponer su arbitrio a la parte mejor del verdadero
pueblo: así el interés común queda gravemente herido y por mucho tiempo, y la
herida es muchas veces difícilmente curable.
Con lo dicho aparece
clara otra conclusión: la masa —corno Nos la acabamos de definir— es la enemiga
capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad.
En un pueblo digno de
tal nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad,
de sus deberes y de sus derechos, de su libertad unida al respeto de la
libertad y de la dignidad de los demás. En un pueblo digno de tal nombre, todas
las desigualdades que proceden no del arbitrio sino de la naturaleza misma de
las cosas, desigualdades de cultura, de bienes, de posición social —sin
menoscabo, por supuesto, de la justicia y de la caridad mutua—, no son de
ninguna manera obstáculo a la existencia y al predominio de un auténtico
espíritu de comunidad y de fraternidad. Más aún, esas desigualdades, lejos de
lesionar en manera alguna la igualdad civil, le dan su significado legítimo, es
decir, que ante el Estado cada uno tiene el derecho de vivir honradamente su
existencia personal, en el puesto y en las condiciones en que los designios y
la disposición de la Providencia lo han colocado.
Como antítesis de
este cuadro del ideal democrático de libertad y de igualdad en un pueblo
gobernado por manos honestas y próvidas, ¡que espectáculo presenta un Estado
democrático dejado al arbitrio de la masa! La libertad, de deber moral de la
persona se transforma en pretensión tiránica de desahogar libremente los
impulsos y apetitos humanos con daño de los demás. La igualdad degenera en
nivelación mecánica, en uniformidad monocroma: sentimiento del verdadero honor,
actividad personal, respeto de la tradición, dignidad, en una palabra, todo lo
que da a la vida su valor, poco a poco se hunde y desaparece. Y únicamente sobreviven.
por una parte, las victimas engañadas por la fascinación aparatosa de la
democracia, fascinación que se confunde ingenuamente con el espíritu mismo de
la democracia, con la libertad e igualdad, y por otra, los explotadores más o
menos numerosos que han sabido, mediante la fuerza del dinero o de la
organización, asegurarse sobre los demás una posición privilegiada y aun el
mismo poder.
II - CARACTERES DE
LOS HOMBRES QUE EN LA DEMOCRACIA
EJERCEN EL PODER
PÚBLICO
El Estado
democrático, monárquico o republicano, coma cualquier otra forma de gobierno,
debe estar investido con el poder de mandar con autoridad verdadera y efectiva.
El orden mismo absoluto de los seres y de los fines, que presenta al hombre
como persona autónoma, es decir, como sujeto de deberes y de derechos
inviolables, raíz y término de su vida social, abraza igualmente al Estado como
sociedad necesaria, revestida de la autoridad, sin la cual no podría ni existir
ni vivir. Porque si los hombres, valiéndose de su libertad personal, negasen
toda dependencia de una autoridad superior provista del derecho de coacción,
por el mismo hecho socavarían el fundamento de su propia dignidad y libertad, o
lo que es lo mismo, aquel orden absoluto de los seres y de los fines.
Establecidos, sobre
esta base común, la persona, el Estado y el poder público, con sus respectivos
derechos, están tan unidos o conexos, que o se sostienen o se destruyen
juntamente.
Y puesto que aquel
orden absoluto, a la luz de la sana razón, y especialmente a la luz de la fe
cristiana, no puede tener otro origen que un Dios personal, Criador nuestro, se
sigue que la dignidad del hombre es la dignidad de la imagen de Dios, la
dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral que Dios ha querido, y
que la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su participación de
la autoridad de Dios.
Ninguna forma de
Estado puede dejar de tener cuenta de esta conexión intima e indisoluble ; y
mucho menos la democracia. Por consiguiente, si quien ejercita el poder público
no la ve o más o menos la descuida, remueve en sus mismas bases su propia
autoridad. Igualmente, si no da la debida importancia a esta relación y no ve
en su cargo la misión de actuar el orden establecido por Dios, surgirá el
peligro de que el egoísmo del dominio o de los intereses prevalezca sobre las
exigencias esenciales de la moral política y social y de que las vanas
apariencias de una democracia de pura fórmula sirvan no pocas veces para
enmascarar lo que es en realidad lo menos democrático.
Únicamente la clara
inteligencia de los fines señalados por Dios a todas las sociedades humanas,
unida al sentimiento profundo de los deberes sublimes de la labor social, puede
poner a los que se les ha confiado el poder, en condición de cumplir sus
propias obligaciones de orden legislativo, judicial o ejecutivo, con aquella
conciencia de la propia responsabilidad, con aquella generosidad, con aquella
incorruptibilidad, sin las que un gobierno democrático difícilmente lograría
obtener el respeto, la confianza y la adhesión de la parte mejor del pueblo.
El profundo
sentimiento de los principios de un orden político y social sano y conforme a
las normas del derecho y de la justicia, es de particular importancia en
quienes, sea cual fuere la forma de régimen democrático, ejecutan, como
representantes del pueblo, en todo o en parte, el poder legislativo. Y ya que
el centro de gravedad de una democracia normalmente constituida reside en esta
representación popular, de la que irradian las corrientes políticas a todos los
campos de la vida pública —tanto para el bien corno para el mal—, la cuestión
de la elevación moral, de la idoneidad práctica, de la capacidad intelectual de
los designados para el parlamento, es para cualquier pueblo de régimen
democrático, cuestión de vida o muerte, de prosperidad o de decadencia, de
saneamiento o de perpetuo malestar.
Para llevar a cabo
una acción fecunda, para obtener la estima y la confianza, todo cuerpo
legislativo —la experiencia lo demuestra indudablemente— debe recoger en su seno
una selección de hombres espiritualmente eminentes y de carácter firme, que se
consideren corno los representantes de todo el pueblo y no ya coma los
mandatarios de una muchedumbre, a cuyos intereses particulares muchas veces,
por desgracia, se sacrifican las reales necesidades y exigencias del bien
común. Una selección de hombres no limitada a una profesión o a una condición
determinada, sino imagen de la múltiple vida de todo el pueblo. Una selección
de hombres de sólidas convicciones cristianas, de juicio justo y seguro, de
sentido práctico y ecuánime, coherente consigo mismo en todas las
circunstancias; hombres de doctrina clara y sana, de designios firmes y
rectilíneos; hombres, sobre todo, capaces, en virtud de la autoridad que emana
de su conciencia pura y ampliamente se irradia y se extiende en su derredor, de
ser guías y dirigentes, sobre todo en tiempos en que urgentes necesidades
sobreexcitan la impresionabilidad del pueblo, y lo hacen propenso a la
desorientación y extravío; hombres que en los periodos de transición,
atormentados generalmente y lacerados por las pasiones, por opiniones
divergentes y por opuestos programas, se sienten doblemente obligados a hacer
circular por las venas del pueblo y del Estado, quemadas por mil fiebres, el
antídoto espiritual de las visiones claras, de la bondad solícita, de la
justicia que favorece a todos igualmente, y la tendencia de la voluntad hacia
la unión y la concordia nacional en un espíritu de sincera fraternidad.
Los pueblos cuyo
temperamento espiritual y moral es suficientemente sano y fecundo, encuentran
en si mismos y pueden dar al mundo los heraldos y los instrumentos de la
democracia que viven con aquellas disposiciones y las saben de hecho llevar a
la práctica. En cambio, donde faltan semejantes hombres, vienen otros a ocupar
su puesto para convertir la actividad política en campo de su ambición y afán
de aumentar sus propias ganancias, las de su casta y clase, mientras la
búsqueda de los intereses particulares hace perder de vista y pone en peligro
el verdadero bien común.
El absolutismo de
Estado
Una sana democracia
fundada sobre los principios inmutables de la ley natural y de la verdad
revelada, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la
legislación del Estado un poder sin frenos y sin límites, y que hace también
del régimen democrático, a pesar de las apariencias contrarias, pero vanas,
puro y simple sistema de absolutismo.
El absolutismo de
Estado (no hay que confundir este absolutismo con la monarquía absoluta de la
que ahora no hablamos) consiste de hecho en el principio erróneo que la
autoridad del Estado es ilimitada, y que frente a ella —aun cuando da rienda
suelta a sus miras despóticas, traspasando los limites del bien y del mal— no
cabe apelación alguna a una ley superior que obliga moralmente.
A un hombre
posesionado de ideas rectas sobre el Estado y la autoridad y el poder de que
está revestido, en cuanto que es custodio del orden social, jamás se le
ocurrirá ofender la majestad de la ley positiva dentro de los límites de sus
naturales atribuciones. Pero esta majestad del derecho positivo humano es
inapelable únicamente cuando se conforma —o al menos no se opone— al orden
absoluto, establecido por el Criador, y presentado con nueva luz por la
revelación del Evangelio. Y esa majestad no puede subsistir sino en cuanto
respeta el fundamento sobre el cual se apoya la persona humana, no menos que el
Estado y el poder público. Este es el criterio fundamental de toda forma de
gobierno sana y aun de la democracia, criterio con el cual se debe juzgar el
valor moral de todas las leyes particulares.
III- NATURALEZA Y
CONDICIONES DE UNA EFICAZ ORGANIZACIÓN
EN FAVOR DE LA PAZ
La unidad del género
humano y la sociedad de los pueblos
Nos hemos querido,
amados hijos e hijas, aprovechar la ocasión de la fiesta de Navidad, para
indicar por qué caminos una democracia, que sea conforme a la dignidad humana,
puede, en armonía con la ley natural y con los designios de Dios manifestados
en la revelación, llegar a resultados benéficos. En efecto, Nos sentimos
profundamente la importancia suma de este problema para el progreso pacífico de
la familia humana ; pero al mismo tiempo Nos damos cuenta de las grandes
exigencias que esta forma de gobierno impone a la madurez moral de cada uno de
los ciudadanos; madurez moral a la que en vano se podría tener la esperanza de
llegar plena y seguramente, si la luz de la Cueva de Belén no iluminase el
oscuro sendero por el que los hombres, desde el borrascoso presente, se
encaminan hacia un porvenir que esperan más sereno.
Pero ¿hasta qué punto
los representantes y los guías de la democracia estarán penetrados en sus
deliberaciones por la convicción de que el orden absoluto de los seres y de los
fines, que Nos hemos recordado repetidas veces, incluye también, como exigencia
moral y como coronamiento del desarrollo social, la unidad del género humano y
de la familia de los pueblos? Del reconocimiento de este principio depende el
porvenir de la paz. Ninguna reforma mundial, ninguna garantía de paz puede
hacer abstracción de él sin debilitarse ni renegar de sí misma. Si por el
contrario, esa misma exigencia moral hallase su actuación en una sociedad de
los pueblos, que supiese evitar los defectos de estructura y las imperfecciones
de soluciones precedentes, entonces la majestad de aquel orden regularía y
dominaría igualmente las deliberaciones de esta sociedad y las aplicaciones de
sus medios de sanción.
Por el mismo motivo
se entiende de qué manera la autoridad de una tal sociedad de los pueblos
tendrá que ser verdadera y efectiva sobre los Estados que son miembros de ella,
pero de modo que cada uno de ellos conserve igual derecho a su relativa
soberanía. Únicamente así el espíritu de sana democracia podrá también entrar
en el vasto y escabroso campo de la política exterior.
Contra la guerra de
agresión corno solución
de las controversias
internacionales
Por lo demás, un
deber obliga a todos, un deber que no sufre demora alguna, ni dilación, ni
zozobra, ni tergiversación: el de hacer todo cuanto sea posible para proscribir
y desterrar de una vez para siempre la guerra de agresión como solución
legítima de las controversias internacionales y como instrumento de nacionales
aspiraciones. Se han visto en lo pasado muchas tentativas emprendidas con este
fin. Todas han fracasado, y todas fracasarán siempre, mientras la parte más
sana del género humano no tenga la voluntad firme, santamente obstinada, como
obligación de conciencia. de cumplir la misión que los tiempos pasados habían
iniciado con deficiente seriedad y resolución.
Si jamás una
generación ha tenido que sentir en el fondo de la conciencia el grito: «Guerra
a la guerra», esa es, sin duda alguna, la actual. Pasando, como ha pasado, a
través de un océano de sangre y de lágrimas, cual, tal vez, nunca conocieron
los tiempos pretéritos, ha vivido sus indecibles atrocidades tan intensamente,
que el recuerdo de tantos horrores tendrá que quedársele estampado en la
memoria y hasta en lo más profundo del alma, como la imagen de un infierno, del
que, quienquiera que nutre en su corazón sentimientos de humanidad, no podrá
jamás tener ansia más ardiente que la de cerrar sus puertas para siempre.
Formación de un
órgano común para el mantenimiento de la paz
Las decisiones hasta
ahora conocidas de las Comisiones internacionales permiten deducir que un punto
esencial de cualquier futuro arreglo del mundo seria la formación de un órgano
para el mantenimiento de la paz, órgano investido de autoridad suprema por
común asentimiento y a cuyo oficio correspondería también el ahogar en germen
cualquier amenaza de agresión aislada o colectiva. Ninguno podría saludar con
mayor gozo esta evolución que quien, ya desde hace mucho tiempo, ha defendido
el principio que la teoría de la guerra, corno medio apto y proporcionado para
resolver los conflictos internacionales, ha sido ya superada. Ninguno podría
desear con mayor ardor éxito pleno y feliz a esta común colaboración, que debe
emprenderse con una seriedad de propósitos no conocida hasta ahora, que quien
concienzudamente se ha dedicado a conducir la mentalidad cristiana y religiosa
a la reprobación de la guerra moderna con todos sus medios monstruosos de
lucha.
¡Monstruosos medios
de lucha! Sin duda el progreso de las invenciones humanas, que debería
conseguir la realización de un bienestar mayor para toda la humanidad, se ha
revuelto, por el contrario, para destruir lo que los siglos habían edificado.
Pero con eso mismo se ha puesto cada vez más en evidencia la inmoralidad de la
guerra de agresión. Y si ahora se añade al reconocimiento de esta inmoralidad
la amenaza de una intervención jurídica de las naciones y de un castigo, que la
sociedad de los Estados imponga al agresor, de manera que la guerra se sienta
siempre bajo la condena de la proscripción y siempre vigilada por una acción
preventiva, entonces sí que la humanidad, al salir de la oscura noche en que ha
estado tanto tiempo sumergida, podrá saludar la aurora de una época nueva y
mejor de su historia.
Su estatuto, que
excluye toda injusta imposición
Pero esto con una
condición: que la organización de la paz, a la que las mutuas garantías y,
donde sea necesario, las sanciones económicas y aun la intervención armada
deberían dar vigor y estabilidad, no consagre definitivamente ninguna
injusticia, ni tolere la lesión de ningún derecho con detrimento de algún
pueblo (sea que pertenezca al grupo de los vencedores o de los vencidos o de
los neutrales), ni perpetúe ninguna imposición o carga, tolerable sólo
temporalmente, como reparación de los daños de guerra.
Es cosa humanamente
explicable y, con toda probabilidad, será prácticamente inevitable que algunos
pueblos, a cuyos gobiernos, —o quizás también en parte a ellos mismos— se
atribuye la responsabilidad de la guerra, tengan que sufrir por algún tiempo
los rigores de las medidas de seguridad, hasta que los vínculos de confianza
mutua, rotos violentamente, no vuelvan a reanudarse poco a poco. Y sin embargo,
estos mismos pueblos tendrán que tener también esperanzas bien fundadas —según
la medida de su cooperación leal y efectiva a los esfuerzos para la
restauración futura— de poder estar asociados, juntamente con los demás Estados
y con igual consideración y con los mismos derechos, a la grande comunidad de
las naciones. Negarles esta esperanza sería lo opuesto a una previsora cordura,
sería cargar con la grave responsabilidad de cerrar el camino a una liberación
general de todas las desastrosas consecuencias materiales, morales y políticas
del gigantesco cataclismo, que ha sacudido hasta las profundidades más
recónditas la pobre familia humana, pero que al mismo tiempo le ha señalado la
vía hacia nuevas metas.
Las austeras
lecciones del dolor
No queremos renunciar
a la esperanza de que los pueblos, pasados todos ellos por la escuela del
dolor, habrán sabido aprender sus austeras lecciones. Y en esta esperanza Nos
alientan las palabras de hombres que han experimentado en mayor medida los
sufrimientos de la guerra y han hallado acentos generosos para expresar,
juntamente con la afirmación de las propias exigencias de seguridad contra
cualquier agresión futura, su respeto a los derechos vitales de los demás
pueblos y su aversión contra cualquiera usurpación de los mismos derechos. Seria
vano esperar que este juicio prudente, dictado por la experiencia de la
historia y por un profundo sentido político, sea, o generalmente aceptado por
la opinión pública, o aun únicamente por la mayoría, mientras los ánimos están
incandescentes. El odio, la incapacidad de entenderse mutuamente, ha hecho
surgir entre los pueblos, que han combatido unos contra otros, una niebla
demasiado densa para poder esperar que haya ya llegado la hora en que un haz de
luz asome, para aclarar el panorama trágico a ambos lados de la oscura muralla.
Pero sabemos una cosa: y es que llegará el momento, antes, quizás, de lo que se
cree, en que unos y otros reconocerán cómo, después de considerado todo, no hay
otro camino para salir de la maraña en que la lucha y el odio han envuelto al
mundo, sino la vuelta a la solidaridad, olvidada desde hace demasiado tiempo,
solidaridad no limitada a estos o a aquellos pueblos, sino universal, fundada
en la intima conexión de sus destinos y en los derechos que de igual modo les
atañen.
El castigo de los
delitos
A ninguno ciertamente
pasa por las mientes desarmar la justicia para con el que se ha aprovechado de
la guerra a fin de cometer delitos de derecho común, a los que las supuestas
necesidades militares podían, a lo más, brindar un pretexto, jamás una
justificación. Pero si presumiese juzgar y castigar no ya a los individuos
particulares, sino colectivamente a la entera comunidad, ¿quién no vería en ese
procedimiento una violación de las normas que guían a cualquier juicio humano?
IV - LA IGLESIA
DEFENSORA DE LA VERDADERA DIGNIDAD
Y LIBERTAD HUMANA
En un tiempo en que
los pueblos se encuentran frente a empeños, cuales nunca tal vez han hallado en
ninguna encrucijada de su historia, sienten hervir en sus corazones
atormentados el impaciente e innato deseo de empuñar las riendas del propio
destino con mayor autonomía que en el pasado, con la esperanza de que, obrando
así, les será más fácil la empresa de defenderse contra las irrupciones
periódicas del espíritu de violencia, que como torrente de ardiente lava, nada
perdona a su paso de cuanto les es caro y sagrado.
Gracias a Dios se
puede pensar que ha pasado ya el tiempo, en que el recuerdo de los principios
morales y evangélicos, corno vitales para los Estados y para los pueblos, era
excluido desdeñosamente como una fantasía. Los sucesos de estos años de guerra
se han encargado de refutar con la mayor dureza imaginable a los propagadores
de tales doctrinas. Su ostentoso desdén contra aquel supuesto irrealismo, se ha
transformado en una espantosa realidad : brutalidad, iniquidad, destrucción,
aniquilamiento.
Si el porvenir esta
reservado a la democracia, una parte esencial de su realización deberá
corresponder a la religión de Cristo y a la Iglesia, mensajera de la palabra
del Redentor y continuadora de su misión salvadora. Ella de hecho enseña y
defiende la verdad, comunica las fuerzas sobrenaturales de la gracia, para
actuar el orden de los seres y de su finalidad, establecido por Dios, último
fundamento y norma directiva de toda democracia.
Por el mero hecho de
su existencia, la Iglesia se yergue frente al mundo, como faro resplandeciente,
que recuerda constantemente este orden divino. Su historia es un claro reflejo
de su misión providencial. Las luchas, que, constreñida por el abuso de la
fuerza, ha debido combatir en defensa de la libertad recibida de Dios, fueron,
al mismo tiempo, batallas por la verdadera libertad del hombre.
La Iglesia tiene la
misión de proclamar al mundo, ansioso de mejores y más perfectas formas de
democracia, el mensaje más alto y más necesario que pueda existir : la dignidad
del hombre y la vocación a la filiación divina. Es el grito potente que desde
la cuna de Belén resuena hasta los últimos confines de la tierra en los oídos
de los hombres, en un tiempo, en que esta dignidad ha sufrido mayores
humillaciones.
El misterio de la
Santa Navidad proclama esta inviolable dignidad humana con un vigor y una
autoridad inapelable, que sobrepasa infinitamente a la que podrían conseguir
todas las posibles declaraciones de los derechos del hombre. Navidad, la gran
fiesta del Hijo de Dios, que ha aparecido en nuestra carne, la fiesta en que el
cielo se abaja basta la tierra con una inefable gracia y benevolencia, es
también el día en que la cristiandad y la humanidad, ante el Pesebre,
contemplando «la benignidad y humanidad de Dios nuestro Salvador» adquieren
conciencia intima de la estrecha unión que Dios ha establecido entre ellas. La
cuna del Salvador del mundo, del Restaurador de la dignidad humana en toda su
plenitud, es el punto que se distingue por la alianza entre todos los hombres
de buena voluntad. Allí el mundo infeliz, lacerado por la discordia, dividido
por el egoísmo, envenenado por el odio, recibirá luz y amor y le será dado
encaminarse, en cordial armonía, hacia un destino común, para hallar finalmente
la curación de sus heridas en la paz de Cristo.
V - CRUZADA DE
CARIDAD
No queremos poner
término a este nuestro Mensaje natalicio sin antes dirigir una sentida palabra
de gratitud a todos aquellos —Estados, Gobiernos, Obispos, pueblos—, que en
estos tiempos de indecibles desventuras Nos han procurado valiosa ayuda para
poder prestar oídos al grito de dolor que de tantas partes del mundo Nos llega
y para poder alargar Nuestra mano benéfica a tantos amados hijos e hijas, a
quienes las alternativas de la guerra han reducido a la extrema pobreza y
miseria.
Y en primer lugar es
justo recordar la extensa obra de asistencia desarrollada, a pesar de las
extraordinarias dificultades de los transportes, por los Estados Unidos de
América y, en cuanto se refiere particularmente a Italia, por el Excmo. Sr.
Representante personal del Sr. Presidente de aquella Unión.
Ni menor alabanza y
agradecimiento Nos place tributar a la generosidad del Jefe del Estado, del Gobierno
y del pueblo Español, del Gobierno Irlandés, de la Argentina, de Australia, de
Bolivia, de Brasil, de Canadá, de Chile, de Italia, de Lituania, del Perú, de
Polonia, de Rumania, de Hungría, del Uruguay, que han competido en noble
sentimiento de fraternidad y de caridad, cuyo eco no resonará inútilmente en el
mundo.
Mientras los hombres
de buena voluntad se afanan por echar un puente espiritual de unión entre los
pueblos, esta acción de bien, pura y desinteresada, reviste un aspecto y un
valor de singular importancia.
Cuando —como todos lo
deseamos— las disonancias de odio y de la discordia que dominan la hora
presente, no serán más que un triste recuerdo, madurarán con abundancia aún más
copiosa los frutos de esta victoria del amor activo y magnánimo, sobre el
veneno del egoísmo y de las enemistades.
A cuantos han
participado en esta cruzada de caridad sírvales de estimulo y recompensa
Nuestra Bendición Apostólica y la idea de que, en la fiesta del amor, sube al
cielo en su favor, desde innumerables corazones angustiados, pero no
olvidadizos en su angustia, la agradecida plegaria : Retribuere dignare,
Domine, omnibus nobis bona facientibus propter nomen tuum, vitam aeternam!
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